2019 en Tobalaba con Bilbao

por · Marzo de 2019

A diferencia de nosotros, los venezolanos son extravertidos, carecen de toda cartuchonería y le llaman al pan, pan y al vino, vino.

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Pasé el Año Nuevo con una amiga de toda la vida, solo ella y yo en su departamento de Martin de Zamora. Como no había más personas, la comida y el resto fueron muy sencillos: locos de entrada, un guiso que no recuerdo bien en qué consistía, postre y dos botellas de champaña. No pusimos televisor ni escuchamos la radio, de modo que nos enteramos que ya habían pasado las 12 por los gritos de los vecinos. Nos miramos sin saber qué hacer, pues, dadas las circunstancias y la franqueza con la que hablamos de cosas banales, de cosas serias, de personajes conocidos y desconocidos, nos parecía un tanto ridículo acudir a las ceremonias de rigor. Sin embargo, me levanté, le di un beso y le deseé lo mejor de lo mejor para este 2019 que ya se nos venía encima.

Como no tengo auto y ella, obviamente, no estaba en condiciones de manejar, llamó a un Uber y le anunciaron que llegaría en el acto. De modo que bajé y me puse a esperar en la calle, en la misma puerta del edificio. Pasaron unos 30 a 40 minutos y el vehículo no aparecía. Por lo tanto, tuve que caminar hasta Tobalaba para ver si encontraba un taxi, pero fue inútil. Como no me gusta estar de pie horas de horas con la esperanza de que suceda un milagro, anduve, anduve y anduve unas ¿15?, ¿20? cuadras, hasta llegar al paradero que se encuentra en la intersección de Bilbao con Tobalaba.

Ahí, apoyados en la baranda de la horrible estación techada,  se hallaban dos hombres cuyas edades fluctuaban entre los 30 y los 40 años (debo aclarar que soy pésimo para este tipo de cálculos). Ambos tenían buena facha, ambos eran tirados para macizos, aunque sin exagerar y ambos me inspiraron una inmediata confianza (en general, todas las personas me inspiran confianza, lo que algunos problemas me ha traído, pero, a mis años, ¿es posible que cambie?). Sin que mediara iniciativa de mi parte, me contaron que llevaban mucho tiempo plantados mientras llegaba el bus y, acto seguido, se presentaron: Orlando y Rolando, los dos estibadores venezolanos.

Habían celebrado las fiestas en la casa de unos compatriotas que viven en La Florida y se encontraban de paso en Santiago. Les pregunté que cómo no se les había ocurrido ir a ver los fuegos artificiales de Valparaíso, un verdadero espectáculo, mucho más vistoso que encerrarse en los andurriales de nuestra capital. Me respondieron en forma educada, aunque con una leve nota de condescendencia, que antes habían estado en nuestro puerto en las mismas fechas, que las exhibiciones pirotécnicas les aburrían, que nada podía interesarles menos que amontonarse entre multitudes ávidas de ver luces de bengala y que, prácticamente como norma, tendían a evitar esta clase de festejos. Me sentí enseguida ante almas gemelas.   

Y era evidente que tenían muchas ganas de conversar y como yo no soy precisamente un hombre taciturno, qué me han dicho. Ineludiblemente, tuve que preguntarles por Nicolás Maduro y por la terrible crisis que hay en Venezuela. Para mi estupor, el tema les interesaba muy poco, si es que no les daba lo mismo. Además, había sido lo único de lo que se había hablado en el hogar donde habían cenado. Y ésta era una razón demasiado suficiente para no tener la más mínima intención de volver a pegarse la carreta hasta La Florida. ¿Para qué? ¿Para seguir escuchando únicamente calamidades? Por cierto, detestaban al actual gobierno de su patria, aun cuando tampoco sentían simpatía alguna hacia la oposición en contra de Maduro: uno y otra les parecían sumidos en una corrupción sin salida.

De mí, no les dije mucho, salvo dos o tres cuentos peculiares para caerles bien. Por el contrario, ellos me contaron una infinidad de anécdotas de su vida en el mar y en innumerables puertos del mundo, en realidad tantas y tan sabrosas, que darían como para escribir una novela. En lo fundamental, viajaban casi siempre juntos y por lo general, su trabajo se desarrollaba en el mar Báltico. Fuera de haber estado un par de veces en países de esa región, casi nada sé de una parte del mundo habitada por unos 80 millones de personas. Así que Rolando y Orlando se explayaron, describiéndome ciudades finesas, letonias, estonias, noruegas, danesas, polacas de las que jamás había oído hablar, abundando en detalles muy pintorescos, muy novedosos y muy atrevidos. Los encontré deslenguados, desinhibidos, sueltos de cuerpo y tuve la seguridad de que, desde que nos vimos, una cálida y espontánea corriente de simpatía hubo entre ellos y yo.

A diferencia de nosotros, los venezolanos son extravertidos, carecen de toda cartuchonería y le llaman al pan, pan y al vino, vino. Entonces, se me vino a la cabeza citarles esos versos de Pablo Neruda contenidos en “Farewell”, en los que el poeta declara amar el amor de los marineros que besan y se van. ¡Los conocían! Y se sabían de memoria no solo ése, sino muchos otros poemas de nuestro vate y de varios más que han escrito en nuestra lengua. Francamente, ya no sabía cómo sorprenderlos.

Por si acaso, les dije que sus nombres, Orlando y Rolando, eran el mismo nombre con distinta grafía, tal como lo son Fernando y Hernando, Amelia y Amalia, Sonia y Sofía, Jaime y Jacobo. Esto sí que los dejó pasmados: llevaban años de años sin tener idea de eso, por lo que uno de ellos manifestó que, apenas pudiera, iría al consulado venezolano más cercano para ponerse Arnaldur, Ingmar, Lars, Sigmund u otro patronímico nórdico. Como sea, afirmaron calurosamente que tener el mismo nombre, reforzaba en Rolando y Orlando, el sentimiento fraternal y de proximidad que siempre había existido en su relación. Y por algo se designaban entre sí cual hermanos.

De repente, nuestro efusivo encuentro que, por mí, habría durado hasta la consumación de los siglos, se vio interrumpido por una aparición sublime. Se trataba de una pareja de jóvenes tan hermosos que cortaban el aliento, un chico y una chica de escasos años que también iban a tomar el mismo bus que Orlando, Rolando y yo hacía siglos que aguardábamos. Él mide más de 1,90 metros, es muy delgado, usa el pelo largo y tiene una cara que le envidiarían en Hollywood. Ella también es alta, si bien nunca tanto como su acompañante y su figura, su disposición corporal, su sonrisa, iluminaban toda la calle, todo el entorno y me atrevo a sugerir que todo Santiago y todo el país. De inmediato, pensé que debían hallarse ahí por accidente, pues claramente pertenecen a un grupo social que se desplaza en coche, que jamás utiliza la locomoción colectiva y que quizá la mala suerte, o vaya uno a saber qué, los había dejado varados en Bilbao con Tobalaba. Sin embargo, puedo haber estado equivocado, porque los dos muchachos lucían como si su ocupación habitual fuese subirse al inefable Transantiago.

Además, lo primero que hicieron fue algo insólito o tal vez a mí, acostumbrado a nuestro acartonamiento, así se me figuró. Ella primero y él después, se acercaron a cada uno de nosotros y nos dieron sendos abrazos, expresando los mejores deseos y la mayor dicha para el 2019. A continuación, nos contaron lo que cada uno de ellos hacía. El espléndido chiquillo estudia derecho, odia la carrera, si bien deberá terminarla a como dé lugar, puesto que estaba en cuarto o quinto año y si la abandonaba, a los padres les daría un patatús. En el fondo, quería estudiar literatura y en ese momento, claro, se produjo lo inevitable: me ubicaba y así me lo dio a entender. Y quería saber qué pensaba yo de sus planes de meterse en asuntos literatosos apenas egresara de leyes. Le repliqué que había estado en su misma posición y me las arreglé como pude para insinuarle algo en lo que para nada creo: no hay incompatibilidad entre las leyes y los buenos libros. Rolando y Orlando asistían encantados a este intercambio y dijeron varias veces que únicamente en Chile podían producirse esta clase de situaciones.

En cambio, a la bellísima joven le encantaba lo que seguía, que era algo relacionado con la antropología, la arqueología o la historia antigua, ya no me acuerdo. Aun así, sus ambiciones iban encaminadas a otra parte: quería estudiar ruso, hacer un postgrado en la universidad Lomonosov, de Moscú y conocer, con un grado de profundidad, a Alexander Púshkin, Mijaíl Lermontov, Alexander Blok, Ana Ajmátova, Marina Tsvetáieva, Boris Pasternak y varios otros. Recuerdo exactamente lo que pensé en esos momentos: es evidente que en nuestro país, sumido en el neoliberalismo, en el conservadurismo, en el libremercadismo, en el consumismo extremo, hay mucha gente, especialmente gente joven, a la que todo eso les importa un pepino. Sus pasiones, sus intereses, sus anhelos van por otro camino y todo ello, a estas alturas, me hace sentirme muy bien, al borde del optimismo.

Finalmente, un matrimonio peruano (¿o era colombiano, boliviano, ecuatoriano?), que cargaba con una guagüita preciosa, se sumó a nuestro grupo y, huelga decirlo, todos volvimos a abrazarnos con todos. De ellos, casi nada supe, porque, en los mismos momentos en que aparecieron, surgió el maldito bus que nos llevaría a nuestras casas. Para coronar toda esta gratísima serie de coyunturas, resultó que el torniquete de entrada estaba malo, por lo que todos viajamos gratis. El chofer, de muy buen humor pese a estar trabajando a esas horas, nos dijo que pasáramos no más, deseándonos un feliz Año Nuevo.

2019 en Tobalaba con Bilbao

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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