Lollapalooza, nuevas formas de lo sublime
De cómo la “adorada Marcela” se internó en Lollapalooza y descubrió nuevas formas de lo sublime.
Dos consideraciones preliminares:
1.- Elegir un outfit adecuado: nada de tacos (incluso las plataformas de menor escala son poco aconsejadas para piernas como las mías, no acostumbradas a las irregularidades bucólico pastoriles del pasto y la estupidez de la gente que en la obscuridad casi absoluta abandona manos y pies a su suerte), anteojos de sol, y si, como yo, eres mujer y tienes “algo” más de 30, pollera larga o mejor jeans (pitillos o calzas) y su chalequito para cuando empiece a correr el fresco. Se trata, sin duda, de una recomendación válida para los dos días que dura el evento y, en realidad, para cualquier actividad al aire libre de corte masivo/recreativo. Pero atención, mujer: si tu derriere no está en estupendas condiciones, abstente y tápate como corresponde con un minivestido o una polera larga ochentera de esas que, casualmente, dejan un hombro al descubierto, es decir, cambia el foco de atención. Si estás todo lo que es O.K., vas al gimnasio a diario o el tata Dios te bendijo la retaguardia, dale no más porque Lollapalooza pude ser un buen lugar para hacer nuevas, intensas y fugaces amistades. Pero ¿what about shorts?, preguntará el atento lector: caben las mismas observaciones para el ítem calza, pero a esas sumaría una adecuada depilación y un conocimiento acabado de tu resistencia al frío que incluso en este verano eterno santiaguino se deja sentir en la tarde noche, hay que decirlo.
2.- Informarse del acontecer nacional y tomar en cuenta una obviedad: no todo el mundo va a Lollapalooza (de hecho, casi nadie sabe escribir sin googlear el nombre en cuestión; esta humilde y desmomoriada servidora, sin ir más lejos). Gran parte de ese mundo, de ese otro Santiago que no vemos y ni siquiera imaginamos, ayer y anteayer, estuvo en cuerpo y alma ocupado de otros menesteres. Gente sana, que se levanta temprano los fines de semana, que entrena todo el año para correr en postde la superación personal, gente por la que vale la pena cortar calles y desviar el tránsito. No tuve en cuenta eso el sábado, por lo que ilusa y cómoda como pocas, decidí viajar en taxi a Lollapaloozalandia desde mi casa que queda en el centro de la ciudad o Marantonlandia. Como imaginarán no fue, para nada, una buena idea.
Entrada en materia:
De la experiencia del sábado también aprendí que mi celular prehistórico no sirve para llamadas lollapaloozianas. Ayer me encontré con un montón de gente, pero ni rastro de la gran familia Paniko. Uno de los integrantes de esta particular “célula fundamental de la sociedad” es el famoso Alvarito, a quien no he tenido el gusto de conocer en persona. Su nombre viene al caso ya que, conversando con Cussen, me di cuenta de que él desempeña en esta historia nada más ni nada menos que el rol de donante. Corría el año 1928 y un joven Vladimir Propp escribe su hoy célebre Morfología del cuento. En este libro que, como suele suceder, nadie pescó en su tiempo, tipifica y define, entre otras funciones o aspectos narrativos recurrentes, la del donante, es decir, el sujeto, un hada o un brujo (Alvarito), por ser, que regala al héroe (mi persona, en este caso, faltaba más) un objeto mágico (la entrada para los dos días de Lollapalooza) que lo ayudará a superar las pruebas o luchas que de seguro deberá enfrentar (hasta ahora, un montón y vienen muchas más…).
Pero ahora, dejémonos de quejas, cháchara y/o frivolidades varias, tan propias del sexo y vayamos a lo que importa: su majestad la música. El sábado, después de un zigzagueante viaje en taxi, llegué bastante a tiempo para cumplir los trámites de rigor (chequeo de la entrada y entrega de la pulserita), y tomar buena ubicación ante un escenario al aire libre que prometía: a lo menos dos órganos positivos, me dice Cussen que se llaman, porque, se pueden posar sobre algo. Después nos enteraríamos que una computadora los hacía sonar, pero ahí, despojados de toda luz, inactivos, parecían emisarios de otro tiempo. Luego vino lo que a ojos incautos, es decir, a los de Salfate, bien podría parecer un ovni. Era una cámara voladora que filmaba al público y a otras cosas, creo, como la luna. No puedo aquí sino incluir una queja que, prometo, será la última: no me gusta el público de los recitales, quizá porque no me gusta el rock o porque no me gustan el fervor de la masa cuando se traduce en gritos a destiempo, comentarios y, derechamente, fuertes y estúpidas conversaciones que impiden escuchar la música, al punto que cabe preguntar: ¿a qué vinieron estas personas? ¿qué hacen aquí estas gaviotas? ¿por qué no están en la comodidad de sus casas bebiendo y, ahí sí, conversando animadamente?
En la pantalla gigante, Björk aparece casi abducida por una gran parka blanca; en el escenario del Lollapalooza es una enorme peluca roja la que intenta devorarla. En la pantalla gigante vemos el video oficial de Jóga dirigido por el talentoso mister Gondry mientras escucho la versión en vivo del mismo tema. No se qué mirar. A ratos, incluso cierro los ojos, porque no quiero mirar, quiero escuchar. A eso vine. De tanto en tanto, vuelvo a mirar el video; es curioso, más que la puesta en escena, opto por ver lo que ya he visto, lo familiar, a la vez que escucho lo nuevo, el presente. Lo oído y sobre todo, lo visto, tejen un paisaje que me emociona, que se acerca a lo sublime que intento explicar en clases de Éstetica mostrando el típico cuadro de Caspar Friedrich y que suelo resumir en esta frase que le robé a quién sabe quién: “me asusta pero me gusta”.