The Used: una banda que le canta a la desgracia
Eran algo así como las 21:50, The Used tocaba “Buried myself alive” y unos cuantos pelafustanes se atrevían a desarrollar el primer círculo de distorsión de la noche. Y quizá el primer círculo de distorsión en la historia del coqueto Club Chocolate. De pronto alguien vomitó. Otros intentaron hacerlo. Las mujeres se agazaparon contra las rejas, soltando algunas lágrimas, sacándose los sostenes, lanzándoselos a Bert, masturbándose al mismo tiempo. Una ligera brisa comenzaba a emanar, oliendo a vagina adolescente. Al mismo tiempo revisaba mi celular y encontraba un nuevo mensaje de mi ex que decía: «eres la persona más rara que conozco».
De fondo, por los parlantes, se oía: «y si me quieres de regreso, tendrás que pedírmelo de una manera más amable».
Todo estaba demasiado bien.
Antes, a eso de las 20:00, en Ernesto Pinto Lagarrigue con Antonia López de Bello una fila espeluznante daba vueltas por los alrededores. The Used, la banda de Utah compuesta por Bert McCracken (voz), Jepha Howard (bajo), Quinn Allman (guitarra) y Dan Whitesides (batería) tocaba en Chile por segunda vez luego de haberse presentado el 2007. Y en medio de centenas de adolescentes vestidos de negro implacable, mechas de colores fuego, anorexia y bulimia, heridas cortopunzantes, piercings y tatuajes de estrellas y corazones rotos, me preguntaba: ¿qué hago acá, a mis casi 30 años?
Y si bien, por mi parte, podría estar saldando cuentas con The Used —no los vi el 2007—, la verdad es que nunca fui algo así como un verdadero fan. Entonces, más bien, intentaba saldar cuentas con la vida misma. Con los mismos trastornos que la mayoría de los adolescentes que estaban esperando a los de Utah también cargaban: alimenticios, depresivos, disociativos, adaptativos, de personalidad, de control de impulsos.
The Used: una banda que le canta a la desgracia. Conectando con sus seguidores mediante letras desahuciadas que quizás solo tienen el fin de hacerte sentir menos solo. Acompañado en la desdicha. Unido en una misma causa: patear la depresión lo más lejos posible. O, al menos, esconderla; solo dejarla a salir a ratos.
21:30. Luces rojas parpadeantes, comenzaba el concierto y el ambiente que se vivía era conmovedor. Todo el teatro cantando a pecho hinchado, más fuerte que Bert, líricas plagadas de desdichas, causas perdidas y esperanzas imposibles. De hecho, “The taste of Ink” se coreó tan fuerte que hasta los guarenes del Mapocho se despertaron para automutilarse y barajar un suicidio nadando contra la corriente.
Impresionado con las postal, con esa fanaticada fiel que, al igual que las ratas del río, se quitaría la vida ahí mismo por él, McCracken payaseaba en el escueto escenario probándose los sostenes que le tiraban, lanzando un par de besos, contando un par de chistes. Entre medio, Dan Whitesides —quien ha tocado con Morrissey— asesinaba los tambores (Take it away), sacudiendo, con la palpitación, las rejas que rodeaban el segundo piso del local. Dejando en claro que bien ganado tiene el puesto que ocupa en The Used desde 2007. Por los costados, Howard y Allman, trataban de solventar los problemas técnicos con el micrófono de Bert, deslizando riffs simples y efectivos y que en vivo no son más que coquetos compañeros de la poesía adolescente y retorcida que McCracken lanza, canción a canción, a modo de vómito.
22:10, el concierto llevaba poco más de una hora, los de Utah habían repasado singles de In love and death (2004), Lies for the liars (2007) y el disco homónimo (2002) y desde la pista la gallada pedía enfervorecida “On my own”, un desgarrador anti-hit perteneciente a su primer álbum. “Shut the fuck up”, decía Bert, ahogando las posibilidades del público por escuchar la conmovedora melodía. «Now, we gonna play heavy shit», sentenciaba. Comenzaba “Pretty handsome awkward” y el Club Chocolate entraba en ebullición, armándose un nuevo pozo de distorsión en medio del recinto. Las mujeres volvieron a agazaparse contra las rejas, soltando algunas lágrimas, sacándose los sostenes, lanzándoselos a Bert, masturbándose al mismo tiempo.
(Minutos después, luego del bis, se dejaría escuchar la solicitada “On my own”. Y con los celulares encendidos a modo de encendedores, como en un concierto de Daddy Yankee, la fanaticada adolescente, sollozaría la letra.)
22.30. Todo termina con “A box full of sharp objects”, «the best fuckin song in the world» según McCracken, que agregaba: «esta es la última oportunidad que tienen. Esta es la última canción de la puta noche». Todo estaba demasiado bien, sin embargo, casi 30 años y las raíces empezaban a crecer de nuevo y a empujar las costras desde abajo. Porque la vida nunca funciona salvo si miras hacia atrás, con distancia, de lejos, como escondiéndote un poco de ella. Y escribir te hace mirar hacia atrás. Porque como es imposible controlar la vida, por lo menos puedes controlar tu relato de la misma. Y eso, bien lo sabe Bert McCracken. Especialistas en vomitar los días. En vomitar la vida.