Acá la revisión de la segunda jornada del festival que reunió a más de 138 mil personas en el Parque O’Higgins, con el primer gran pogo y su nube de tierra, el debut de A Perfect Circle en Chile y el cierre a la medida de The Black Keys.
Mientras muy pronto será anunciada la cuarta edición de Lollapalooza Chile, este fin de semana el festival reunió a más de 138 mil personas. Solo este domingo hubo una balsa sobre los brazos de los asistentes a Steve Aoki, el debut de A Perfect Circle en Chile, con el guitarrista Billy Howerdel y el líder de Tool Maynard James Keenan al frente, una plaga de ratas humanas en Deadmau5, el secret show de Chevy Metal, la banda del baterista de Foo Fighters Taylor Hawkins que estuvo acompañada por Perry Farrell, el pogo, los mohicanos y la nube de tierra para unos pegadísimos Bad Brains, ¡oh, Kali Mutsa!, la revancha de Foals, la suave Russian Red, otra vez Patton en la ciudad, la voz incombustible de Kapranos y el cierre a la altura de The Black Keys, quizá la segunda banda que viene al Lollapalooza chileno encumbrada en lo más alto de su carrera de artistas globales (el otro es Kanye West). Revisemos.
Por Eleonora Aldea
12:00.
Russian Red: piel muerta de la adolescencia
Por Javier Correa
Son las 12.00 y en el PlayStation stage nos apretamos contra la reja para escapar del sol que quema mucho más que el día anterior. En el escenario deja de sonar “Walls are Tired” y desde el público una rubia chilla «Welcome». Le grita a Russian Red. Y sí, todo su cancionero está en inglés, pero Lourdes Hernández es española y ahora canta “Nick Drake”.
Uno podría pensar que a Russian Red se le da mejor lo íntimo, los susurros, pero no es así. Todo lo que en sus discos pop insinúa, se puede ir al carajo con sus presentaciones en vivo. Por eso el lugar está repleto a mediodía, porque la española desborda energía. De alguna manera, esa potencia en algún momento fue tristeza.
En el escenario, la belleza de la Hernández es hipnótica y adolescente. En momentos parece adormecida por recuerdos que la cercan. A ratos, grita con rabia letras minimalistas. Es capaz de hacernos creer que la tristeza puede ser bella.
Las parejas se abrazan. De fondo suena ese himno llamado “I Hate You But I Love You”. La adolescencia y lo incómoda que puede llegar a ser. Pasa ese homenaje al pop sesentero “The Sun, The Threes”, “Tarantino” y “Conquer the world”. Luego “It’s Only Love” de The Beatles y la rubia que gritó «welcome» va entendiendo por qué la española canta en inglés.
Ahora, Russian Red nos habla de Brian Hunt, su guitarrista y ex pareja: «En un momento éramos extraños, luego no lo fuimos, después volvimos a serlo y ahora está todo bien. Por él compuse está canción». Otra vez: incomodidad adolescente. Y comienza a sonar “Loving Strangers”, con el mismo Brian en los coros, como en una especie de ceremonia que espante esos ecos que quedaron entre los dos. Esa espera cotidiana de un futuro en conjunto imposible. Algunos recuerdos que parecen tan efímeros y, a la vez son tan profundos.
Sigue con “Fuerteventura”, “January 14 th” y todo termina con “Mi canción 7”. Con Russian Red nos sacudimos la piel muerta de la adolescencia cantando canciones pop.
Por Daniel Olivares
12:30.
Perrosky: dos son multitud
Por Gonzalo Paredes
12:30 en punto y no somos más de 50 los que esperamos por Perrosky. Junto a nosotros, colombianos, ecuatorianos y venezolanos lucen sus banderas amarradas al cuello para esperar el show de la única banda chilena que repite esta semana en Lollapalooza. Comienza el show y el público prende inmediatamente. Palmas y gritos para “Dos son tres”, de su último disco Vivos.
El sol está pegando muy fuerte y ya somos más del doble de personas. Una pareja baila desatada, los demás —cual campiranos— aplaudimos al ritmo de la batería de Álvaro Gómez, quien incluso toca hasta con los dedos la caja en una de sus canciones.
Perrosky hoy no anda inspirado. La banda suena impecable, siempre. Increíble ejercicio el de los hermanos Gómez: sonar a banda entera con tan solo dos instrumentos y unos pocos accesorios. Batería y guitarra para un rock and roll que suena a rockabilly en español. Miro hacia atrás y ya no logro ver vacíos. Somos un público considerable el que ve el primer show del escenario Claro.
Nada de cóvers en la presentación, ni un solo tema del disco Doblando al español. Para terminar, un clásico de la banda: “La pena va a pasar”. El show se hace cortísimo y el dúo saluda y agradece al público por el recibimiento. Se despiden y se abrazan, luego se pierden tras las cortinas que cubren el escenario. La gente pide otra pero ya no queda tiempo. Se viene Gary Clark Jr. y ya hay un buen grupo esperando por él.
13:30.
Toro y Moi: vida y obra de un piola
Por Daniel Hidalgo
No deben haber sido más de diez palabras las que el californiano Chazwick Bundick soltó sobre el escenario Playstation de Lollapalooza: un hola cómo están, al comienzo, y algunos gracias, más adelante, todo en inglés siempre. De contextura pequeña y una mirada que rara vez se dirigió al público. Y con Chazwick Bundick nos referimos al moreno de cabello afro y camisa que aparecía entre las canciones, porque su álter ego, Toro y Moi, dijo harto más que eso pero no con palabras ni presentaciones de temas, sino con lo que mejor hace: su música.
Y es que Toro y Moi es un piola pero derrocha tanta onda como cualquiera de los asistentes a la que parecía ser la jornada más hipster de ese sector –más tarde, Foals también haría lo suyo–, dotando a su proyecto, cercano a ratos al chillwave y al electrogroove en otros, una dinámica orgánica tremenda, gracias a su banda, conformada por una batería, un bajo y un guitarrista que también le acompañaba en las teclas cuando lo requería. Es, quizá, ahí la sorpresa: la capacidad de transformar sus temas –uno inédito y el resto de sus tres discos a la fecha– a un formato en vivo, haciéndolos igual de bailables pero añadiéndoles un toque de intensidad y virtuosismo.
Bundick parece a veces un dj, un tipo que desde su calma aprieta teclas en lugar de botones con el fin de provocar movimiento, pero además su voz es tan particular que sin necesidad de tener un registro muy amplio, tiene la capacidad de rememorar a su modo lo mejor de la black music, con tintes muy actuales. Las guitarras y esos sintes tan sintéticos, podían traducir a los bronces de las viejas glorias del funk, del disco y del soul sin ningún problema.
Por eso no extraña que nadie haya podido resistirse a bailar apenas iniciado el set, ni el flaco de lentes anchos, ni el chico del pantalón flúor, ni la rubia pequeña que se paseaba en sostenes rojos. Quizá uno de los instantes que más moda y niñas lindas reunió, todo muy a la altura de lo que Toro y Moi significa: un artista de primera línea dentro de su género.
Por Daniel Olivares
14:00.
Gary Clark Jr: el mesías
Por Gonzalo Paredes
Gary Clark Jr. aparece en el escenario con jeans, sudadera y una Epiphone Casino. Detrás, un bajista de camisa roja, un segundo guitarrista y Johnny Radelat, un batero de pulso incansable y de peinado setentero. Casi como una orden celestial, los cientos que esperamos al guitarrista tejano comenzamos a mover la cabeza al ritmo de “When my train pulls”, el tema encargado de abrir su show.
Son pasadas las dos de la tarde y el calor se hace insoportable. El sol a veces inmoviliza, pero más que el clima lo que nos tiene a casi todos impresionados es el virtuosismo de Clark Jr. y su banda. Casi como si no costara va desde arriba hacia abajo en cada una de las guitarras que el roadie le pasa al final de un tema. Clark Jr. se cree y cuenta el cuento.
La gente aplaude a rabiar cada una de las intervenciones solistas del tejano. Cuando no está en la guitarra se pasa a la voz. Y así, casi como si no costara, pasa de un solo infernal a cantar de manera brillante “Please come home”, un tema que recuerda las baladas de Al Green o Marvin Gaye.
Su repertorio de rock, blues y soul no falla. Para dejar en claro sus directas influencias y no dejar margen para la duda, Clark Jr. toca “Third stone from the sun”, un clásico de Jimi Hendrix, reversionado por la banda y con una precisión maravillosa. El público salta y aprecia los detalles con que Clark muestra su talento en el escenario Claro.
Un letrero que dice: “#fuerzacerati” se alza entre el público. Nadie entiende por qué, incluso algunos aplauden. Un tipo barbón y de sombrero que ni siquiera se percató del mensaje para el músico argentino, repite extasiado: «Nooo, el rock no acabó. Grande Gary». El show cierra con “Bright lights”, la gente sigue extasiada. Lo que presenciamos es increíble.
El en vivo suena mucho más crudo y rústico de lo que Clark Jr. presenta en el disco, lo que lo hace aún más interesante como propuesta. Sin duda alguna una de las mejores presentaciones de Lollapalooza 2013. Clark Jr. se va. No hay tiempo para un bis. Pero antes de irse le regala personalmente su uñeta a una persona en el público que sostuvo durante una hora un papel que decía: «Gary awesome, please give me your pick». Gran jugada del fan. Quién sabe cuánto costará esa uñeta en un par de años más.
14:15.
Mago Oli: hacerse humo
Por Mariano Tacchi
Me cargan los magos. No los soporto ni a ellos ni a sus trucos. No tengo nada personal contra ellos, ningún mago asesinó a mis padres o se robó mi perro, simplemente los detesto. Me cargan desde niño y los he aprendido a detestar aún más con la edad. Por lo mismo, ver al Mago Oli, ese que la televisión ha mitificado tras haber quedado atrapado en uno de sus trucos, tenía una sola gracia: ver lo mal que le iba. Pero los niños son un público generoso, más aún los padres que no quieren guerra, por lo que todo se desenvolvió en un cómodo silencio. Pocos aplausos, poca parafernalia. Poco de todo. El mago ocupó la ayuda de varios voluntarios del público, intentando jugar con ellos. Pero no, no funciona.
Es que después de un show como el de 31 Minutos del año pasado, todo se ve sonso. Pero un mago, con un show de kermesse es mucho más que sonso, es pura lesura. Un par de tipos, con sus hijos a cuestas, me vigilan con cara de «que suerte tiene este hueón de andar solo». Sin embargo, hay un punto alto de todo esto: las asistentes. Una maravilla. La única razón por la que esos padres seguían ahí, soportando el calor y el aburrimiento, al igual que yo.
El mago, por mientras, seguía su rutina: hacer levitar a una mujer, cortar a una de sus asistentes en pedazos, varitas mágicas gigantes. Lo peor es que todo era fácil de dilucidar gracias al programa Los secretos del mago, esa porquería que dan en Mega. Pero ahí está, con su risa nerviosa, sus chistes noventeros y nada. Realmente no pasaba nada. Lo peor, rompiendo toda la “magia”, Oli se despide diciendo que todo lo hecho es una ilusión y que el verdadero poder reside en Dios. Ehm. Si. Suerte con eso. Nos vemos en un cumpleaños cercano.
Por Daniel Olivares
15:00.
Keane: lamento al piano
Por Gabriel Labraña
Ni el rock alternativo, ni el sonido inglés clásico que nuestros vírgenes oídos identifican como distintivo del lugar del planeta padre de Blur y etcétera etcétera. La música de Keane, la banda que es figura en el Reino Unido y bate todos los récords con cada una de sus placas, merece el rótulo de un pop raro. Emotivo. Como son las emociones la primera vez que las sentimos. El primer beso, la primera patada en el culo que recibimos o la primera vez que escuchamos en vivo a una banda.
Keane es un lamento amoroso hervido por el sol encima. Es la increíble regularidad de la voz de Tom Chaplin y la complicidad con los asistentes el cuadro para escuchar la galería de éxitos de correcta interpretación, más las canciones que bien colocadas, intercaladas con las apuestas seguras, daban la sensación de que quien hizo el setlist sabía lo que hacía (se echó de menos en este Lollapalooza, en la presentación de Pearl Jam, por ejemplo, una mejor dosificación de la emoción).
Un piano, un español mucho más pulido que el de The Hives o Eddie Vedder, un simpático y estilizado Chaplin que osó preguntar al comienzo si los asistentes sentíamos “frío” e, insisto, lo mejor de todo el festival: un público conectado con cada uno de los artistas que le tocó admirar. En este caso, unos Keane que no la rompieron al nivel de QOTSA o Franz Ferdinand, pero ¿qué sabe uno qué es romperla en el código “Keaneano”? Vi gente emocionada cantando que «todos están cambiando», preguntándose si «es este el lugar en que solíamos amarnos?» y lamentándose de forma elegante cada una de las emociones transmitidas por la banda mimada de la crítica en el Reino Unido.
Ni himnos ni clásicos. Sí buenas canciones, que salen disparadas del piano y que plantaron años atrás en nuestras cabezas, cuando la radio todavía influenciaba nuestros gustos musicales.
Por Eleonora Aldea
16:00.
Cachureos: esas mañanas sin tevé cable
Por Cristóbal Bley
La memoria es injusta. Cachureos estuvo en mi vida por muchísimos años, animando mis domingos sin falta, pero hasta hoy estaban completamente desterrados de mis recuerdos inmediatos. De hecho, cuando se anunció que estarían este año en Lollapalooza no me vino una nostalgia y ni siquiera una pequeña evocación a esos días de pijamas sin tevé cable. Supe que tocarían y lo que me dio fue algo de vergüenza ajena, como cuando uno se encuentra en la calle con ese mejor amigo que tanto quisimos pero que hoy evitamos, y le quitamos la mirada y le hacemos la desconocida. Una mezcla de pena e incomodidad.
Pero aparecen de a uno en Kidzapalooza el gato Juanito, el león Chester, el conejo Wenceslao, el Tiburón y hasta el Señor Lápiz, y la vergüenza no llega: lo que cae encima son recuerdos noventeros que permanecían sepultados, emociones olvidadas en los años de nesquik en las mañanas. Eso de despertarse temprano y esperar a que terminara la transmisión de la misa, excitarse con los concursos por un súper nintendo y envidiar cuando Marcelo y sus monos feos viajaban a Disney o al Sea World.
«Estamos todos», canta Marcelo, y la emoción es intensa. Papás conmovidos, realmente sacudidos por el recuerdo, mueven a sus hijos, los levantan en sus hombros, los invitan a participar de algo que no entienden ni entenderán. Las mamás les hacen gestos, los animan, pero sus caras son elocuentes: ¿qué son estos monos tan feos? ¿qué son estas canciones tan ordinarias? Acostumbrados al estándar discovery kids y a la calidad nick junior, los niños no entienden tamaño alboroto por una música como de tecladista de mall, por unos personajes más tenebrosos que infantiles. Marcelo sigue cantando: «Solo faltas tú».
El show no es bueno: son canciones que solo se amontonan una tras otra con alguna excusa rápida, pero que están tan instaladas en el cerebelo de tanta gente que la catarsis es masiva. Todos cantan todas, desde la obertura del programa hasta Muévame el pollo, pasando por las vocales y esos himnos a lo cochino que son Haga Pipí y Haga Cacuca.
Da miedo mirar a Marcelo, ese hombre eterno que era bueno pero después supimos malo y que hoy es una petrificación del personaje que tanto sentido les daba a nuestras mañanas de domingo. Da miedo porque está igual, como si Madame Tussauds lo hubiera inmortalizado en cera, con la condición de nunca erguirse completamente. Siempre está encorvado, con una mueca de sonrisa y un pelo evidentemente teñido. Marcelo también hace playback, que en varias ocasiones no consigue disimular, y para cerrar no se sabe los nombres de los músicos, entre los que se encuentran los Mosutache y Marcos Meza. Horacio Saavedra, aún vivo y siempre chico, los dirige y le pone play a la música.
Y así es como vuelve un poco esa vergüenza, acompañada de la nostalgia desatada por la Mosca y el Zancudo Draculón. Detalles de que era un show rasca, de viejos disfrazados de monos feos que premiaban al grito más fuerte, a los niños más insoportables. Pero que, escondida y bien guardada, igual es parte esencial de nuestro pasado, nuestras infancias más bien caseras y pésimamente televisadas.
Por Daniel Olivares
16:15.
Tomahawk: Patton la hizo de nuevo
Por Daniel Hidalgo
Alguien pedía permiso para algo y nadie entendió muy bien para qué hasta que se empezó a formar la rondita sangrienta de los antiguos conciertos de rock (¿pogo? ¿slam?). La gente retrocedió y los más corajudos, la mayoría sudados y con la guata al aire, se sumaron en lo que sería hasta el momento la manifestación más violenta de este Lollapalooza, huracán de empujones y manotazos mode on.
Todo esto porque el vocalista de rock favorito de Chile, Mike Patton, tenía una sola misión en este festival: demostrarnos, de la mano de su proyecto Tomahawk, que el rock, como todos lo entendíamos hace algunos años, seguía vivo. Así, repasando sus cuatro discos y homenajeando a Bad Brains, la superbanda supo brindarnos de lo mejor del metal experimental alternativo o lo que sea que hagan.
Por supuesto, Patton es siempre Patton y eso Chile entero lo agradece, haciéndose el loco incluso con las arrugas y canas recién estrenadas, con que haya intentado despedir el show media hora antes de lo estipulado en el programa (volvió enseguida) y con el repertorio de chistes que viene repitiendo de los tiempos de reuniones y despedidas falsas de Faith no more, que piden con urgencia un nuevo libretista, siendo el más claro de estos cuando en medio del show de la superbanda se escuchó a lo lejos el sonido de Foals y Patton, de la nada, aprovechó para bromear con que don Francisco, rebautizado como don Corleone, lo estaba interrumpiendo.
Además, un dato significativo de este debut en vivo, fue que a Duane Denison (de The Jesus Lizard) y John Stanier (de Helmet), se pudo observar a su nueva adquisición: Trevor Dunn, antiguo compañero de ruta de Patton de los tiempos de Mr. Bungle, un capo de aquellos.
Patton estuvo más moderado, pero se entiende porque Tomahawk es un proyecto más serio que su banda más conocida.
Sin gargajos pero con harto golpe, Tomahawk tuvo un paso memorable, más allá de que sea la banda menos experimental, después de FNM, del músico, y con más posibilidades de sonar en radios de rock, nos hacía falta volver a sentirnos raros.
Por Eleonora Aldea
16:30.
Foals: esta sí es su casa
Por Javier Correa
Esta si es su casa: El PlayStation stage lleno de gente a las 4.30 de la tarde. No el Estadio Monumental, antes de la presentación de Red Hot Chilli Peppers. Acá no hay pifias, no existen los adolescentes que repiten «red, hot, red, hot» como pelotudos. Acá, solo está Foals ante su público. Y los de Oxford intentan dejar algo en claro: no somos tibios.
Sigue llegando la gente que viene desde Keane y prefiere a los ingleses por sobre Tomahawk. Suena “Prelude” y el setlist de a poco va tomando la forma de su último álbum de estudio (Holy Fire, 2013): una mezcla de todas sus placas. Ahí está la vocación por el rock matemático y el indie más sucio, hasta llegar a los sonidos más funk. Esto también se puede bailar. Y las partículas de polvo que se elevan en el centro del público y hacen desaparecer a Phillippakis easí parecen confirmarlo. Nos movemos con las letras crípticas y los sonidos arrítmicos.
Pasan “My Number”, “Blue Blood”, “Late Night” y los Foals siguen tratando de probar su punto. A ratos, son estimulantes y tocan como si se estuviesen encendiendo por dentro y la única manera de apagar ese fuego sean esas guitarras que a veces parecen errores, accidentes extrañamente cuidados. En otros, palidecen y su presentación se acerca más a un ritual cauteloso con música ambiental de fondo.
«I’am an animal, just like you». Suena “Providence” y la tibieza no existe. No acá. La canción suena como una patada en la cabeza. Casi tan fuerte como la que recibo al escuchar a un tipo compararlos con Pink Floyd. «Tienen muchas similitudes. Especialmente con el disco The Wall, si te fijas…», le explica a una rubia que solo atina a sonreír.
Pero esto es sobre Foals y su búsqueda. Sobre cómo su manera obsesiva de buscar la perfección los lleva incluso a mezclar un disco de nuevo y a buscar una presencia escénica acorde. Y ahora suena “Two Step, Twice” y el centro del PlayStation es velocidad, sudor y polvo; y pareciera que se va a venir abajo y nos va a llevar a todos. Desde el escenario, Jimmy Smith agita cervezas y lanza aguas minerales al público. Y si, parece que esto dejó de ser tibio.
Por Daniel Olivares
17:30.
Protistas: el mejor horario fue el peor
Por Cristóbal Bley
La vida es como el fútbol: no siempre gana el que juega mejor. Y aunque tocar en Lollapalooza para una banda chilena es, a todas luces, un triunfo que se celebra, en el caso de Protistas esta victoria puede quedar con cierto gusto a poco.
Jugaron como mejor sabían, sin guardarse nada, todo a la parrilla. Pero así y todo se notó el peso de competir en la hora con Bad Brains y Franz Ferdinand. Bandas grandes si las hay: una, la leyenda del hardcore universal; la otra, un referente mundial del rock bailable.
El mejor horario, en este caso, fue el peor. Decíamos que acá no se gana con merecimientos, pero la verdad es que la propuesta y el recorrido de Protistas les daba derecho a más público, a ser vistos por mucha más gente. La Cúpula nunca alcanzó a llenarse entre los que llegaban y los que se iban, aunque un buen grupo de ultra fans llenó con gritos y aplausos los espacios que el resto dejó vacíos.
Esto, igual, no afectó las ilusiones de la banda. Álvaro Solar, compositor y vocalista, dedicó la presentación a su difunto padre, y esa energía de homenaje melancólico y rabioso fue la que se llevó la carga del show. Visuales apocalípticas e imágenes caseras en VHS se sincronizaban perfectamente con sus guitarras marca registrada, esas que se enredan con elegancia y distorsión sobre texturas y bases cada vez más logradas.
La música de Protistas es una costra abierta que duele, que no se debería tocar pero dan ganas, porque aunque duela es placentero. Ese pequeño masoquismo que vive en todos nosotros, que nos come las uñas y nos saca las costras. Eso es Protistas.
También se subió en un momento, sorpresiva, Camila Moreno a acompañar en dos canciones: “Incendio en mi corazón” —siempre intensa pero ahora con una energía incluso dolorosa— y un tema nuevo. La participación de Moreno, a diferencia de otros featurings meramente decorosos, fue una suma, y le agregó el movimiento y la estridencia que los Protistas normalmente carecen. El show estuvo completamente calibrado, con matices y tensiones que apretaron y aflojaron en los momentos justos, además potenciado por el nervio de las circunstancias.
No fue un triunfo moral sino más bien un justo premio, que no equivale a una victoria pero sí a un reconocimiento a su buen juego. Un partido que, jugado en mejores circunstancias, Protista lo gana y con baile.
17:30.
Franz Ferdinand: nos quitaron el miedo
Por Javier Correa
El sol ya no pesa tanto, vamos dejando atrás los litros de sudor y en el CocaCola stage la gente se concentra. Comienzan a sonar los primeros acordes de “No You Girls” y Kapranos canta «Kiss me, lick your cigarette, then kiss me», casi como un susurro. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez. Quizás demasiado.
Volvamos atrás: Chile, 2010, el país está en el suelo por el terremoto y algunos estábamos en el Movistar Arena, con la certeza de que estar ahí 13 días después era una pésima idea. Los de Glasgow bordean todos los 40 años, pero en el escenario son pura juventud. Nos quitaron el miedo. Tal como ahora.
Porque a pesar de las arrugas y las canas, esas canciones no envejecen. Se quedaron congeladas en carbonita en el 2004 ó 2005. “The Dark of The Matinée”, “Do You Want To”, “Walk Away” y “Michael” conservan esa misma frescura, esas guitarras afiladas. Por que acá no hay otra pretensión, Franz Ferdinand ha llevado el «hacemos música para hacer bailar a las chicas» como un mantra.
Los pies nunca se dejan de mover. Ahí está Kapranos, cuarentón, pero con ese encanto medio cínico intacto, con esa frivolidad que siempre fue tan necesaria.
Pasan las nuevas “Evil Eye”, “The Blackpool Illuminati”, “I’ll Never Get Your Bullet Out Of My Head” y nos hacen pensar que 4 años sin lanzar un disco es demasiado tiempo y, de paso, van dejando atrás ese aire más synth pop de Tonight: Franz Ferdinand (2009). Suenan más sucios y sus letras parecen más complejas. Pero mantienen la frescura.
Han pasado 9 años (parece tanto) desde su debut que nos hizo olvidar el Is This It, estamos más viejos pero la energía es la misma. ¿Es nostalgia? Tal vez, o puede ser sólo pura juventud. La misma que se va terminando por el día con “This Fire” de fondo.
18:00.
Bad Brains: hard core e historia
Por Daniel Hidalgo
En la jornada anterior, Pelle Almqvist, vocalista de The Hives, se había autodenominado “el rey del punk rock” y esto no habría sido del todo patudo si en el cartel de este año no estuviera incluida parte de la verdadera realeza del punk: Bad Brains. Cosa que el sueco pareció olvidar por completo.
Y así quedó demostrado, porque de pronto, y tras el paso de Foals, el público del PlayStation stage comenzó a variar drásticamente: se fue el flúor y el vintage y aparecieron los tipos con expansiones, tatuajes, las chicas delgadas con pinta de suicide girls, los dreadlocks, las poleras con bandas de rock, y lo más raro: punkis con mohicano y pelos pintados, que hasta se daban tiempo de pedir cigarrillos de un lado a otro.
En eso, en medio de los asistentes que armaban el escenario apareció H.R., enfundado en un buzo adidas verde y una toalla blanca a modo de falda, se instaló en medio y tomó una actitud de sacerdote. Era el inicio de un show demencial. Al acercarse al micrófono H.R. balbuceó algo inentendible y terminó diciendo que nos amaba a todos.
Bastaron los primeros acordes para que se armara el mosh pit más grande que haya visto este festival, que terminó alejando a cualquier curioso y niña en short y tacos, instantáneamente, y levantando una polvareda que impedía ver con claridad, y los Bad Brains demostraran que siguen siendo los gestores del hard core punk.
H.R. no abandonaría nunca su particular performance, recitando en una lengua extraña entre canción y canción —la gran mayoría de las veces también recitadas y ayudado en los coros por el resto de su banda—, pareciendo siempre estar en la mejor de las drogas o en una sobredosis de calmantes. No olvidar sus 57 años que le hacen parecer el papá ausente y yonki de Snoop Dogg.
No se puede hablar de nostalgia, cuando en realidad ninguno de los presentes escuchó a la banda en los 70 ni 80. Es por eso, que los allí convocados (entre ellos Gepe, que tocó el día anterior) agradecían estar frente a un pedazo de historia, una leyenda citada por bandas como Living Colour o Mike Patton, quien se dio el gusto de tocar un cóver de ellos unos minutos antes, e incluso agrupaciones locales como Chancho en Piedra. Y así lo demostró el prendimiento que no dejó abandonar el escenario (H.R. nunca lo hizo, de hecho) hasta sacarles un bis.
Sin duda, Bad Brains, da sentido a espectáculos como este.
Por Daniel Olivares
18:45.
A Perfect Circle: perfección calculada
Por Mariano Tacchi
Antes que nada: no existe mayor generosidad que la de una mujer que, estando sobre los hombros de un tipo, revela al mundo todo lo que contiene su escote. Bien por esas mujeres que tanto faltan en los conciertos. Por eso, hay que dar las gracias a la chica que mostró todo cuando la enfocaron e hizo de A Perfect Circle uno de los mejores shows del presente Lollapalooza. Volviendo a lo formal: el show recién empezaba y ya sonaba “Imagine”, el oscuro cóver de la canción de Lennon, mientras el sol se ocultaba en el Parque O’Higgins.
Estaba el rumor que venía de la versión brasileña del evento que A Perfect Circle venía cansado, sin mucho que entregar (vale decir que el setlist fue muy similar). Es difícil creer que una banda que mezcla tanto —pero de manera tan calculada— pero tan bien condensado de un mal espectáculo.
Deslizándose a través de “Weak and Powerless”, “The Hollow”, “People are People” (otro cóver, esta vez de Depeche Mode) y la potente “When the Leeve Breaks” (cóver también) marcaban a cada uno de los chascones que se movían lentamente, pero no menos apasionados.
A Perfect Circle funciona porque está matemáticamente calculado para funcionar bien. Desde la emoción que se le dan a las canciones hasta la reacción del público, todo está evaluado, pensado y entregado para que funcione a la perfección. Incluso la formación completa (que ahora tiene al ex guitarrista de los Smashing Pumpkins en sus filas) es una fórmula. Esto puede ser cansador a ratos, pero en festivales como este se agradece. La genialidad es necesaria. Por lo mismo, cosas como que la banda interactúe lo mínimo con el público es perdonado. Estos no son The Hives, son unos tipos serios que vienen a dar cátedra, y “3 Libras” basta y sobra para demostrarlo. Una delicia.
Nada de “Judith”, el single que los hizo famosos. Nada de gestos melosos. Pero a esta altura poco importa, los brazos en alto, los aplausos fuertes. Un ejemplo de rock acaba de pasar frente a nuestras narices.
Por Eleonora Aldea
19:30.
Los Tres: amor pulento
Por Gabriel Labraña
Partir con “Sudapara” es una patada en la cabeza. Para los que llegamos al PlayStation stage a ver al trío histórico de los años noventa chilenos nada era sorpresa, pero, ¿acaso cuando uno ve su película favorita espera sorprenderse?
Dos cucharadas y a la papa: Álvaro Henríquez (capilarmente caracterizado como la vocalista de Aguaturbia) maneja los hilos del tiempo en vivo, el amor incondicional del público con maestría y no le vende humo a nadie. Los Tres se dedican a tocar y eso es lo mejor que hacen.
Un chiste antes de “Hojas de té”, una alusión romántica antes de “Amor violento” y las cuecas clásicas del Unplugged más una que otra sorpresa bastaron para entender por qué la música chilena (la buena, eso sí, sin enojarse) tiene que estar siempre en festivales multitudinarios como Lollapalooza.
Es un elemento de juicio interesante ver a Titae (o a Felipe Ilabaca) tocar bajo al lado de Jeff Ament y notar que no hay absolutamente ninguna diferencia en prestancia con el instrumento ni en el virtuosismo que tanto “wow” saca del público, mitad pelolais de falda corta y barbones tipo comercial de cerveza varios, mitad qué sé yo.
El calor del catálogo suicida de Los Tres (“Tírate”, “Déjate caer”) advirtiendo un comienzo de grandes hits y el cierre con “Tu cariño se me va”, condimentado con la mano ritalín de Angel Parra, la sobriedad y maestría de Titae, la más que correcta actuación del nuevo baterista, fijan un telón de fondo para la afirmación final sobre este show de Los Tres (bastante hermanable con lo que ofrecieron en el último Maquinaria): no están gratis en eventos como este.
¿Qué tiene de malo triunfar en Chile, tocando cueca, revisionando el pasado exitoso y metiendo la puntita con canciones menos célebres pero casi igual de correctas que el repertorio clásico? El sonido de los de Henríquez fue potente y nos tomó de la mano para enfrentarnos a las letras que pasan desde la clásica declaración de intenciones hacia un dictador en vías de extinción, hasta el cover más lindo del pajarón que grita cuál es su nena nena y el error (o acierto) que va a cometer con ella.
¿Faltó? Para ponerse exigente: la patada grunge llamada “Bolsa de mareo”. ¿La zorra? Tocaron “Tu cariño se me va” con más energía que cualquier DJ con orejas de ratón remixeando a RATM al estilo de la imitación que hizo Kramer de Sergio Lagos en Viña. Ctrl+Alt+Supr.
Lo del domingo fue un viaje por Los Tres de ayer, los de hoy y los que parecen jamás extinguirse, sino que estar esperando el momento de que, tal como pasó con Jorge González, se les reconozca el verdadero sitial que merecen en el olimpo de los grandes músicos chilenos.
Mientras eso pasa y jubilan varios colegas picotas que prefieren hablar de cuan bien ubicado está un parlante, en vez de criticar el show desde un punto de vista más horizontal, con el receptor de la crítica (que casi nunca es el artista), miraremos sin comprender las multitudes enardecidas pasar de la pena a la cueca, y de la cueca al amor. Y de vuelta a la pena. Lo que tienen Los Tres con su casa es un amor pulento.
Por Daniel Olivares
20:00.
Deadmau5: escondan la cabeza del DJ
Por Mariano Tacchi
El trabajo de un DJ es atacar los sentidos de la audiencia y ponerlos en trance, hacerlos bailar hasta que no puedan más. Un asunto, si se quiere usar un término siútico, netamente sensorial. El canadiense lo hizo. Con cuática. La cabeza de ratón funciona.
Primera vez que un show electrónico se apodera de uno de los escenarios principales. Primera vez, también, que las cámaras apuntan a tanta mina en hombros.
Primera vez que hay una puesta en escena en exterior tan jugada.
Primera vez que la máscara es más importante que el hombre. Ese era el juego principal. Ahí radicaba todo. Partiendo por la de ojos iluminados hasta la de pantalla LED que terminó proyectando hasta un Cylon.
Pero acá lo importante era la fiesta. Los efectos visuales y la fiesta. El sonido y la fiesta. Lo que fuese, pero acompañado del factor carnavalesco. Por lo mismo, cada vez que Deadmau5 se convertía en Joel Zimmerman la novedad perdía fuerza. ¿Qué hay de interesante en ver tal y cual es a un DJ? No hay novedad en eso. La máscara de ratón es ridículamente carismática, transforma al público en ratitas.
Por eso es que lo visual era tan relevante, ese viaje en ácido del escenario era el centro de todo. Las cámaras, que podrían haber hecho un festín, decidieron tratar de encontrar algún escote generoso (que los había) que decidiera mostrarse, con la ilusión de toparse con una joya como la de A Perfect Circle. Pero no, nada. El canadiense ya iba por “Cthulhu Sleeps” y la gente comenzaba a desatarse. La proyección del dios de la destrucción era irrelevante, en el movimiento estaba todo. La locura lisérgica de “Closer”, “Ghost n’ Stuff” y “Moar Ghost n’ Stuff” terminó por contagiar a los que quedaban más atrás. Brazos en alto, movimientos pélvicos, una versión libre de “Tetris” que se coreaba al ritmo de la onomatopeya.
Pero por lejos lo más alto fue la versión libre de “Killing in the name of” de Rage against the machine, un verdadero delirio. El resto es fiesta. Todo lo bueno, eso sí, estuvo mientras usó la cabeza de ratón. La cara del DJ es irrelevante.
Por Daniel Olivares
21:30.
Steve Aoki: tornado
Por Ignacio Molina
De pronto, en la pantalla, Dennis Lyxzén de Refused: «Can I scream? Yeah!!!». Lo que suena es The Bloody Beetroots & Steve Aoki – “New Noise” ft. Refused. O simplemente Steve Aoki dejando en claro que su electrónica siempre ha estado estructurada desde el punkrock.
Por eso resulta filosa, agresiva, y, por lo mismo, la presentación de este DJ es, por lejos, la que ha generado, emanado, repartido, más cantidad de energía en Lollapalooza 2013: los beats salen disparados y rebotan, unos contra otros, en cada asistente el domo de Parque O’Higgins, estableciendo una sinergia que copa el recinto.
Se trata de un movimiento giratorio que rota de forma violenta; estando su extremo inferior en contacto con la superficie y el superior con las máquinas, los aparatos, los armatostes que manipula Aoki.
Tanto, que cuando Aoki lanza una balsa inflable al público, la tripulante, que se ha subido desde la cancha, navega, literalmente sobre la masa.
Wonderland (2012) es el disco que está pinchando, manipulando en extenso (Steve Jobs, Cudi the Kid, Ladi Dadi, No Beef), esta noche. Se trata de su debut como productor, editado en Dim Mak Records, su propio sello, fundado cuando tenía tan solo 20 años.
De padre japonés, con licenciaturas en Sociología y Estudios de la mujer (Universidad de California), y una propia línea de ropa, Steve Aoki es el reflejo de la postmoderindad: un bastardo de toda la cultura pop. Por eso en sus producciones participan elementos tan disimiles como Rivers Cuomo, Kid Cudi, Travis Barker, Lil Jon o Afrojack.
Elementos, que en medio de este DJ set, son regidos por la lógica de lo improbable. Unidos mediante relecturas, reestructuraciones, re-significaciones que un solo híbrido como Aoki puede permitirse y salir exitoso.
¿Se habrá visto antes, en esta bóveda, tanta gente saltando, feliz, en cancha?
De pronto, en los parlantes, Tiesto & Steve Aoki – “Tornado”. Y el domo, amenaza con derrumbarse.
En cualquier momento va a ocurrir una hecatombe. Y Aoki va a ser el responsable.
Por Daniel Olivares
21:30.
The Black Keys: lo sucio, lo preciso
Por Cristóbal Bley
Son la esperanza, decíamos, del actual rocanrol. Ese que es tradición y novedad, masividad pero también riesgo. Son la esperanza porque lograron el éxito global pero a su manera, sin evidentes concesiones, sin los efectismos tan propios de la fama mundial. Sin un frontman de histrionismo alaraco, por ejemplo, sino con alguien como Dan Auerbach: simple, apasionado pero sencillo. Con lo mínimo dan harto, lo que hoy es casi una herejía.
Lo que sí hay en The Black Keys son dos caras muy contrastadas. Una: la rockera larga, más sucia y aletargada, de canciones que se cabecean y no se tararean, que no se quedan en la cabeza a la primera sino que su gusto es fruto de la repetición incesante. La otra: la popera concisa, con melodías oreja y duración acotada, temas que se bailan y hasta se cantan en familia.
Esta dualidad divide el show con fuerza, y aunque parte con varios hits que levantan a la multitud, luego entra en su otra faceta, a propósito pantanosa, del rock largo manchado con aceite de auto. El público, paciente y respetuoso, en su mayoría sabe que esas no son las canciones que vinieron a ver, pero las mira en silencio, las aplaude, las atiende como corresponde.
La sensación es que este no es un rock de estadios, por más que tengan tres o cuatro hits casi universales mega masivos. Es rock que a pesar de la fama y la gloria todavía debería ser de teatro chico, de gente encima y borracha. Es un rock sin parafernalia, más humilde que pretencioso, y que se ambientaría tanto mejor en la intimidad de un local a escala humano, y no tanto como ahora, con decenas de miles de personas, pantallas gigantes, auspiciadores y fuegos artificiales.
Queda el pronóstico de que si los Black Keys, vivos como están, siguen en esta dinámica grandilocuente y tremebunda, terminarán pronto vencidos por el desgaste y la repetición. Este es un rock, se ve, que estalla en sus momentos más poperos, esos que todos vinieron a ver, pero que exige otro contexto cuando se pone más esencial y primitivo. Como que echa de menos la suciedad.
Las postales
Por Eleonora Aldea
Por Daniel Olivares