Lo del fin de semana no es solo un espacio para el encuentro con los músicos, sino que uno para reflexionar sobre la música popular. Acá Martínez propone a los salvadores del rock de explanadas.
La idea que más me ha sorprendido sobre la música ha sido una que creo haber leído en This is your brain on music (Levitin, 2006), aunque la memoria es frágil y pudo haber sido en Musicophilia (Sacks, 2007). Es más o menos así: «la música occidental se dualizó tal como las ideas sobre el mundo y la mente a partir de Descartes, porque desde el siglo XVII los intérpretes y los auditores se separaron».
Me explico. Cuando una mamá quiere hacer que su guagua que está berreando se quede al fin dormida le canta una canción de cuna, y la guagua participa del rito con sus propios arrullos. Cuando una tribu primitiva quería que lloviera porque estaban cortando las huinchas de sed, todos ellos, al mismo tiempo entonaban una danza musical.
Por eso, el autor que no recuerdo planteaba que esta idea de la «música hecha por todos» cayó en Occidente porque el grado de especialización y profesionalización de los músicos fue en progresivo aumento. Aunque todos podían entonar los villancicos (que es el antiguo diminutivo para los que viven en las villas), solo algunos podían acometer las melodías del barroco. Una de las características clave de esta disociación es el predominio de la melodía (propio de la ejecución virtuosa e individualista) por sobre el ritmo (propio de la ejecución masiva).
Ese fenómeno hizo que apareciera la música selecta donde unos interpretaban y otros simplemente escuchaban.
Carreteando en la taberna
Igual la música popular tardó en avanzar por ese mismo camino. Casi hasta fines del siglo XIX la gente participaba activamente de las canciones. En una era anterior al karaoke, era común carretear yendo a un bar y cantando a voz en cuello, parado sobre una mesa con una botella de absenta en las manos: la “goguette”.
Una “goguette” era, sobre todo a inicios del siglo XIX, una reunión informal de trabajadores cuyo principal objetivo era cantar y beber en una taberna, al inicio de la actividad se realizaba la distribución de los “cantantes” y luego, a lo largo de ella cada uno era llamado a interpretar durante su respectivo turno (Jacobs & Scholliers 2003). Luego el término pasó a designar los locales donde ocurrían estos carretes memorables.
Pero hubo un caballero bien malulo que se hacía llamar el Barón Haussmann, en el París de fines de ese siglo, que decidió acabar con esta práctica: prohibió esos recintos de vida licenciosa que eran las “goguettes” y obligó a que los locatarios tuvieran sus propios shows. Así nació la música popular moderna y su primera estrella: Aristide Bruant.
¿Qué sucedió después? Que la música popular transitó por el mismo camino que la música selecta y hacia los años cuarenta alcanzó su culminación con el jazz.
Musica en el espacio
Con el divorcio definitivo entre la audiencia y los intérpretes ocurrió otro fenómeno en la música popular: el espacio donde se ejecutaba se volvió importante (Prévos, 1991). Había música que era tocada ante unas pocas decenas de personas: el cabaret y el café-concert (uno francés, el otro italiano, a los que habría que sumar quizá los espectáculos de saloon del Old West y el cabaret alemán), que tiene ejemplares eximios en Chile como la Peña de los Parra o el Café del Cerro (Schwenke y Nilo, Santiago del Nuevo Extremo). Había música para centenares de personas: el music-hall (un invento inglés), donde las estrellas eran más inalcanzables y su caso clásico de las últimas décadas es el movimiento Yé-Yé en la Francia de fines de los sesentas (Sylvie Vartan, Jane Birkin, Brigitte Bardot).
Finalmente, en los años setentas apareció un espacio aún más grande, para miles de personas, el estadio. Este dio origen a otro fenómeno, el rock de estadio o “arena rock”, con ejemplares como Styx, Boston, The Police o Queen. Cada uno de estos espacios imponía ciertas restricciones y posibilidades a los intérpretes. Por ejemplo, en el cabaret se podía hacer una música sencilla, con poco acompañamiento, baja amplificación y unplugged, y la estructura musical solía tener, como en la música de Montmartre de Bruant, una melodía básica y largas estrofas de corrido. El arena rock, en cambio, favorecía el uso lo más reiterado posible de los ganchos musicales (hooks), mucho más reiterativos que en las canciones pop o rock tradicionales (herederas del Tin-Pan-Alley de Nueva York de fines de los 1800s), al mismo tiempo que un predominio de los instrumentos como la batería, el bajo o la guitarra.
Explanada Rock
En los últimos años, sin embargo, ha aparecido un espacio, aun más grande que el estadio o la arena, uno que es capaz de albergar no a miles sino que a decenas de miles de personas, incluso a centenares de miles. A este espacio lo llamaremos “explanada”.
El “explanada rock” tiene por propiedad principal el dominio absoluto del ritmo o la percusión. Ello porque, a diferencia de todos los otros espacios (cabaret, music-hall, arena), por las condiciones acústicas del lugar donde se realiza, la melodía se tiende a perder, diluyéndose en la medida en que uno se aleja del escenario. Y eso es la muerte del dualismo.
La imagen del rockstar como esa figura masculina que es el centro de atención de los fans se disuelve en la explanada y solo queda el ritmo como propiedad musical que articule lo que está sucediendo. Con los hooks tiende a pasar lo mismo. Y eso es la muerte del rock, como última encarnación de la música occidental.
Es curioso, visto a la distancia, lo que originó el rock fue una especie de vuelta al pasado, al tiempo en que no existía el dualismo cartesiano musical. El rock incorporó la percusión como su mayor aporte, pero eso atentó contra la melodía y contra la especialización. Vuelto en gloria y majestad, el ritmo del rock era su virtud y la manzana envenenada que acabaría por matarlo, porque la figura de la estrella terminaría cediendo ante la irrupción de la masa. Eso es lo que pasó en Woodstock, el primer recital importante de explanada de la historia. Eso es lo que ocurrió en los noventas con las raves.
Math-Rock for the Masses
Visto así, y habiendo presenciado 32 shows de Lollapalooza (uf!) el fin de semana, se me ocurren varias cosas. La primera es que la idea general del festival es brillante: hay en él espacios tipo cabaret (Kidzapalooza), tipo music-hall (la cúpula Movistar), tipo arena (Playstation Stage) y finalmente tipo explanada (Claro Stage y Coca-Cola Stage). Y la gracia de la selección de intérpretes pasa también por el escenario que les dieron.
Pero, cuando se observan los shows de la explanada del Parque O’Higgins (tuve la suerte de verlos todos), como que da la sensación de que a todas las bandas esta explanada les quedaba como poncho. Sí, incluso a QOTSA, a Pearl Jam y a The Black Keys, todos a las finales, músicos de estadio.
El único espectáculo de los dos escenarios de explanada que realmente fue de explanada fue el de Deadmau5. Pero sobrevive la impresión de que si finalmente esa es la salida, el rock ha fallecido producto de su propio éxito. Joel Thomas Zimmerman no es un rockstar, es un simulacro.
Hubo otro espectáculo que pudo ser de explanada y creo que Perry Farrell y el resto de los organizadores se cayeron al ponerlo en el escenario menos cuidado de todos (Playstation Stage): Foals.
Creo, luego de haberlos visto, que ellos pueden ser —perdón por el exabrupto— la salvación del rock. Su show es uno que produce el “efecto explanada”, gente incorporando física, corporalizadamente, la música. Los asistentes estaban como en trance, capturados por un ritmo que parecía diseñado acústicamente para provocar una reacción en la masa, el regreso de la tribu.
¿Por qué la salvación del rock? Porque Foals logra lo mejor de los dos mundos del dualismo musical del que estamos hablando: es una música que depende del intérprete por su complejidad composicional y de performance, pero al mismo tiempo que diluye, por el uso rítmico, la separación entre intérprete y audiencia, sin ser Woodstock y sin ser una rave: math-rock for the masses.
De este modo, lo que a mí me queda claro tras los dos intensos días del fin de semana, es que Lollapalooza no es solo un espacio para el encuentro con los músicos, sino que uno para reflexionar sobre la música popular, sus callejones sin salida y sus puertas de escape.