La noche del sábado Japandroids puso la cuota de descontrol que muchas veces le falta a los conciertos con ambientes más onderos.
Cuando entré al Cinearte Alameda, la cosa pintaba negra. Por alguna razón, lo único que se veía en un inicio era gente bonita, cool y bien vestida, hablando entre ellos como si estuviéramos en un evento de páginas sociales. Definitivamente no calzaba que un grupo como Japandroids estuviera a minutos de tocar en el lugar. Claramente no me llegó el memo de vestuario de pitillos y camisa, porque con mi polera de Superman definitivamente desentonábamos.
El cine también demostraba ser una mierda de lugar para hacer conciertos. Improvisado, con cero ambiente, y el escenario bajísimo, casi al nivel del público, generando un problema serio para todos los que medimos 1,70. Durante gran parte del show me tuve que ir al segundo piso, porque consideré que era un crimen no ver en acción a David Prowse, uno de los bateristas más talentosos de la actualidad.
Finalmente, cuando el dúo canadiense entra en escena, el panorama cambia. Es como si toda la tropa de gente cool desapareciera, y tomara su lugar una masa incontrolable de moshing, sudor y crowd surfing. Japandroids estaba en escena, y frente a ellos, la energía que su música merecía. Al igual que en sus álbumes, con solo una guitarra y una batería, el grupo conseguía un sonido brutal, que a pesar de su alto volumen nunca se escuchó saturado ni plano. Era una verdadera explosión sonora, el ruido abrazador de una banda mucho más numerosa, comprimido en dos personas.
Tras un comienzo que desató el descontrol de los asistentes con “Adrenaline Nightsift” y “The Boys Are Leaving Town”, el guitarrista y vocalista Brian King afirmó que esas habían sido solo las canciones de calentamiento, como si no hubiera quedado la cagada desde que golpeó por primera vez las seis cuerdas. Pero de cierta manera tenía razón, porque con cada tema que pasaba, Japandroids apretaba más el acelerador. Estallidos totales de energía se vivieron con “The Night of Wine and Roses” y “Rockers East Vancouver”. Después de esta última, King hizo gala de la famosa buena onda canadiense, y repartió botellas de agua al público, afirmando que iban a bajar la velocidad un rato para que descansáramos con “Continous Thunder”. No pasó así. A pesar del ritmo lento de la canción, el movimiento de la gente no paró.
En vivo Japandroids representó el mismo espíritu de sus álbumes, un sentido de urgencia de aferrarse a la juventud, y celebrar como si no hubiera mañana. Esa idea de que la mayor rebeldía punk es el ser joven, y con eso basta. El peak de la noche se vivió con himnos como “Younger Us” y “The House That Heaven Built”, los dos cortes que mejor representan Celebration Rock, el álbum que se encuentran promocionando, y uno de los mejores discos del año pasado. El setlist tradicional de los canadienses indicaba que “For The Love of Ivy” cerraba la fiesta, pero King y Prowse decidieron tocar una más, y despacharon “Crazy/Forever”.
La nota negativa la puso el lugar y el contexto. El concierto siguió esta tónica de mierda de los recitales más pequeños del último tiempo en Chile, de querer transformar el evento en un carrete. Poner de hora de inicio en la entrada las 21:00, cuando era sabido que Japandroids salía al escenario a la 1am, era solo invitar a taquillar y hacer vida social un sábado por la noche, cosa que podían hacer en cualquier maldito club o discotheque de Santiago, sin la necesidad de ocupar espacio en un recital. Si bien la gente que finalmente se dedicó a solo tirar pinta fue la de menos, igual era molesto ver permanentemente a personas ubicadas al fondo del lugar conversando y comprando copete.
Durante harto tiempo estuve parado al lado de una mina extremadamente arreglada y su pololo, que se abrazaban estáticos como si nada estuviera pasando frente a ellos. Solo se movían para agarrar. Durante cada silencio, la mina gritaba pidiendo un tema en específico, siempre el mismo. No logré distinguir cuál era, pero estoy bastante seguro que no era una canción de Japandroids.
El otro extremo se vivió con algunos que parecían más enfocarse en hacer moshing permanente, y que rara vez se les veía mirando efectivamente el escenario o escuchando la música. Hacia el final por supuesto que dos tipos se pusieron a pelear (creo que discutían a quienes su papá les había pegado más cuando chicos) lo que desató la molestia de Brian King quien dejó de tocar hasta que la cortaran con la cuestión.
Por suerte, esos parecieron ser los menos. La mayoría se dedicó a vibrar con la música. Japandroids le puso la cuota de descontrol que muchas veces le falta a estos conciertos más onderos. Fue un debut intenso y que cumplió con creces, dejando en claro por qué son una de las bandas más prometedoras del último par de años. Pero por favor, nunca más un recital así en el Alameda.