Las dos temporadas de Black Mirror son breves, pero avanzan con la rapidez propia de un timeline de Twitter luego de la muerte de un famoso. Son seis historias independientes unidas por la sombra de la tecnología.
Estoy encerrado terminando de ver Black Mirror (2011). Se acaba el sexto capítulo, la pantalla se va a negro y ahí está la razón del título de la serie de Channel 4 —responsable de maravillas como Skins (2007), Misfits (2009) y Utopia (2013)—: espejo negro. Lo que nos encontramos en la pantalla de nuestros smartphones, computadores y, por supuesto, televisores. Un espejo que según el drama de Charlie Brooker, nos llama a detenernos, observar y notar que estamos jugando con fuego.
En Black Mirror lo central es la tecnología, sus efectos o la resaca que nos provoca. También, como sus avances potencian sentimientos tan humanos como la desesperación, el sentido de pertenencia, los celos, la traición, el odio y el arribismo. Ya lo vimos de manera perfecta en The Social Network (2010). El escritor y cineasta Alberto Fuguet decía en una crítica a la cinta de David Fincher que el mayor impulso de mi generación «no es tanto llegar sino vengarse, saldar cuentas y llegar».
Por lo mismo, la serie británica narra la historia de los efectos secundarios de esa violenta llegada posterior a la venganza. Una especie de spin off retorcido y paranoico de las armas con que creció mi generación. Pareciera que alguien abrió la caja de pandora y ahora es imposible detener sus efectos porque se alimenta de nosotros, de nuestro malestar, de lo peor que tenemos pero que, a la vez, parece ser nuestra mayor virtud.
Habla Charlie Brooker, el creador: «No se trata de imaginar un futuro distópico, sino de adentrarse en ese terreno fronterizo en el que las cosas más insensatas son posibles. Indagar en las secuelas de esa droga que es la tecnología. Es una serie sobre su influencia en nuestras vidas, pero no es un panfleto antitecnológico. No aparecen robots malvados… Es algo mucho más cercano y probable.»
Las dos temporadas de Black Mirror son breves —tres capítulos cada una—, pero avanzan con la rapidez propia de un timeline de Twitter luego de la muerte de un famoso. Las seis historias son independientes, lo único que se mantiene es la sombra de la tecnología como un catalizador de algo siniestro.
¿De qué van algunos de los capítulos? 1) La princesa Susannahh de Gran Bretaña ha sido secuestrada («La princesa de Facebook»). Sus captores advierten en un video colgado a YouTube que sólo será liberada si el Primer Ministro tiene relaciones sexuales con un cerdo en cadena nacional. 2) Somos capaces de almacenar todos nuestros recuerdos en un chip que tenemos en la cabeza y revivirlos a control remoto. Las vivencias —buenas y malas— adquieren nuevos significados cada vez que aprietas rebobinar y están al alcance de cualquiera: un futuro jefe, tus amigos o tu novia.
¿«Una parábola retorcida en la era de Twitter», como dice la promo de Channel 4? ¿Ridículamente cercana a lo que vivimos hoy en día? o ¿Lo que podríamos llegar a vivir si seguimos 10 minutos más siendo así de torpes? Finalmente, Black Mirror le quita cualquier épica a la tecnología. La misma que tenía, de manera algo terrible, The Social Network. La convierte en algo solamente triste. Y ya no hay vuelta atrás.
La serie de Charlie Brooker parece querer gritar lo mismo que Charlton Heston en esa mítica escena de The Planet of the Apes (1968): «Finalmente lo hicieron, ¡Maniáticos! ¡Lo arruinaron todo!».