En su programa Cultura Sagrada tiene velocidad para moverse, pero es lento en establecer confianzas. La credibilidad es un don en extinción.
La primera vez que lo vimos fue en Mega, en una sección del programa La Ley de la selva, conducido por Lindorfo Jiménez. Después fue en Sin Vergüenza, de Chilevisión, educando acerca de técnicas y ritos de sobrevivencia en el desierto chileno. Corría el año 2011 y no hace mucho habían estallado en la televisión los realitys como Pelotón, apológicos a los juegos militares, a la sobrevivencia bajo la moral inquebrantable; en fin, a jugar a ser milico y todas las implicancias sociológicas que involucraba esto en la sociedad chilena. En ese contexto, el periodista Claudio Iturra, a la manera de Bear Grylls de Discovery Channel, continuaba la inercia imitativa de la fórmula televisiva: jugar a ser Rambo, educándonos a sufrir con honor, recolectando caquita para comer, insolándose hasta el desmayo, buscando la inanición y quizás morir en un delirio religioso como Gógol.
Cuando estos programas al fin vieron la muerte, Iturra persistiría con cápsulas de la misma índole y produciendo incluso realitys como Año 0 y Mundos Opuestos, siempre en el segmento de entretención. Pero ahora ha cambiado de vocación: ya no más entertainment animalista y, lejos de crucificar libélulas en una plancha de corcho, o enseñarnos a meternos el abdomen de una oruga en la boca, es el conductor de Cultura Sagrada, en Canal 13 cable. Este es un programa de registro de viajes, donde Iturra enfrenta tanto a cocodrilos salvajes y hambrientos leones como a los «humanos» más peligrosos, a lo largo de la cartografía safaresca de Kenia, Madagascar o India.
Si desde antes de esta, su nueva puesta en escena en Canal 13 cable, ya lo observábamos con dudosa credibilidad, ahora nos resulta no sólo poco creíble, sino además desquiciado a la hora de interpretar a un periodista de viajes. Es que este personaje tiene un comportamiento extraño, un tanto desviado, del que no sabes si reírte como un tonto hipócrita o seguir mirando incrédulo, esperando el desatino inoportuno, la chambonada extemporánea.
La primera aparición en Cultura Sagrada nos fue develada algo así —pensaremos ingenuamente— como un arrebato de histrionismo actoral: recorriendo las calles de Calcuta, en la India —ciudad donde efectivamente existen brotes de lepra—, Iturra se hizo una pequeña herida en el dedo y, entre un arranque de paranoia o ignorancia, se comportó como si estuviese en una película apocalíptica de zombis leprosos. Todo un Rambo, sabiendo que la lepra se contagia via oral y nasal, y además, con personas que tengan una predisposición genética particular. Lo de Rambo, por otro lado, no es sarcasmo. Así se lo encuentra en su cuenta de twitter, más precisamente: “rambito”.
En otra ocasión, ya tristemente célebre en foros en Internet, en un pobrísimo pueblo de África, se acercó a un grupo de niños africanos esqueléticos, apenas vestidos, pero que lucían una gran sonrisa rota. Les dijo que él era como un extraterrestre para ellos y que venía bajando de la luna, en un idioma que no entendían. Los niños sonreían inocentes. Sin embargo, para cualquier televidente la escena fue desconcertante. Era el torpe intento de Iturra, una bufonada sin gracia, para explicarnos que estos niños vivían aislados del mundo occidental. Pero lo hizo desde una mirada acanallada, occidentaloide, como experimentada por un chico boyscout con poca preparación empírica, escasa educación antropológica o, en este caso, genuina vocación periodística.
Pero no es sólo eso. El señor Iturra se descontextualiza a sí mismo con su llamativa apariencia: look playero, gafas de sol flúor, poleras de colores chillones y choco noventera. El contraste que genera parado entre la opacidad y precariedad de las geografías más extremas de la tierra es indisimulable. Los niños africanos del pueblo perdido en África tenían razón de verlo como un marciano.
«En mi computador tengo el mapamundi. Lo abro todos los días y digo ‘¿dónde voy?’. He recorrido muchos países, así que voy cachando dónde no he ido, qué culturas no he conocido. Me meto en ese tema; por ejemplo, las tribus de África. Googleo, veo videos, armo mis viajes. Cuando están listos, los meto a una planilla excel y los vendo», declaró a un conocido periódico, dando la fórmula del éxito.
Es que este periodista y productor ejecutivo, entiende muy bien el negocio. En ese sentido es astuto. Es capaz de montar un spot de mercadotecnia con tribus ancestrales en Namibia. En un episodio, se arrimaba a un incrédulo autóctono, parado junto a su bicicleta, y comenzaba a rociarlo con un spray repelente de mosquitos. «Para la malaria y el dengue, compadre», repetía y seguía, ante un poco entusiasta promotor. Después anunciaba el producto. Lo mismo con otros auspiciadores del programa, que resultan —ya sabemos— imprescindibles para su supervivencia. Pero esto no es discutible.
Lo que perturba es la desafectada y desprolija manera de abordar a las personas. Tiene velocidad para moverse, pero es lento en establecer confianzas espontáneas, en crear complicidades. Sabe y dice que es importante contextualizar, sin embargo, es confuso. Quizás todo tenga que ver con el manido “ángel televisivo”. La credibilidad es un don en extinción, y es posible que este personaje sea mejor produciendo y vendiendo experiencias que experimentándolas. Lo cierto es que, después de ver los programas sientes, si es que llegas al final, que el descomunal despliegue técnico y logístico para aterrizar en lugares inobservados para mucha gente, y filmar los colores sagrados de costumbres milenarias, es desperdiciado por un conductor frívolo y yuppizado, que se convierte sin quererlo en la herejía del programa Cultura Sagrada, a la manera de un comerciante de turismo pobreza.