Sobre el debut de los canadienses y uno de los puntos altos en la historia del festival Lollapalooza en Chile.
20:00 horas en punto, el escenario cocacola se apaga y comienzan a subir los doce músicos que Arcade Fire utiliza en escena. El público estalla al ver movimiento en el escenario y comienza a sonar la base de “Reflektor”, tema que nombra a su último álbum.
Estos segundos y los minutos que seguirán son los que cualquier fanático de la música que esté aquí, en la explanada del Parque O’Higgins, debe atesorar para siempre. Porque este inicio es el principio de un capítulo histórico y fundamental de los conciertos que han pasado por Chile, en toda su historia.
Win y Will Butler, Richar Reed Parry, Tim Kingsbury, Jeremy Gara y, por supuesto, Régine Chassagne: todos están ahí.
Frente a nosotros, la banda más importante de toda la generación que creció en el nuevo milenio.
No es la primera banda o artista que aparece aquí estando en su pico artístico y de popularidad. Ya en la primera edición de Lollapalooza Chile, Kanye West daba una de sus contadas presentaciones promocionando My Beautiful Dark Twisted Fantasy (2010), un álbum que definiría el hip hop (y la música) de los próximos diez años. Foo Fighters llegó con Wasting Light (2011), probablemente su trabajo más completo. Y The Black Keys, a pesar de un concierto de manual, se presentó siendo una de las bandas más importantes después de la separación de The White Stripes.
Han sido años de momentos imborrables, pero hay un aire distinto en lo de Arcade Fire.
Pueden ser los tintes electrónicos con los que juguetea la banda hoy en día, o quizá la convocatoria, de mediano impacto para un headliner, lo que permite un ambiente controlado.
A diferencia de otros shows, en los que la mayoría son curiosos que aplauden entre canciones, acá lo que hay son fanáticos, dispuestos a cantar cada canción y saltar con cada golpe de batería. Es una fiesta musical, en su máxima expresión. Hay un aire —una expectativa, un nervio— que promete ser el momento cúspide de un camino de cuatro años.
Arcade Fire parece haberse formado para estar en un festival, tocando frente a una explanada de gente coreando sus temas. No por nada el auge del formato coincide con la aparición del grupo, parte de una camada de artistas que hizo de eventos como Lollapalooza, en Chicago, algo tan popular hace casi una década. A estas alturas, y sin perder vigencia, los canadienses tienen músculo en estos escenarios: Glastonbury y Coachella son patios conocidos, y este debut en Chile sigue esa historia de escenarios multitudinarios y una épica que pocas bandas alcanzan.
Es en estas condiciones donde este grupo de músicos multi instrumentitas puede explotar sus posibilidades.
Ya al principio del show, “Power Out” y “Rebellion (Lies)”, después de la inicial “Reflektor”, le dan un estallido tempranero a un setlist que se anuncia perfecto. Win Butler tiene una década como maestro de ceremonias, y esta performance demuestra sus credenciales. Cercano con el público, sin necesidad de excederse en discursos, lidera a su banda al tiempo que conecta con la audiencia, de una forma que pocos antes lograron en esta edición del festival. «Hay un Denny’s en la esquina de nuestro hotel. Como representante de la cultura norteamericana, me disculpo», bromea, antes de empezar una brillante interpretación de “The Suburbs”.
Cada nota que interpretan los de Montréal, desde los seis músicos principales hasta la numerosa banda de acompañamiento, se escucha con una claridad increíble. Y las imágenes en las pantallas y las secuencias de luces transforman todos los temas en una experiencia artística completa: La vista y el oído se funden en un solo sentido.
Vamos de un momento imborrable a otro. “Tunnels” sale hermosa, y “No Cars Go” enciende un inesperado karaoke.
Suena “Intervention”, una sorpresa bienvenida considerando que el material de Neon Bible, de 2007, no aparece tan seguido en sus shows.
Justo antes del encore, viene un trío de interpretaciones de altísimo nivel. “Afterlife” evoca toda la emoción que debería tener una canción en vivo, y luego “It’s never over (hey Orpheus)”. Uno de los temas más difíciles de acceder del Reflektor, que en vivo toma una nueva energía: Butler y Chassagne la cantan a dúo, con ella en el escenario B, ubicado en medio del público, añadiéndole dramatismo a la trágica historia que cuentan. A continuación, Régine en su estado de gracia con esa maravilla llamada “Sprawl II (Mountains beyond mountains)”, un momento altísimo en cualquier concierto de Arcade Fire.
Todo se congela: la fiesta de la cantante es lo único que existe alrededor.
Tras una pausa, donde la gente que no sabe cómo funciona un concierto se empieza a ir o a preguntar si terminó, entran los característicos Bobbleheads de la banda, que se introducen como “Los Reflektors”, preguntando si está Johnny Marr en el público. «Esta canción es para él», dicen, mientras suena por los parlantes una versión en español de “There is a light that never goes out”, de The Smiths, que desata una carcajada masiva. La banda vuelve e inmediatamente toca “Normal Person”, esa genial apología a la rareza que se transforma en el momento más rockero de la noche. Luego, el estallido con “Here Comes The Night Time”, y el ritmo caribeño lleva la emoción contenida hasta una explosión final de papel picado volando por todos lados.
Después de eso, sabemos lo que viene.
«Esta es nuestra última canción». Mi pulso se salta un latido cuando Win Butler pronuncia esas palabras. Empieza la coral “Wake Up”, el mayor himno de festivales que se pueda concebir. Dejémoslo, mejor, en el mayor himno que se pueda concebir. Punto. Porque fácil entra a lo más importante de la historia de este festival en Chile, donde se siente una genuina y absoluta unión con la banda. Realmente no hay más pensamientos. Arcade Fire es todo. Olvidamos por un segundo que Soundgarden está a minutos de debutar apenas unos metros más allá. Olvidamos por un segundo que aún queda New Order. La cabeza vuela entre los gritos y ese coro inolvidable y onomatopéyico de miles de voces.
Arcade Fire abandona el escenario dejando una huella importante. Una vez que la cabeza se enfría, que el confeti se acumula en el suelo, que la gente empieza a migrar y que el cerebro te recuerda que estar parado horas en un festival se traduce en un horrible dolor de piernas, también viene una sensación agridulce. La experiencia podría haber mejorado mucho si los canadienses cerraban alguna de las jornadas, permitiéndoles un poco más de tiempo sobre el escenario. Parece que la nostalgia noventera de Soundgarden y Red Hot Chili Peppers se comió a la vigencia de Arcade Fire (y la de Nine Inch Nails, que con más de 20 años de carrera siguen presentes en el mapa musical). Corre el rumor que los canadienses también cobraban más por el privilegio de que “Wake Up” fuera el soundtrack del cierre de este festival.
Ya no importa. Pasó y queda ese calor interno de haber presenciado algo histórico, pero aún si eso no fuera un factor, fue un concierto impecable. La música es emoción, es actitud y es comunión. Arcade Fire fue todo eso y más.