En su primer volumen de cuentos, el escritor Álvaro Bisama le saca punta a once personajes terminales y solos: Los muertos.
En su primer volumen de cuentos, Bisama dirige un coro de personajes camino al despeñadero. Once voces urbanas y aplastadas. Pequeñas historias con la moral No future y una especie de marginalidad en varias capas. Distinta al aura más política de sus dos novelas anteriores (Estrellas muertas y Ruido) y más cercano al universo apocalíptico de su debut Caja Negra —«donde el mundo se acaba cincuenta veces»—. Los Muertos son personajes vivos pero extraviados, que parecen pedir compañía mientras están solos. Monólogos que suenan como un delirio, con death metal de fondo y el reflejo de la ciudad en sus miradas, como el tipo lleno de marcas de la tapa: Okupas que explotan transportando sus propias bombas (“Death Metal”). El rompecabezas del crimen y el cuerpo descuartizado de Hans Pozo (“Pozo”). O un adulto con problemas de seducción que termina jugando rol con adolescentes (“La dieta del orco”). Escenarios plantados como señales de reconocimiento. La cartografía de un Santiago observado desde la calle, pero también desde el destello del televisor. Podría ser el noticiero central de Megavisión. Podría difuminarse el límite entre humor negro, mal gusto y la crudeza de lo violento.
Algo tiene el entre líneas de Los Muertos. Algo político. Una certeza del dolor y la estática del solitario. Algo que cargan los personajes, tomados de distintas calles interiores de la mayor provincia de Chile, y es viscoso y estremecedor. Ya en el relato Póser —incluido en el libro Machetazos. Todos mueren (2013, Ediciones B)— que Bisama destruye la crónica del asesinato del cura Faustino Gazziero a manos de Rodrigo Orias, un joven metalero que —en su ficción— creció entre animales mutilados, el llamado del diablo y Castro como escenario esotérico. Los Muertos parece retomar ese ejercicio de explotar los límites del aislamiento.
Todos sabemos que más interesante que la literatura fantástica y escapista de orcos y elfos, son los lectores de literatura fantástica y escapista de orcos y elfos. Pura grisura y desqueja de personajes que tienen nada más que tiempo. El tiempo como un bien raro. Lo controlan. Lo retuercen, lo vuelven incierto. La cajera de supermercado que se corta mientras espera a que el cielo se convierta en electricidad (“Remix”). La chica que cuenta los segundos con pastillas y vodka chileno —«el insomnio tiene eso. Quedas atrapado en un lugar que no existe»— (“Ciento setenta y dos mil ochocientos segundos”). El adolescente que se fue del pueblo a la universidad y terminó en pedazos por una molotov —«¿A quién se le ocurre ir a poner una bomba en bicicleta? ¿A quién se le ocurre comer tallerines con carne de soya?».
Ya al comienzo de Los Muertos se establece el tono de locura y delirio que envuelve al libro completo. «Mami, / la próxima vez / no manches por favor / mi cepillo de dientes / con sangre», dice el epígrafe tomado del feroz poema “Recado bajo un magneto en un refrigerador Crosley” de Gonzalo Millán. Son distintas formas de la misma violencia. O ultraviolencia. La desesperanza como voces tristes y extrañas, pero cotidianas. No lo dice pero tampoco es necesario decirlo. Un recuerdo puede diluirse en el tiempo y dejar solo la sensación. Alguna vez Nona Fernández escribió: Un recuerdo puede borrarse a punta de calmantes, ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, terapias, exceso de trabajo, mucha vida social y ocupaciones, pero hay cosas que se anclan a la memoria y que permanecen ahí esperando que uno tenga el valor suficiente para bucear en ellas.
«Yo bebía pisco con jugo en polvo, las cosas que te tomas a los 14 años», dice el narrador de “Noize”, el penúltimo relato. «Lo vomitaba todo antes de volver a mi casa. Mi padre no se daba cuenta. Mi generación está hecha de eso, de padres que no se dan cuenta», remata como una metaficción de la Generación X y el suicidio de Cobain. Pura decepción de un personaje terminal, solo, encerrado afuera de la muerte.
Los Muertos
Álvaro Bisama
Ediciones B, 2014
150 p. — Ref. $10.000