El aborto se nos ocurre a todas. Ahora, 40 lucas o 4 palos, he ahí la diferencia.
Miles lo han pensado, muchas menos lo intentan y otras cuantas tendrán que darle cara a futuro. Con y sin ley, con médicos o sin ellos, yendo a la cárcel o pasando piola. En los padecimientos del género, el aborto se nos ocurre a todas. En los padecimientos de la clase, solo algunas pueden alcanzarlo.
Siempre he pensado que tener vagina y crecer en Chile es muy violento. A estas alturas la historia es conocida, pero el retroceso de nuestras leyes obliga a mencionarlo: ningún método anticonceptivo es tan eficaz como la abstención y los jóvenes no tenemos sexo solo para procrear. Por ende, desde hace miles de años, tenemos un problema.
Las guaguas, en general, solo crecen en las guatas de las mujeres. Se aparecen como un torbellino de culpa, preocupación y miedo que hace mierda las relaciones y los planes a futuro, especialmente cuando de niñas se trata. Los viejos se decepcionan y los amores se pudren. Pocos miedos atacan a la mujer con tal intensidad como la posibilidad de un cabro chico no deseado: no se puede dormir, no se puede comer, dan ganas de hacerse un harakiri. Desaparecer, sacarse la chucha o cualquier cosa.
Una guagua en el vientre de una pendeja que no desea tenerlo, no es una bendición y no lo será solo por nacer, aunque alrededor la ira familiar se ablande con el tiempo. Cada una, bajo sus propios miedos, vive una auténtica tortura en esos días entre el atraso, la confirmación y las decisiones. Abortar o no, mover una mano en Internet, leer las horribles cosas que cuenta la web al respecto y hacer de tripas corazón, como nuestro género acostumbra.
Mueran de viejos
No sé cómo se llamará, pero al igual que varias, quisiera apañarla. A muchas nos dolió un poco el corazón cuando supimos que estaba en el hospital, con apenas 17 años, y que el sapo del doctor la acusó a los pacos. Ella está a punto de morir y el hueón llama a los pacos para que vayan a su casa, dejen la cagada en su familia y revuelvan todo en búsqueda de un feto. La evidencia para mandarla a la cárcel, si es que sale viva.
A ella, todo le salió mal. A mis amigas les salió todo bien. Dos abortaron con misoprostol, en más de una ocasión, siguiendo los consejos de las feministas que instruyen al resto, en ese bello ejercicio de solidaridad asfixiado por la ley. Sangraron y sangraron, se asustaron, expulsaron un coágulo y luego, haciéndose las locas, tuvieron que ir al ginecólogo a decir que sentían algo extraño. Entonces, les dijeron que habían tenido un aborto y, por si hasta el momento no hubiese sido suficiente, debieron someterse a un raspaje.
El riesgo, en todo caso, sigue siendo el médico sapo y pechoño que decide, más por moral que nada, llamar a la policía. La clave, dicen, es ir a una clínica privada. Pagar caro y evitar ser acusada por los profesionales de la salud pública, cruzar los dedos por un médico progre en la Santa María o la Clínica Las Condes. Mis amigas tuvieron las lucas necesarias, aunque la mayoría no las tiene.
Cuando se es pobre y pendeja, eso sí, muchas de estas opciones desaparecen. De la cabra que yace desangrada e inconsciente en el Hospital Luis Tisné, en Peñalolén, no sabemos más que su calle: los colegas de Publimetro se encargaron de publicar hasta el número de su casa, sin asco, no sé con qué objetivos. No hay chuchada que valga menos la pena que otra cosa que decir al respecto: la dictadura nos dejó llenos de sapos.
Corazones rojos
A Chile le gusta hacer vista gorda: cerca de 40 mil abortos clandestinos al año lo comprueban. El mundo pechoño, minoría del país, sin embargo, tiene los bolsillos lo suficientemente grandes para mandarnos a tener cabros chicos sin parar y traumar nuestra infancia con videos de fetos destrozados en el colegio.
En primero medio, mientras mis compañeros jugaban a la pelota, la profesora jefe se daba un festín de moral con nuestra adolescencia. Nos mostraba fotos de penes infectados por terribles enfermedades venéreas y sesiones de abortos televisadas de fetos siendo desgarrados, miembro por miembro, en el útero de alguna mujer. Abstinencia y sumisión sexual era el mensaje.
Bajo la cultura del miedo, las mujeres pobres que nacimos por acá vivimos mes a mes la posibilidad de enfrentarnos a un aborto. Tomando pastillas o usando preservativos, somos muchas las que aún no tenemos planes de ser madres y tendremos que lidiar con la clandestinidad para defender nuestra soberanía. La única que nos queda sobre nuestros cuerpos, arriesgando la cárcel, la muerte y la condena social que pesa sobre las abortistas.
Otras, sin embargo, seguirán cayendo a las clínicas de los barrios altos de Chile por dudosos apendicitis. Arropadas por las garantías de la clase, fuera del país, algunas jovencitas de nariz respingada se librarán del problema para volver al hogar, sanas y salvas, sin médicos sapos, sin pacos en su casa y sin fetos en una bolsa de evidencia policial.
40 lucas o 4 palos. He ahí la diferencia, hermanos míos.