Esta presentación fue leída en el lanzamiento de Flores nuevas (Montacerdos editores, 2014) del escritor cordobés Federico Falco.
Esta presentación fue leída en el lanzamiento de Flores nuevas (Montacerdos editores, 2014), del escritor cordobés Federico Falco.
Hace unos días, cuando terminé de leer Flores nuevas, llamé a mi madre por teléfono. Mami, ¿existen los pueblos Cruz del Eje, Quimilí, Ojo de agua, Sumampa, Añatuya, Monte Buey, Telares, General Cabrera, Tartagal, Coronel Isabeta, Deheza, Olaeta, Charras, Villa Granado, Los Terrales, Almirante Constanzo y Tapalcán? Mi madre me iba diciendo ese sí, ese no estoy segura, ese claro que sí, ese por supuesto, ese quizás, ese sí, sí, sí. Resultado: la mayoría de los nombres le decían algo a mi madre cordobesa, existían en su registro memorioso de infancia al otro lado de la cordillera. Tu abuelo visitaba esos lugares, me dijo al final mi madre. Porque mi abuelo —su padre— era oficial de correos en Argentina y vivía con mi abuela en Morteros y andaba de un lado a otro por estos pueblitos del interior que a mí, ahora que los veía en el papel, en los cuentos de Flores nuevas, me sonaban tan fabulosos y al mismo tiempo tan familiares. Eso es, pienso ahora, lo que tienen los cuentos del cordobés Federico Falco, más allá de la referencia biográfica y de las ramas que acabo de tender para iniciar este comentario. Lo que transmiten los cuentos de Falco es una sensación de familiaridad; de trasladarnos a un universo habitado simultáneamente por lo real (la Argentina de provincia) y lo imaginario (el universo Falco). De hacer pie, si se quiere, en la memoria para tomar vuelo hacia la invención.
En las ciento sesenta y cinco páginas de este libro hay solo dos menciones explícitas a Buenos Aires: la primera para referirse al lugar de donde proviene un paquete recibido en el pueblo. Y la segunda para aludir al lugar donde huye un personaje. La capital como un lugar remoto, casi un espejismo. Los cinco cuentos que integran estas Flores nuevas comparten aquel escenario de la provincia argentina, pero más que la locación geográfica pienso que es el paisaje humano del interior el que verdaderamente los aúna. La atmósfera, el silencio, una cierta quietud que parece agitarse con furia ciega en sus profundidades. Falco construye (y es importante acá la palabra «construcción») un territorio propio, un universo cerrado y a ratos asfixiante. Y sin embargo un espacio amplio, sin atajaderos. Como si el encierro tomara la forma de una corriente de aire que chupa a sus habitantes hacia adentro, hacia su propio interior turbulento. A veces queda la sensación de que este libro, más que escrito, hubiera sido alumbrado por un foco movedizo, con filtros que se van amoldando a los estados anímicos de los protagonistas y del paisaje.
Escuchen (lean) un par de fragmentos al azar:
-Página 97: «Un monte bajo y greñudo cubría el cerro como una manta de pelusa crespa. Eran puros espinillos llenos de líquenes y pajonal».
-Página 103: «El polvo dorado de la tarde flotaba a su alrededor». Y más adelante: «Era la oscuridad lechosa de un amanecer de invierno (…)».
Es bajo ese cielo, atravesados por esa luz, encajonados por las montañas o cercados por la aridez de la llanura, que se mueven los personajes de estos cuentos. Un elenco que parece toparse de historia en historia, de Renault 12 en Renault 12, de sierra en llanura: los habitantes de un mismo universo falconiano, si cabe la expresión. Seres a la deriva, más bien callados, de bajo perfil, que están un poco perdidos, que huyen, que vuelven, que acaso se sienten extranjeros en los lugares que habitan. Gente que duerme siesta, muchachos que hacen la cimarra, adultos que se equivocan, adolescentes suicidas, familias desmembradas, mocosos que se creen grandes, emigrantes italianos, ancianos que pierden la cabeza, hijos, tías, compañeros de colegio, profesoras rendidas frente a una existencia desgraciada, nietos que heredan recuerdos ajenos, amigos incondicionales, gente sola rodeada de gente sola. Falco observa, dibuja a sus personajes. Y muchas veces del dibujo emerge una perturbadora animalidad. Véanlo:
-Página 65: «El viejo los miraba con pupilas duras y desconfiadas, como las de un halcón».
-Página 67: «Un hombre muy viejo dormía boca arriba, casi sin hacer peso sobre las sábanas. Parecía un pájaro. Su cuerpo era pequeño y consumido: los hombros angostos, la cabeza enorme».
-Página 67: «Era una mujer alta, un poco caballuna, de caderas anchas y dientes grandes, con forma de paleta».
-Página 75: «El viejo Giraudo reía como si graznara un ganso».
-Página 83: «Sintió la lengua de la señorita Mohoney recorrer la comisura de sus labios. Era como una lagartija tibia tanteando el sol de la mañana».
-Página 92: «Volvió a gritar el viejo Giraudo, como una tortuga flaca estirando el cuello hacia la puerta».
-Página 161: «Trapos. Remiendos. Trapitos. Por todos lados. Como una pájara que adorna el nido».
Los narradores de estos relatos dan cuenta de una dinámica pueblerina marcada por el rumor y el chisme que enciende como paja seca. Son lugares que aún no parecen tocados por las comunicaciones masivas ni las redes sociales. Sitios donde las fiestas de quince años son acontecimientos importantísimos y las fotos de las ceremonias son publicadas en la vitrina del único fotógrafo del pueblo. Sitios donde aún pasa el tren, donde parece haber un solo maquinista, un solo peluquero, un solo médico, un solo cura, un solo comunista (que es el mismo fotógrafo de las fiestas de quince años, por lo demás). Y un solo y originalísimo diseñador de cementerios, que es quien protagoniza “El cementerio perfecto”, un contundente relato de aires onettianos, inédito hasta hoy. A sus cuarenta y cinco años, el hombre, el protagonista de este cuento, ha diseñado cuarenta y ocho cementerios. Más camposantos que años de vida. No tiene pareja, no tiene hijos, no tiene madre, no tiene padre, apenas sí tiene recuerdos. «Solo están los cementerios», confesará en algún momento. «No sé hacer otra cosa».
Lo cierto es que los protagonistas de estas historias no hacen alarde de sus virtudes ni de sus desgracias. De pronto se topan con ellas y las observan con distancia, como si no fueran del todo suyas, con cierta desafección. Falco parece narrar lo común y lo extraordinario con el mismo énfasis, en la misma tecla. Así ocurre, por ejemplo, en “Cuento de Navidad”, el último relato del volumen, donde un muchacho relata el asesinato de los hermanos de su abuelo. Dice: «Uno de los hermanos de mi nono había quedado vivo, en el pasillo, tirado. Los asaltantes lo remataron con un cuchillito de desangrar pollos». Y a continuación larga el siguiente párrafo: «Mi tía Mary regala a cada uno de sus sobrinos, para sus respectivos cumpleaños, una torta de coco. No es una receta familiar. La aprendió de la televisión. Hace años».
Tortas de coco y asesinatos, recetas familiares y cuchillitos que desangran pollos y humanos. Vida ordinaria y tragedia. Todo entra en el mismo registro, en la voz de unas memorias que son sinuosas y de jerarquías tambaleantes. Aquí asistimos a relatos de aprendizaje e iniciación, pero también de huídas de aquellos aprendizajes. Porque los personajes de estos cinco magníficos cuentos de Federico Falco se salen de la ruta y van armando caminos propios. Sin escándalo, sin obviedades. El foco movedizo que alumbra a estos relatos parece estar puesto, más que en los acontecimientos, en el modo en que estos son experimentados, en las resacas que traen: en los aspectos de la vida ordinaria que son modificados por las decisiones, a veces azarosas e imprevisibles, de sus protagonistas. En los detalles, en las minucias, en los nombres de los pueblos, en la lengua, en los silencios, en los trapitos. «Como un pájaro que adorna el nido».
Flores nuevas
Federico Falco
Montacerdos editores, 2014
165 p. — Ref. $10.000
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