El narrador argentino Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) reedita por primera vez en Chile su novela Gracias, publicada originalmente en 2011. Antes, ya había publicado El Aleph engordado, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, la nouvelle Qué hacer, Mucho trabajo, La cadena del desánimo y La libertad total. Acá un fragmento del primer capítulo del libro […]
El narrador argentino Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) reedita por primera vez en Chile su novela Gracias, publicada originalmente en 2011. Antes, ya había publicado El Aleph engordado, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, la nouvelle Qué hacer, Mucho trabajo, La cadena del desánimo y La libertad total. Acá un fragmento del primer capítulo del libro publicado por Narrativa Punto Aparte.
Ya llevaba dos horas esperando en la jaula de madera junto con los otros doscientos esclavos. El puerto me resultaba desconocido y a la vez familiar; quise preguntarle el nombre de la isla al que estaba al lado mío, pero parecía desmayado, y entonces me di vuelta y vi que los desmayados eran varios. De repente abrieron la jaula y los que estábamos bien salimos a unas gradas. A mí me llevaron enseguida, porque tenía buena salud y porque me veía muy decente, según dijo mi comprador, un hombre de unos cincuenta años, pelado, simpático, no muy alto y un poco gordo, que se llamaba Aníbal. Nos subimos a su auto y me llevó hasta su casa, un castillo construido sobre una elevación del terreno. Desde la ventana de mi habitación se veía el puerto como una miniatura; esa tarde pasé horas contemplándolo y tomando y comiendo lo que una sirvienta muy vieja y encorvada me iba alcanzando cada tanto. Por advertencia de Aníbal, me acosté temprano: me había dicho que nos esperaba un día de trabajo bastante largo.
Me desperté con el desayuno a mi lado: té con tostadas y queso. Tomé el té y comí las tostadas con el queso; después miré el cielo por la ventana y noté que ya era casi el mediodía. Estaba en calzoncillos, y de repente entró una sirvienta joven y bastante linda que al verme se ruborizó y me dijo, mirando al suelo, que el señor Aníbal me esperaba en la puerta de la casa con los perros y las armas. “Bueno”, le respondí, intrigado y también un poco avergonzado de mi desnudez. “¿Necesita algo?”, me preguntó. “Sí, algo de ropa”. “Ah, claro, perdón, me olvidé”, me respondió ella, y me dio un paquete que tenía entre las manos y que yo no había visto. “¿Y mi ropa vieja?”, pregunté, por decir algo. “Ah, hubo que tirarla, estaba muy sucia y maloliente”. “Claro, me imagino”. “¿Puedo irme?”, me preguntó entonces, y yo le dije que sí pensando que no, que me hubiese gustado que ella se quedara conmigo y pasáramos toda la tarde en la cama, ya que, descontando un episodio bastante salvaje y desagradable que había ocurrido en la jaula de esclavos, el sexo no estaba presente en mi vida desde hacía meses, y mucho menos el amor y la ternura. Y esa sirvienta, que antes de irse me dijo que su nombre era Nínive, parecía cariñosa. Mientras me vestía imaginé una vida con Nínive en una casa humilde pero confortable en la base de una montaña; esto se interrumpió con un grito de Aníbal desde la entrada del castillo –que, noté en ese momento, estaba justo debajo de mi ventana–: “¡Vamos, vamos, que los perros se calientan!”. Me asomé, le grité que ya bajaba y me quedé muy sorprendido por la cantidad de perros, unos cincuenta.
Apenas salí Aníbal me abrazó, me dijo que me veía aun más decente que el día anterior y que por favor eligiera un rifle. Él ya tenía el suyo. Los rifles eran cinco y estaban en el piso; tomé cada uno y probé la mira y el mecanismo; todos eran buenos, pero por algún motivo me gustó más uno que había sido pintado de rojo. “¿Ese te gusta?”, me preguntó Aníbal. “Sí, creo que sí”. “Ah, a ver…”, dijo, y me lo sacó. Hizo lo mismo que yo con la mira y el mecanismo; después se lo colgó del hombro, dijo “muy bien” y me dio el suyo: “Con este vas a estar bien, yo me quedo con el rojo”. “Bueno, no hay problema”. “Claro que no hay problema”, me respondió con una sonrisa. El rifle de Aníbal era mucho mejor que el rojo que yo había elegido, pero no dije nada. “¿Cuál es el plan?”, le pregunté entonces. “No sé, vamos de cacería, ¿qué te parece?”. “Mmm…”. “¿Qué? ¿Qué pasa?”. “No sé, siempre me siento un poco mal cuando mato animales inútilmente”. “Sí, es cierto… Pero ¿se te ocurre algo mejor para hacer?”. Pensé un poco: “No, la verdad que no”. “Bueno, entonces vamos. Si no matamos nada no importa, es un deporte”. “Sí, claro”. “De hecho”, insistió, “mejor no tiremos a matar”. “Bueno, mejor”. Nos subimos cada uno a un caballo y salimos seguidos por los perros. Quise tirarle un beso a Nínive, que me miraba desde la ventana de mi cuarto, pero no me animé, y pensé que otro hombre con otro carácter sí lo hubiera hecho y que eso podría haber significado fácilmente el comienzo de algo.
Una vez en el bosque, Aníbal detuvo el caballo y, sin bajarse, empezó a disparar de una forma ridícula en todas las direcciones, incluso cerrando un poco los ojos. Hacía pensar en un hombre que… Pensé que se detendría enseguida, pero estuvo varios minutos, recargando cada tanto las balas, y sólo paró cuando se vio vencido por sus propios jadeos. Se bajó del caballo, dejó el rifle en el piso y se quedó un buen rato doblado, con las manos apoyadas en las rodillas. Después miró alrededor, dijo “qué mala puntería” y se empezó a reír a carcajadas; caminó unos pasos y agarró tres pajaritos muertos; después, todavía jadeando, me señaló y me dijo: “¡Ahora vos!”. “¿Qué?”. “¡Ahora te toca a vos!”. “¿Qué cosa me toca?”. “Disparar, ¿qué va a ser?”. Me quedé callado. “¿Qué te pasa?”, me preguntó, un poco molesto. “No, nada”. “Bueno, entonces dispará, a eso vinimos”. Me puse nervioso y sólo pude decir: “¿Pero no vinimos a cazar?”. “Sí, claro, yo cacé tres pájaros, ahora te toca a vos”. “Pero yo prefiero ir disparando de a poco, con cuidado”. “¡No! ¡Dispará ahora!”. “Pero los animales se espantaron…”. “¡No, nada de eso!”. “Sí, esto va a ser un desperdicio de municiones”. “¡Las municiones las pago yo! ¡Dispará!”. Hice tres disparos al aire y lo miré. “¡Eso no es nada! ¡Dispará de verdad! ¡Cuarenta disparos seguidos!”. “No, caminemos un poco y vamos disparando, apuntando a los animales”. Aníbal se subió a su caballo y me apuntó con el rifle, riéndose: “¿No era que no querías matar animales…? ¡Dispará!”. Entonces empecé a disparar con timidez, muy pausadamente, pero al verle la cara a Aníbal me di cuenta de que me convenía hacerlo bien, así que empecé a saltar en el caballo disparando al aire, y al minuto noté que estaba haciéndolo con entusiasmo, así que seguí y recargué varias veces el rifle, y de repente se me habían contagiado las carcajadas de Aníbal. No sé cuánto tiempo estuve así, pero hubiera podido seguir mucho más si Aníbal no me hubiese frenado. “¿Qué pasa, qué pasa?”, le pregunté, exaltado. “Nada, ya está, tranquilo. Mirá, te fue bien”. Desde arriba del caballo miré alrededor; había monitos, pájaros, unas aves más grandes e incluso un animal con cuernos. Todos muertos. “¿Qué pasó?”, pregunté. “Nada, está muy bien. Vamos a juntar este lío”. “No, no…”. “Bajate y ayudame”. Entonces me bajé; pensé que al juntar los animales sentiría asco y culpa, pero no pasó nada de eso: hicimos el trabajo riéndonos y hablando de cualquier cosa. Aníbal me contó que era viudo y que tenía un hijo y una hija. La hija, que era muy hermosa, se había casado y se había ido muy lejos, a otra isla, aparentemente para alejarse de él, que la sobreprotegía; el hijo vivía en un castillo a unos cincuenta kilómetros, y cada tanto lo visitaba. Yo le conté algunas cosas mías. Cuando terminamos, miramos la pila de animales. Había, además de los monitos y las aves gigantes, algunos felinos muy pequeños y una especie de caballito con tres cuernos. “¡Qué bien, eh! ¡Qué bien el de los cuernitos!”, dijo Aníbal, y me felicitó palmeándome la espalda. Vinieron entonces dos sirvientas, una joven y una vieja, con una carretilla, y Aníbal les dio instrucciones que no oí sobre qué hacer con los animales muertos. Nosotros dos volvimos al castillo y nos despedimos hasta la hora de la cena.
Me asomé a la ventana de mi habitación y vi el atardecer. La actividad del puerto cesaba. Un hombre lavaba con una manguera una jaula de esclavos casi vacía. En un primer momento pensé que era la misma jaula que me había traído a mí, pero después noté que no. Pensé en esos pocos esclavos que quedaban. Si todavía nadie los había comprado, seguramente quedarían sin vender. Pensé en esos esclavos rechazados por todos los compradores y pensé en los posibles motivos. Más lejos, en el límite entre el cielo y el mar, la Marina entrenaba a sus marineros en el disparo del cañón.
Estaba muy cansado, así que me tiré en la cama para dormir la siesta, y cuando me estaba quedando dormido tocaron la puerta. “¿Sí?”, dije. “Soy yo”. Era una voz de mujer. “¿Quién?”. “Nínive, ¿quién va a ser?”. Sorprendido, me acomodé en la cama, agarré un libro que estaba en la mesa de luz y le dije que pasara. “Hola”. “Hola”. Hubo un silencio y después ella habló primero: “¿Qué leés?”. “Ah, nada, un libro”. “Sí, claro, eso lo veo, pero ¿sobre qué?”. Miré rápidamente la tapa y me sonrojé. Entonces ella corrió hasta la cama, me sacó el libro de un tirón y leyó en voz alta, con una sonrisa: “Posiciones sexuales especiales para practicar entre hombres”. “Estaba acá”, dije, avergonzado. “Sí, claro”. “En serio”. “¿Sí?”. “Sí”. “¿Y te gustan los hombres?”. “No, no”. “¿Y las mujeres?”. “Sí, me gustan las mujeres”. “Ah”. Nos quedamos callados; después ella me preguntó “¿y yo te gusto?”, y se fue corriendo antes de que pudiera responderle alguna cosa, riéndose con unas carcajadas un poco masculinas.
Volví a tirarme en la cama y logré dormir; cuando desperté, ya había oscurecido. La ventana estaba abierta. Parecía ser casi medianoche, así que supuse que me había perdido la cena. En la mesita donde había quedado el libro sobre sexo entre hombres había una campana metálica; la campana tenía una nota pegada: “El señor Aníbal te esperó y vos no bajaste!!!!!”. Levanté la campana pensando en la letra de mujer de la nota: había un bife con puré, todavía tibio. Volví a mirar la nota. La letra era muy grande y alegre, claramente de mujer, un poco burda y también, me pareció en ese momento, infantil. No tuve ninguna duda de que era la letra de Nínive. Me comí el bife, que estaba muy bien, y algo del puré. Después me dio sed, y como no tenía agua salí a buscarla al baño del pasillo. Aproveché para hacer pis, y entonces, al ver que había toallas, me dieron ganas de darme una ducha. Al terminar me sequé y, como no hacía nada de frío, me puse la toalla alrededor de la cintura, agarré el bollo con mi ropa y salí para mi habitación. Estaba por entrar cuando oí unos gritos de mujer. En un primer momento decidí no prestarles atención. Entré, me vestí y me senté a mirar el libro sin curiosidad. Pero los gritos continuaban, así que salí a buscar de dónde venían. Caminé por un pasillo que aparecía hacia la izquierda. El pasillo era curvo, y al avanzar noté que los gritos se hacían más tenues. Así que retrocedí unos pasos y doblé por un pasillo que salía en la mitad del pasillo curvo. Ahí los gritos se volvían más claros. Eran de una mujer y de un hombre; el hombre era Aníbal, eso me resultaba evidente; la mujer podía o no ser Nínive. Seguí caminando y oí mejor: Aníbal aparentemente le pegaba a la mujer y la mujer lloraba y le pedía que se detuviera, pero Aníbal se reía y seguía. Unos pasos más adelante oí que él hacía responsable a la mujer de la falta de un cofre con oro, y la mujer le juraba que no había sido ella y que no sabía nada de la existencia del cofre. De repente oí una puerta que se abría y la risa de Aníbal; corrí y me metí en el pasillo curvo, doblé y llegué a mi habitación. Me acosté muy perturbado, y como no podía dormirme no tuve otra opción que volver a agarrar el libro sobre posiciones homosexuales, que me desagradaba, sobre todo por los dibujos.
Gracias
Pablo Katchadjian
Narrativa Punto Aparte, 2014
107 p. — Ref. $8.000