En Luis Oyarzún: un paseo con los dioses (Ediciones UDP), Contardo traza la vida de uno de los intelectuales claves del Chile del siglo XX.
Durante el primer semestre de este año, el escritor y cronista Óscar Contardo (1974) publicó Luis Oyarzún: un paseo con los dioses (Ediciones UDP). Se trata de un libro feroz y conmovedor: Contardo traza la vida de Oyarzún (1920-1972), quien fue uno de los intelectuales claves del Chile del siglo XX, como una crónica sobre un artista insobornable, que no solo había sido testigo de su tiempo sino que se había dedicado (en sus diarios y poemas, en ensayos como Temas de la cultura chilena) a describir un país del que se sentía cada vez más lejano, mientras se entregaba a relaciones tóxicas, se perdía en el paisaje y se hundía en la lánguida bruma alcohólica que lo terminó matando. Que Oyarzún hubiese sido decano de la Facultad de Artes de la Universidad Chile y amigo de Nicanor Parra y Jorge Cáceres solo alimenta lo demoledor de la escritura de Un paseo con los dioses, un libro que continúa la senda que Contardo traza en libros como Siútico o Raro, ambos ensayos que pueden ser leídos como ajustes de cuentas elegantes y rabiosos con Chile, ya sea como concepto o campo cultural. En todos ellos, Contardo no solo da cuenta de temas como el arribismo o la cultura homosexual chilena, sino que los convierte en prismas para leer, de modo cifrado, la historia del país y sus instituciones, las formas contrahechas en que se han configurado los discursos del poder y la identidad.
De este modo, el libro sobre Oyarzún vuelve sobre esos temas preguntándose cómo se configuran en el relato de una vida y en el enigma que esta podía representar como ejercicio de escritura. Por supuesto, son temas que a Contardo le obsesionan de modo constante, asuntos que tocaba en sus columnas sobre ciudad en la extinta sección “Santiago”, en La Tercera, como en las entregas semanales que se publican en el cuerpo de “Reportajes” de ese mismo diario cada sábado. Todos, temas y obsesiones que le permiten ir hilando un retrato filoso sobre cómo funciona nuestra identidad, de cómo está hecha de violencia y abuso y cómo eso puede ser uno de los elementos centrales de nuestro relato comunitario, de las implicancias extrañas y terribles del hecho de ser chileno.
1-. Los viejos dioses
—¿Qué representa Oyarzún para la cultura chilena? Hay algo opaco en él pero también profundamente significativo: una especie de signo secreto, el símbolo de algo que luego se deshace. De hecho, la vida de Oyarzún es profundamente simbólica, es un testigo en tiempo presente pero luego muere antes del golpe de estado.
—Para mí, Oyarzún es un ensayo de modernidad republicana. Un tanteo de civilización en una sociedad sombría y tosca que tiene que arreglárselas con poco para construir algo que la sostenga. Es el síntoma de que no hay lugar para el genio, no hay un sitio para la imaginación más que el cargo del burócrata. Es el paisaje tosco del campo chileno desde la carretera, el horizonte interrumpido por cerros, la asfixia de la lejanía y el encierro que el curaba con la naturaleza que tanto le gustaba.
—¿Qué dejaste fuera?
—Dejé fuera lo que consideré accesorio o anecdótico. Esos cachirulos tan frecuentes en los ensayos de Lafourcade que se detenían en la frivolidad de un momento sin historia. Después de escribirlo quedé con ganas de saber más, con la frustración de no poder hacer hablar a los muertos, de no poder saber de qué conversaban con Jorge Millas o cuánto llegó a querer al Peregrino. La necesidad de haber entrevistado a la madre, que murió más de diez años después que el propio Oyarzún.
—¿Cuál es tu opinión sobre los académicos que escribieron sobre él? ¿Lo comprendieron?
—La verdad no sé si lo comprendieron o siquiera si les interesaba comprenderlo. De ser así alguien se habría dado la molestia de mirar lo que había más allá de sus diarios, que aunque abarcan un lapso significativo de su vida (1949-1972), están llenos de lagunas que había que explorar de otro modo. Nunca encontré siquiera un ensayo que especificara cuánto tiempo vivió en Londres, dónde estudió, qué estudió allí; cómo aquel año en Inglaterra lo cambió, lo llenó de entusiasmo. Todo lo tuve que averiguar rastreando en cartas y documentos. De su gran amor ni hablar. Para ellos parecía que se podía hablar de la vida de Neruda sin siquiera ocuparse de mencionar a la Hormiguita. O tal vez ni siquiera averiguar quién era.
—Cuando uno está escribiendo siempre se aparecen otros libros. ¿Qué libros se te ocurrieron mientras trabajabas en Un paseo con los dioses?
—Creo que un personaje interesante es el artista Enrique Castro Cid, gran amigo de Oyarzún. Castro Cid saltó de Buin a Nueva York. Se casó con una modelo famosa, luego con una millonaria heredera, se coló en el circuito de arte contemporáneo neoyorquino, pasó del arte figurativo al conceptual, creó unos robots que impresionaron a la escena de esos años. Murió en el olvidó alcohólico en un departamento en Miami. Es una gran historia esa.
—¿Cómo se narra una vida? ¿Cuánto de esa narración afecta al biógrafo?
—Más que biógrafo yo me veo como un retratista en este caso. He hecho otros retratos —no tan extensos ni acuciosos— y claramente siempre hay un punto en el que terminas viendo una especie de reflejo tuyo, en mayor o menor medida. En este caso sucedía que ese reflejo aparecía más frecuentemente, pero pronto aparecía la diferencia, la distancia entre retratista y retratado. Pero si me preguntas por algo que me hubiera afectado, tal vez eso pasaba en episodios de su vida que lograba reconstruir y entonces entendía algo que parecía haber sido un secreto. Como cuando ves una película cuando niño y sabes que el protagonista se está acercando a una trampa y te dan ganas de avisarle que cambie de camino. Con Oyarzún me pasó. Quería sacarlo del país, refugiarlo en alguna parte, buscarle un novio inglés, mandarlo a vivir a Berkeley, desintoxicarlo de alcohol, abrirle un camino mejor que el que eligió tener. Nunca voy a olvidar la tarde lluviosa en que busqué a tientas su tumba en Valdivia. Ese nicho ciego con el tallado de su nombre roído por la lluvia. Nunca.
«El aburrimiento de la provincia es una forma de horror».
2-. El poder
—Creciste en provincia, en “Curiyork”, como llamas a Curicó con sorna desde twitter o facebook. Haber sido criado fuera de la capital significó algo en relación a cómo lees la cultura. Te lo pregunta porque yo también crecí lejos de Santiago y esa distancia siempre me funcionó como una especie de filtro crítico.
—Creo que sí. No sé exactamente de qué manera. Pero hay un asunto clave: ser de provincia te ahorra el romanticismo añejo que tienen muchos capitalinos por la vida de pueblo y el lugar común de la “tranquilidad” como fuente de vitalidad. Creo que por eso admiraba tanto a Marta Brunet cuando niño, ella sabía pintar esa vida casposa de provincia porque había nacido en Chillán. En esos años yo quería ciudades, aunque fueran espantosa como en Dickens o Dostoievski, con gente hambrienta y cruel. Al menos era una violencia con forma y sentido. El aburrimiento de la provincia es una forma de horror. Cuando ya has visto el horror, sabes como evitarlo.
—Participaste en Revolución Democrática. Luego te fuiste de ahí. ¿Cuál es tu opinión de lo que aspiraba a representar el movimiento? ¿Qué te parece el modo que tienen de participar en el gobierno de Bachelet? ¿Qué piensas de un concepto como “colaboración crítica”?
—Eso fue un arranque de participación insólito para mi vida al que me invitaron. No llegué por mí mismo. Para mis amigos fue muy extraño, porque ellos saben que mi carácter no es especialmente dócil ni el más indicado para los efectos de participación grupal. Conocí gente entrenada y valiosa. Participé un tiempo y luego me fui cuando vi que en realidad no tenía mucho que aportar. Cuando ves que forman un grupo de diversidad sexual y nadie te invita ni te avisa a pesar de haber escrito un libro como el que escribí —Raro—, te das cuenta que estás sobrando. Para mí el trabajo de las personas es muy importante, lo que hacen, lo que han producido, más aun si la gran discusión era la educación en Chile. Mi trabajo yo me lo tomo en serio. Cuando me di cuenta que a nadie le interesaba y que no estaba contemplado a la hora de definir asuntos como un frente de diversidad o discutir sobre discriminación social —era el tema central de Siútico— decidí que lo mejor era irme: era lo que yo podía ofrecer y era muy poco lo que importaba en un medio fuertemente presionado por otras urgencias. Hace poco un abogado que participaba mucho en el movimiento se sorprendió cuando supo a lo que me dedicaba. Me dijo que no tenía idea que yo escribía. En fin. Fue una experiencia interesante, conocí una dimensión muy particular de las personas, de los discursos y las prácticas. Entiendo que el eslogan “colaboración crítica” que lanzó RD para explicar esa curiosa cualidad de participar del gobierno de la Nueva Mayoría sin formar parte de él ya no lo usan más. A mí me divertía mucho la frase. Espero algún día escribir sobre esa experiencia. Tal vez en un ensayo titulado Colaboración Crítica. Sería divertido ¿no?
«Me gustan las costuras del poder. Sobre todo los zurcidos que aparentan ser invisibles».
—Raro y Siútico son libros sobre los modos en que se constituye una identidad, en cómo se configuran a partir de su relación con las instituciones y la sociedad. Uno los puede leer desde ese ángulo. ¿Cuál es tu relación con el poder?
—Me gustan las costuras del poder. Sobre todo los zurcidos que aparentan ser invisibles: los argumentos en los que se sustentan las instituciones, las fobias y los límites. Las excusas y los miedos. Creo que tengo un sentido particular con esas cosas. Utilizo muchas de las destrezas del arribismo para indagar en los usos y costumbres del poder. Me entretiene.
—Hasta hace poco escribías de ciudad, ahora escribes de política. De hecho tu columna sobre la Democracia Cristiana es una de las cosas más lúcidas que se han dicho sobre ese partido en mucho tiempo. ¿Fue un paso natural moverte de un lado a otro?
—No me gusta la palabra “natural”. Me ofrecieron escribir sobre temas relacionados con política y yo acepté. En un principio me dio un poco de pánico, porque significaba estar expuesto todas las semanas, pero finalmente me rendí. Todos los sábados me lleno de dudas sobre si lo que escribí era lo más atinado, o sobre si me di a entender con claridad. Suelo ser un poco barroco para explicar mis puntos de vista. Más que de política yo escribo sobre las estéticas del poder.
—¿Y cuál es la relación que lees entre la política y la estética entonces?
—Muchísima. El poder establece un orden, una relación con la distinción, lo considerado adecuado y lo inadecuado. Con el lenguaje, con la ropa, incluso.
«Te lo resumo así: para mí Los Prisioneros son el álbum Corazones y dos canciones más».
—De hecho, siempre estás colgado en redes sociales links a canciones. La mayoría funcionan de modo significativo, como si leyeras la música en clave. ¿El pop es político?
—Obvio. Para mí el pop es mucho más político que el rock o que el cliché del trovador con sentido. Es, además, alegre, burlón y callejero. “Smalltown boy” de Bronski Beat tiene más revolución que cualquier canción de Silvio. Silvio a secas. Sinead O’Connor, los Fangoria o Pet Shop Boys han hecho de mi rabia una pista de baile. Lo último de Röyksopp & Robyn es una maravilla. Debo decir que cuando U2 en su estilo imperial de banda de millonario con trastorno de ansiedad, le hizo un homenaje a Abba y se disculpó por no haberlos respetado como se merecían en su tiempo, yo sentí que se había hecho algo de justicia. Y yo lo que más necesito es ver que se haga justicia. Cuando en los Juegos Olímpicos de Londres las delegaciones de China y de Chile desfilaron con los Pet Shop Boys de fondo, fue sublime. Era como si el destino me quisiera decir algo a mí. Y al mundo. Te lo resumo así: para mí Los Prisioneros son el álbum Corazones y dos canciones más: “Muevan las industrias” y “El baile de los que sobran”.
3-. El arte de la no-ficción
—¿Qué libro estás trabajando ahora?
—Hace tiempo que le estoy dando vueltas a una idea. Estuve inmovilizado contemplando la idea por un tiempo largo y recién ahora me estoy moviendo. Es difícil de explicar, por lo general me cuesta mucho explicar las ideas de lo que escribo por anticipado. No soy un buen vendedor de mis ideas. Tiene que ver con la fe, la confianza y la traición. Me atrae la religiosidad de la gente, la capacidad de creer y confiar en cosas invisibles. Es un fenómeno que me parece deslumbrante y que creo que recién empecé a calibrar en toda su dimensión luego de leer entrevistas y leer investigaciones con casos como el de Karadima. Cómo las personas creen en algo, depositan su vida, como una ofrenda. Es un asunto conmovedor, más aun cuando son traicionados por quienes ellos consideran los testigos privilegiados de su fe. Me gustaría escribir un libro en el que uno pudiera leer sobre esa costura que hay entre la fe y el poder, entre la religión y la política en su sentido más íntimo. El zurcido japonés detrás del Padrenuestro. Para mí, gran parte del trabajo de escribir un libro es pensarlo, darle rodeos, mirar, corregir la idea, estructurarla, limpiarla y luego escribir para volver a corregir.
—¿Has pensado en pasar a la ficción? ¿Te interesa?
—Me encantaría tener la valentía y el talento para escribir ficción. Pero dudo. No me considero capaz, o no me considero apropiado. Ahora estoy leyendo El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza. Es una novela, pero es también su biografía. Fue la única que hizo, una historia que seguro tú conoces. La leía y pensaba: cuánto talento hay aquí, como este hombre es capaz de describir una cicatriz en dos páginas y a través de esa descripción decirnos tanto y de tan espléndida forma. Me avergonzaría no lograr algo bueno, no ser capaz de hacer arte con una cicatriz. Escribir sobre la realidad, sobre lo que otros hicieron, te deja a salvo, te mantiene a distancia del tiroteo. Escribir ficción es como perder el control y eso me atemoriza.
Luis Oyarzún. Un paseo con los dioses
Óscar Contardo. Edición a cargo de Leila Guerriero
Ediciones UDP, 2014
216 p. — Ref. $11.000