Si te lo afeitaron o te lo sacaste por el trolleo, da un poco lo mismo: ambas dolerán para alguien que lleva pelo en la cara como uno.
Ya van tres fines de semana desde que Solabarrieta apareció con bigotes de charro en televisión. Tres fines de semana desde que Solabarrieta, en la soledad de su reluciente baño, miró su cara al espejo —ya convertida en meme— y tomó la afeitadora para rasurarse el bigote, tal como lo exigía el mutante de tuiter la noche del 14 de septiembre. No sabemos si fue así, pero queremos imaginarlo de ese modo, porque la versión oficial, aún más dolorosa, dice que su esposa, la periodista y animadora Ivette Vergara, esperó que Solabarrieta se quedara dormido para afeitarle ella misma el bigote. «Le saqué el bigote porque no me gustaba. No me gustaba ni a mí ni a mis hijos», dijo Vergara al otro día, al ser consultada por el bigote de su marido en el matinal Mucho Gusto.
No nos interesa ahondar en esa imagen, Fernando, pero sí en tu bigote. O mejor dicho: en el poco amor por tu bigote. Si te lo afeitaron o te lo sacaste por el trolleo, da un poco lo mismo: ambas dolerán para alguien que lleva pelo en la cara como uno. Tampoco nos interesa cómo te veías: si ridículo para algunos, o pichocaluga, digamos, para mi abuela. Depende del foco. Siempre depende y no debería importar. Lo grave es que te lo quitaste. Y al día siguiente, más encima. Un bigote, Fernando, siempre se lleva con hidalguía. Lo decía mi padre cuando lo llevaba bien puesto antes de salir de casa, a pesar que más tarde descubriría que solo lo usaba para ocultar el herpes que le brotaba una vez al año.
Desde que nací, vi a mi padre con bigotes —no era CNI, solo un tipo fanático de Deep Purple de Recoleta—. Y cada vez que se los sacaba me ponía a llorar. Era como mirar un animal extraño, un mamífero lampiño de laboratorio. Para mí, su bigote no era solo una escobilla que picaba cuando me daba las buenas noches, sino algo más, algo más profundo: una especie de marca. Un sello reconocible en la manada. Un ejemplo de testosterona mientras esperaba que crecieran rápido los míos para no pintármelos más con corcho quemado cada vez que me tocaba bailar el gorro de lana en el colegio.
¿Qué hubiera sido de Mario Bros sin bigote, Fernando? ¿Qué habría sido de Hulk Hogan sin bigote? O más cerca: ¿Qué habría sido de Paul Vásquez sin bigote? ¿O de Julio Martínez? ¡Cómo te habría cacheteado el sapito Livingstone, Fernando! ¿O te habrías reído con Luis Arenas Jr. sin bigote? Muy parecido a mi padre, por cierto.
Hace algunas horas vi Mansome (2012), un documental del tipo de Super Size Me, que en la era de los metrosexuales, spas y cremitas hidratantes para la piel masculina, se hace la siguiente pregunta: ¿Qué significa ser un hombre? La verdad solo vi la primera media hora del documental. Estaba bueno, pero lo cambié cuando comenzó el partido del Manchester City con la Roma. De todas formas en treinta minutos pude oír, por ejemplo, opiniones de Jack Passion (barbista), el tipo con la barba más ganadora de premios en concursos de barbas del mundo, o al actor Zach Galifianakis, diciendo que un tipo con bigotes debe trabajar en una fábrica con un cigarro colgando en la boca y no pasearse por Williamsburg escuchando Claps Your Hands Say Yeah. No a todos les calza el bigote, reflexionaba el director de bigotito John Waters en el documental. Es verdad. Mi padre parecía un verdadero actor porno de los setenta, mientras yo apenas logro el aspecto de una guagua de juguete a la que le pintaron los mostachos con scripto. Los tuyos estaban bien, Solabarrieta. ¿O no te diste una palmadita antes de salir de casa pensando en cómo la romperías con el bigotito? Estaban bien, Fernando. Solo era un bigote. Pero era tu bigote. No el de tuiter. No el de Ivette.
Una cosa más, Solabarrieta: dijiste que tomaste con humor el bullying. No te creo. No habría sido así. El otro día un amigo —con un novedoso estilo de barba a lo Lemmy Kilmister + barba incipiente— decía que una buena escapada al trolleo habría sido que volvieras a tu programa el fin de semana siguiente, pero con otro tipo de bigote. Ni ahí con los giles del tuiter. Un domingo con bigote a lo Cantiflas, otro domingo con bigote de Hitler. Luego un bigote Arrocet. Otro Dalí. Y así… Aunque quizá solo debiste insistir con tu bigote de charro y rasurarlo cuando de verdad te aburriera. Pero no así. No de esta manera.
¿Sabías que un bigote promedio reduce un tercio de los efectos de la radiación solar cancerígena en el rostro, Solabarrieta? ¿O que en las aguas profundas del desierto de Kalahari existe un pez que sobrevive en la más absoluta oscuridad gracias a sus bigotes ultrasensibles? ¿Sabías que un estudio gringo a cargo del proveedor de servicios financieros Quicken y el Instituto Estadounidense del Bigote dilucidó que los hombres con bigote ganan más dinero que los hombres con barba y los que se rasuran por completo? Solo datos. No tienen importancia. Tú sabes: el bigote es asunto serio y ya creemos que empezaste a comprender. Por eso, y como te queremos —al igual que tus amigos Douglas, Américo y Zamorano, que pidieron que esta nota se publicara— te damos otra oportunidad: déjate crecer el bigote, Fernando. Deja que vuelva tu bigote y déjate volar sin importar lo que piense el resto, ni lo que diga el cariguagua de Gustavo Huerta, ni cualquier tarado en tuiter. Antes de eso, claro, procura amarrar muy bien las manos de tu mujer cuando te vayas a dormir. Y esconder todas las prestobarbas de tu hogar.