Antes de las uñas largas pintadas y el pelo amarillo, el documental Existir sin vos, una noche con Charly García muestra al músico en plena creación de La hija de la lágrima, tal vez su último gran disco solista.
Es el verano de 1994 y Charly García prepara La hija de la lágrima, una ópera rock parida en noches demasiado largas, tal vez su último gran disco solista antes de que sus canciones importantes desaparecieran en fade como “Total interferencia”. Alejandro Chomski es todavía un veinteañero cuando lo invitan a filmar esas sesiones en los estudios ION de Buenos Aires. La composición, ensayo y grabación de un puñado de temas a diez años de Clics modernos y Piano bar. Chomski, invitado a la fiesta que todos soñamos, carga su cámara para una sola jornada, pero termina yendo seis meses al búnker de calle Fitz Roy. Así consigue medio año de pistas sobre el engranaje creativo de Charly García; un semestre entre músicos como la fallecida María Gabriela Epumer, Fernando Samalea y Zorrito Quintiero. Por eso Existir sin vos, una noche con Charly García (2013) es, ante todo, el hallazgo de una intimidad soterrada. Y el registro caótico del final del genio creativo y monstruo de la canción, como ha dicho el director de este documental.
La historia —estrenada en Sanfic e In-Edit Nescafé— gira alrededor de la poda y ensayo de “Existir sin vos”, una maqueta que terminó siendo el estribillo del tema “No sugar“, cristalizada en la escena donde García le recita premonitoriamente la letra a su guitarrista, que murió años después.
Entre conversaciones trasnochadas y jams, Charly García se mueve como en un parque de atracciones propio. En una habitación le prende velas a Miles Davis y muestra una imagen de John Lennon. En otra sala, su banda toca una canción durante horas hasta que improvisa una letra sobre el gato que acaba de entrar y luego graba con cintas en otro rincón. Su rutina creativa, parecida a un rodaje sin guión escrito, se cuela en la filmación. Tiene una idea musical y la practica con piano o guitarra, mientras todos sus músicos y técnicos contratados lo rodean. A veces sube hasta un altillo para dictar una letra a su secretaria. Hay respeto, pero sobre todo, está la certeza de que esa canción va a terminar siendo algo. Un ladrillo, una vela, un cristal de esa catedral llamada Charly García.
Previo a Say No More, antes de las uñas largas pintadas y el pelo amarillo, este registro tan casero y desprolijo lo muestra desnudo en una tina mientras habla de Lennon; como un lúcido improvisador con la guitarra colgada; o un bañista suicida lanzándose a la piscina desde una bicicleta, donde nada tocando zampoña. Una intimidad que acaba una mañana cualquiera cuando los músicos se despiden exhaustos. El resto, unos cuantos sobrevivientes, lo siguen para bailar en otro piso y otra vez a nadar. No sabemos lo que hay en su cabeza, pero allí, sumergido en el agua con cloro, mientras alguien agarra un libro o recuesta su paciencia, Charly García parece recuperar sus energías y la cordura. De pronto son las siete de la mañana y la noche —y la fiesta— termina, justo cuando hace una canción de la banda que lo convirtió en el músico que es.