Ver a Foo Fighters es raro. Uno sabe que su show es como el circo: una vez que ya pasó por la ciudad es poco lo que se puede esperar al año siguiente.
Ver a Foo Fighters es raro. Uno sabe que su show es como el circo: una vez que ya pasó por la ciudad es poco lo que se puede esperar al año siguiente. Lo cabrón de Dave Grohl, sus chistes de frontman ridiculizando a sus compañeros, su complicidad con el público que le perdona (como a casi todos los artistas hoy por hoy) que no hable ni media gota de español, el setlist de la primera hora armado en base a puros clásicos.
En la Pista Atlética —después de darse cuenta de que no llenarían el Nacional ni regalando las entradas— parten como una patada en la cabeza, siempre. Si no es con “All My Life” lo hacen con otro golpe casi seguro a la mandíbula, como es “This Is A Call”. Sesenta minutos repasando puros hits que casi obligan a corear y recuerdan las mejores épocas de la banda. Todos correctos, salvo desafinaciones en un par de temas casi imperceptibles, que por poco hacen olvidar el sonido mediocre ofrecido por la organización, en evidencia desde temprano con Los Mox! y Kaiser Chiefs, dos teloneros que no calentaron a nadie.
Ya avanzado el show y ocupado el crédito casi todas las canciones más conocidas, el espectáculo entra en un bache enorme. El baterista Taylor Hawking intercambia roles con Dave Grohl, y entremedio nos preguntamos por qué son capaces de tocar covers de bandas como Queen y ninguna de Nirvana, teniendo a Grohl y Pat Smear (de lo mejor de la noche) en su alineación. No me equivoco si digo que muchos se preguntan cuál es el sentido de vetar a Nirvana si el mismo líder de Foo Fighters ha ganado portadas y notas en sitios de todo tipo hablando de su relación con Kurt Cobain los últimos meses.
Todo lo que tuvo que ver con cosas antiguas relacionadas a FF estuvo casi perfecto, porque el carisma de Grohl hace olvidar detalles, porque la maestría de Taylor en la batería siempre deslumbra y porque el fiato de la banda recorriendo ciudades con el circo, que corre de forma demasiado parecida desde ese mítico Wembley, está siempre correcto.
Superado este lapsus (que incluye una sorpresa más pirotécnica que efectiva con una plataforma), volvemos a las deudas de lo de siempre. Escuchamos un par de clásicos más —con unos interludios inexplicables, que funcionan en algunas canciones y en otras simplemente hacen que uno se aburra de lata, como si nadie pudiera aconsejarle a los Foo Fighters que le dejen eso a las bandas que son capaces de hacerlo, que lo suyo es lo directo y a la vena.
De Sonic Highways, dos canciones valen la pena y tocaron una. Del alto Wasting Light, la que mejor sonó fue “These Days”. De lo clásico, nos despedimos del concierto y su pasada por Chile con “Everlong”, que sólo dejaría sin reacción a un témpano de hielo. Poco para cincuenta lucas y un llamado de alerta para la productora y la banda de Grohl, que no puede descansar eternamente en el carisma de su líder y pensar que cada cosa que hagan será aplaudida por inercia.
El regreso de Foo Fighters a Chile cumplió, pero dejando esa sensación de que el tiempo que pasó entre su debut en nuestro país, durante Lollapalooza hace tres años, y el show de este 2015, fue muy poco. Que esos amigos a los que no veíamos hace tiempo tienen pocas cosas que contar, y no muy buenas, pero igual los aplaudimos, nos reímos con ellos y los acompañamos. Porque los queremos y porque (aún) gran parte de su repertorio sigue siendo una bala de polenta incuestionable.