Su silueta, proyectada por un montón de pantallas que crean distintos niveles sobre el escenario, lo muestra en una especie de pirámide led, apoderándose de la explanada con su música de licuadoras.
«Santiago, I wanna see you jump up, right now!», grita el británico desde una plataforma varios metros sobre el escenario, con la voz apretada por el acondicionado o el exceso de hielo. La noche está instalada en el parque y la apuesta es grande: por primera vez la explanada lleva números que debutaron en la oscuridad del Arena.
Parece que Lollapalooza leyó el movimiento de una sensibilidad en apariencia al debe. Un músculo ejercitado por números como Fatboy Slim, Armin Van Buuren y Kaskade; en esteroides con las visitas de Major Lazer, Steve Aoki y el lleno total de Crystal Castles; y mantenido en forma con el ruso-alemán Zedd, Axwell y el hype de Baauer. Aunque, sobre todo, alimentado y tonificado por dos nombres: Skrillex y Calvin Harris.
Resulta que la música electrónica bailable siempre estuvo por debajo del rock nostálgico y actual, sello del Lollapalooza chileno, hasta que hoy comparte cabeza de cartel y escenarios con números como Jack White y Kings of Leon. ¿Cómo se entiende esto? La mezcla de géneros resulta importante para sostener este tipo de eventos, así como el interés de muchos públicos distintos: rap, electrónica, reggae, rock y sus géneros derivados. Esta puede ser otra pista: el año pasado, los organizadores encargaron a una agencia perfilar a los 140 mil asistentes que registraron los dos días del festival. ¿Cuáles fueron esos números? Un 49% del total tiene entre 15 y 24 años, y un 39%, entre 24 y 34. Atención: solo un 2% de los asistentes es mayor de 45 años, así como el 57% del total corresponde a mujeres, y un 9% a extranjeros, principalmente argentinos, venezolanos y peruanos.
De vuelta al domingo en la explanada, ¿qué hacen a las nueve de la noche más de 30 mil jóvenes entre 15 y 24 años?
Lo primero es la imponente estructura sobre el escenario, después, la demora en el arranque del show, y al final, y sobre todo, la mezcla de tecnología y frenesí juvenil. Faltan pocos minutos para las nueve y Calvin Harris aparece con un audífono a medio enchufar en los oídos. Viene surfeando la ola: produce a Rihanna, rechaza trabajar con Lady GaGa y es relacionado por las revistas del corazón con Taylor Swift. En lo musical, su electropop no ofrece ninguna novedad ni avance, pero tiene a miles completamente poseídos cuando hace “Feel so close”, y en seguida, una música de licuadoras: cambios bruscos, melodías de teclados ochenteros, la desconexión total con sus dos primeros —y tremendos— discos de estudio.
Más bien, lo del escocés parece una explosión de movimientos guiados por sus mezclas para “Under control” —de Foster the People—, “Love me again” —de John Newman—, o la coreada “I love it”, con las voces de Icona Pop. Su imagen, proyectada por un montón de pantallas que crean distintos niveles sobre el escenario, lo muestra atrapado en una especie de pirámide led. Concentrado. Sin sobresaltos. Como si no hubiese espacio para la improvisación. Apenas cambiando la velocidad en que cantan las voces sampleadas de sus mezclas.
En algún momento Calvin Harris hace “Blame” y las chicas suben a bailar a los hombros de los chicos, pero nada provoca tanta efervescencia y saltos como “We found love” y la voz de Rihanna. La potencia de la amplificación es otro tema. Algunos medios informan que la fiesta se escucha en Ñuñoa y Providencia. Las visuales y los increíbles juegos de luces son un show aparte. Se apoderan de la explanada y el tibio cielo capitalino, convirtiendo al parque en una fiesta nivel año nuevo con visuales y luces de una feria de tecnología. Es el encanto que tienen los grandes festivales, que pueden ir de un género a otro como quien sube y baja un interruptor, e incluso sobreponer unos segundos del comienzo de Kings of Leon sobre el final de Calvin Harris y su lluvia de confeti.
Fotos: Gary Go © Lotus