Sin importar que dure casi cinco horas, Invierno es más Fuguet que el resto o menos Fuguet que el resto, no se sabe. El caso es que es una película distinta y desorbitada, más cerca de una novela que de un cuento.
Hay películas, ciertamente las menos, cuya cuota de intensidad y agonía las deja al margen de toda comprensión. Sin importar que dure casi cinco horas, Invierno, la última película de Alberto Fuguet, empieza en verano y sigue a un «escritor joven» —esto es, menor de 40 años—, iluminando completamente la línea de montaje de una novela comercial, además de los círculos concéntricos que rodean a su autor —su mundo, sus espacios, sus amigos, su ciudad.
Ambientada en Santiago, en una época de anticipos, giras y promoción, Alejo Cortés (Matías Oviedo) busca revertir un primer libro —Fast forward— que no fue bien recibido ni por la crítica ni por el gran público. Quizá el título en inglés, le dice su mejor amigo (Pablo Cerda), mientras comienza la voluntariosa preparación de una segunda novela de nombre Caída libre.
Invierno es excesiva y abrumadora. La película es ambiciosa cuando aborda la efervescencia de los creadores que se suicidan jóvenes y una especie de tributo al vacío emocional de cierta extracción social acomodada, ambientada en habitaciones, piscinas, plazas y bares. Una suerte de apología a las personalidades ermitañas y algo de desprecio por la vida en pareja, se desprende de los personajes y sus sensibilidades, entre ropa interior masculina, misoginia, lecturas, escritura y ensimismamiento.
Rápidamente se da natural distinguir el tono de Fuguet, que hizo de su apellido un adjetivo («No hay que llegar a todo el mundo, no hay que llegar a todos. Hay que llegar a los que estaban esperando.»). También su humor («Ah, bueno. Si lee a Isabel Allende evidentemente no es intelectual.»):
—Cuando uno es mayor se da cuenta de que era un engrupido cuando chico. Pero está bien, son cosas que pasan. Y pasa pronto.
—A mí me sirve, lo encuentro bueno pa’l trabajo. Nosotros vamos ene a exposiciones, teatro, cine, charlas. Para alguien que le gusta escribir, como yo, es bueno. Mejor un verano intenso en la ciudad que aburrido en la playa.
—Lo que acabas de decir sonó brutalmente engrupido, pero está bien que pase, por eso lo digo, no es malo. Solo que cuando uno es adulto se acuerda y da plancha.
—Disculpa, pero ponte tú, yo creo que a mí las ganas de ir al teatro no se me van a quitar nunca.
—Ya se te van a quitar.
En Invierno, que tuvo un discreto estreno en salas con la película dividida en tres partes, Fuguet supo afinar la comedia de ciertos personajes de Velódromo y seguir una especie de culto por el mito. Ciertos personajes de Invierno exploran la obsesión del director de Se arrienda y Música campesina por la literatura de los cadáveres jóvenes. Algo que viene puliendo desde la aparición de “Deambulando por la orilla oscura”, el cuento que abre el volumen Sobredosis, publicado en 1990.
Fuguet, que viene de operar como biógrafo con el colombiano Andrés Caicedo, en Mi cuerpo es una celda (Una autobiografía), y recientemente con el uruguayo Gustavo Escanlar, en Todo no es suficiente (La corta, intensa y sobreexpuesta vida de Gustavo Escanlar), escarba entre las entrevistas que se guardan hasta que los libros cumplen veinte años o salen en inglés, los rivales literarios y el entusiasmo de un estudiante por su tesis.
No hay mucho que agregar a los elogiosos personajes de Pablo Cerda y Tomás Verdejo, dos actores con oficio, pero es interesante el aporte a la historia de Katherine Salosny. Otro mérito de la película son algunas de las sentencias que recoge del mundo literario:
—En el fondo, (los escritores) nos leemos entre nosotros.
—El estilo es eso: quien eres tú.
—La prensa son los blogs.
—Matarse es como romper todas las reglas de la carrera y de la experiencia literaria.
—Yo me quedo con la publicidad, es mucho más claro, es mucho más concreto, es mucho más fácil vender.
—Mientras uno más lejos va con la escritura, más solo estai.
—Un muerto siempre gana. Produce un vuelco casi incontrolable. Y si, además de que si es joven y es guapo, dejó libros inéditos, es la tormenta perfecta.
—Quien muere joven nunca envejece.
Invierno es más Fuguet que el resto o menos Fuguet que el resto, no se sabe. El caso es que es distinta. Se complementa perfecto con la biografía de Gustavo Escanlar (otra versión de ese perfil fue publicada en Los malditos, editada por Leila Guerriero), que a su vez dialoga con un libro como Missing. Invierno es, además, desorbitada. Primero porque está habitada por una sinceridad que desactiva la dictadura de los noventa minutos. Y luego porque una película de casi cinco horas está más cerca de una novela que de un cuento. También es verdad que Invierno se ve mejor en una maratón en Internet, en el televisor o con VLC, como Locaciones. Y que hay momentos en que lo secundario habla de más: por ahí los mundos de Matías Rivas (director de Ediciones UDP), el escritor Juan Pablo Roncone (autor de Hermano ciervo) o el mismo Alberto Fuguet —que aparecen en distintos cameos—, impactan de frente con un espacio como la librería Qué Leo y el director de una agencia de publicidad (Pablo Courard), que Nicolás López ya usó como extra en Aftershock.
No es lo único: el protagonista lee a Pavese en una piscina, en su habitación están Flores en las grietas, de Ford, y El pez en el agua, de Vargas Llosa; en Onaciú suena el sonido en directo de Marineros, y con diez años de atraso llega al cine chileno Él Mató a un Policía Motorizado (¡qué bien puesta que está “Más o menos bien”!). Todo bien con la banda sonora, nunca ha sido un asunto pendiente con este director, pero es incomprensible que la música de Heyne no esté en las películas de Fuguet (a pesar de que le dirigió un video). Debería escuchar sus discos. No hay mejores canciones para sus historias que las de ese secreto llamado Shogún.