Hoy la narrativa chilena pasa por un momento realmente interesante, pero no tiene lectores públicos o interlocutores que la cuestionen, que la interpelen, que la desentrañen.
En noviembre de 1955, el escritor Julio Ramón Ribeyro tenía 26 años, vivía en Múnich gracias a una beca, pero no lo pasaba bien: se había separado hacía poco de una mujer terrible y dudaba de todo, incluso de su talento literario. A esa altura había publicado su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas, que fue recibido de forma entusiasta en Perú. Sin embargo, Ribeyro dudaba, siempre. El 11 de noviembre de 1955 anotaba en su diario de vida: «Este año que termina ha sido, desde el punto de vista literario, un año de infecundidad. [Esto] me hace afrontar con desconfianza mi destino literario. Debo ahora plantearme esa pregunta que siempre he temido porque me parece que en su formulación existe ya el reconocimiento implícito de un fracaso: ¿seré yo más bien un crítico?».
Y luego, ese mismo día, agregaba: «La crítica ejerce sobre mí una atracción vertiginosa. Mis lecturas han estado este año casi íntegramente consagradas a ensayos y teoría literaria (…). Los síntomas son pues inequívocos y no debo seguir el ejemplo del avestruz. Confieso sin embargo que esta constatación me lastima en mi vanidad, hiere mortalmente una parte querida de mi ilusión (…). Ser un mal creador sería para mí mucho más estimable que ser un buen crítico. El dilema sigue en pie y soy yo solamente quien debe resolverlo».
Julio Ramón Ribeyro finalmente no se convirtió en el crítico literario de su generación —por suerte, hay que decirlo, pues aquello, quizá, nos habría privado de leer a uno de los cuentistas y diaristas más talentosos de Hispanoamérica—, sin embargo, convoco esta reflexión del peruano porque en ella se presenta una idea que 50 años después, es decir, hoy, sigue estando curiosamente vigente: la crítica literaria como un género menor, dudoso, inferior sin duda al arte de practicar la ficción y la poesía.
Pienso que en esa mirada radica, en parte, el problema de la crítica literaria actual —al menos en Chile, aunque quizá podríamos extenderlo hacia Latinoamérica—: los críticos se enfrentan al género —eso nos demuestran con sus textos— sin el respeto ni la ambición que se merece y que exige, pues escribir una buena crítica es tanto o más difícil que escribir un buen relato, de eso no hay dudas, pues los materiales son similares: las palabras, las ideas, la necesidad de comunicar algo, la forma en que procesamos las lecturas y ver qué hacemos con ellas.
Roland Barthes lo decía: «El crítico es un escritor. Esta es una pretensión de ser, no de valor; el crítico no pide que se le conceda una “visión” o un “estilo”, sino tan solo que se le reconozca el derecho a una determinada palabra que es la palabra indirecta».
Estoy hablando, en el fondo, de que no imagino una biblioteca del siglo XX sin libros de autores como Walter Benjamin, Barthes o Susan Sontag, escritores que aportaron muchas de las ideas que hoy siguen siendo fundamentales a la hora de hablar de crítica.
Lo que quiero decir es que ser el crítico literario de una generación es ser uno de los actores fundamentales del campo literario, aunque de aquello, en Chile al menos, parece que nadie se ha dado por enterado.
Comencé a leer libros por mi propia cuenta a eso de los 15 años, y a los 18 empecé a escribir sobre ellos. Fue inevitable: había algo en los libros que me exigía compartirlos, comentarlos, discutirlos. No era el único, claro: tenía dos o tres compañeros en el colegio que les pasaba lo mismo —y que fueron fundamentales para que yo entendiera la literatura como un acto de diálogo constante. Años después, leería en una entrevista al crítico de cine Héctor Soto una reflexión que me haría comprender, en parte, esta necesidad de diálogo. Soto decía que «el proceso [de ver una película] no termina hasta que uno escribe [sobre ella]; hasta que la película no se discute con alguien, hasta que no se confronta con alguien, creo que no completa su oficio».
Héctor Soto lo decía a propósito de su necesidad de hacer crítica de cine: sentarse a escribir sobre lo que vio para entender realmente aquella experiencia, compartir su opinión para enriquecer su comprensión de aquella obra de arte.
Sería pretencioso decir que a los 18 años me puse a escribir sobre libros por estos motivos —creo, entre otras cosas, que para practicar la crítica uno debe haber vivido y leído mucho antes de intentarlo, aunque sabemos que la insolencia de los jóvenes no se puede combatir con nada—, pero sí es cierto que a la largo del tiempo comprendería que decidí abrir un blog en 2005 y escribir sobre mis lecturas porque deseaba compartirlas con otros lectores, porque quería, también, descubrir otros libros, otros autores.
Hago un poco de contexto: era 2005 y en aquella época recién comenzaban a aparecer los blogs. También hay que recordar que en esos años, todos los viernes se publicaba junto a El Mercurio, la Revista de Libros, que en aquel tiempo, creo yo al menos, resultaba ser un espacio valioso: Camilo Marks criticaba literatura chilena y aún seguía siendo un lector curioso, Álvaro Matus –hoy editor de Hueders– escribía con entusiasmo sobre autores como Castellanos Moya, Sebald o un jovencísimo Alejandro Zambra, y luego el mismo Zambra aportaba algunos textos junto a Álvaro Bisama, quien tenía su columna semanal “El Comelibros”.
Yo me formé leyendo esa revista, y parte importante de mi biblioteca personal está constituida por lecturas que descubrí gracias a ese suplemento, gracias a esos textos críticos —o de divulgación, más bien— que se publicaban ahí.
Cuento esto porque creo que de ahí viene mi cariño —y mi respeto, también— por el género de la crítica literaria —mediática, en este caso—, aunque a veces un lugar así le daba espacio, también, a un Rodrigo Cánovas, por ejemplo, de quien recuerdo un artículo genial sobre Onetti, y entonces todo se mezclaba y resultaban cosas así: un texto preciso y estimulante de un académico, sobre un escritor uruguayo, que un escolar de 18 años leía en la revista y entonces descubría un mundo.
Pero estaba hablando de los blogs, en realidad. Estaba hablando de que en 2005 abrí un blog y empecé a escribir sobre libros ahí, en esa tierra de nadie, y fui conociendo gracias a ese espacio a otros lectores y fui tomándole cariño al acto de sentarme a escribir sobre el libro que recién había leído.
Creía, de hecho, que los blogs serían el espacio ideal para que la crítica se desarrollara. Más que aportar a la escritura de ficción, pensaba yo, los blogs iban a ser el lugar en que jóvenes y no tan jóvenes lectores iban a poder escribir sobre sus lecturas, compartir análisis, dialogar, discutir; en definitiva, comprender mejor lo que estábamos leyendo. Pero aquello, al menos en Chile, nunca explotó. Y luego la Revista de Libros dejó de ser un suplemento autónomo —pasó a ser solo un par de páginas del desconcertante Artes y Letras— y cerró el suplemento cultural de La Tercera, y los espacios en los que se podía escribir sobre libros empezaron a reducirse, a desaparecer.
En medio de eso, yo me convertí en adulto, terminé de estudiar Periodismo y empecé a escribir reseñas para otros medios —medios universitarios, medios que desaparecieron como la Rolling Stone, medios de Internet— y fundé una revista llamada 60watts, que buscaba ser un espacio de crítica y que lo fue, creo, por algún tiempo, aunque en realidad nunca pudimos consolidarlo, entre otras cosas, porque nunca logramos armar un grupo de colaboradores estables, nunca pudimos armar un grupo de críticos literarios.
Cuando pensaba en críticos literarios, en ese tiempo, pensaba de hecho en gente como Álvaro Bisama y Alejandro Zambra, que eran —y siguen siendo— grandes lectores, pero que decidieron trasladar su talento hacia la escritura de ficción, y entonces, a partir de 2006 empezaron a publicar novelas que, junto a las de otros narradores de su edad, revitalizaron la literatura chilena, otorgándole, sin duda, mayor diversidad.
El problema es que apareció una nueva generación de narradores, pero no una nueva generación de críticos literarios que escribieran en medios, y entonces hoy la narrativa chilena pasa por un momento realmente interesante, pero no tiene lectores públicos o interlocutores que la cuestionen, que la interpelen, que la desentrañen —y si es que existen esos lectores públicos, la verdad es que no están influyendo ni creando lenguajes ni miradas realmente personales. En la academia sí surgió una nueva generación —pienso, aunque son un poco mayores, en Rubí Carreño y Macarena Areco, y en los que nacieron en los 70: Valeria de los Ríos, Ignacio Álvarez y Lorena Amaro—, pero sus textos no tienen la circulación que uno quisiera, y entonces es como si fueran un secreto que solo algunos hemos tenido la suerte de descubrir, y eso no está bien: la crítica debe encontrarse con los lectores y autores, debe generar diálogo, porque sino todo parece siempre estar bien, perfecto, intacto. Y una literatura que vive así, es una literatura aséptica, inofensiva, cómoda.
Un pequeño paréntesis: en medio de todos estos cambios que mencioné, también cambié yo: publiqué una novela y pasé de escribir reseñas a ser reseñado y, entonces, mi vínculo con la crítica se volvió más complejo. Aprendí a leerla de otra forma, a cuestionarla y a disfrutarla desde otro lugar.
Pero volvamos a la búsqueda de ese crítico literario al que hacía referencia en el título. Pensé, de hecho, que este texto debía llamarse “En busca del crítico perdido de mi generación”, pero me di cuenta de que no se trata solo de una búsqueda generacional, sino de algo que va más allá: la urgencia de que los críticos asuman su rol dentro del campo literario en tiempos en que el mercado se ha adueñado de este —desde hace ya varios años— y donde las redes sociales parecen haberlos reemplazado a ellos, a los críticos, de forma brutal y definitiva.
Estoy solo describiendo: hoy, todo se reduce a un tuit, a un «me gusta» en Facebook y se acabó. El famoso boca a boca expresado de manera virtual, y entonces todos los meses aparece el nuevo gran escritor joven chileno y la nueva gran novela chilena, y así, entre puras sentencias hiperbólicas y sin ninguna reflexión que las sostenga —o que al menos se haga explícita en alguna parte—, la literatura chilena se convierte en un espacio lleno de obras maestras y de libros honestos —¿alguien me puede explicar qué significa que un libro sea honesto? ¿Cómo un crítico va a saber que un libro es honesto? ¿de qué estamos hablando?— y nadie cuestiona nada, y circulan y se repiten términos de moda, como autoficción por ejemplo, sin saber realmente lo que significan.
Vivimos, entonces, en un malentendido eterno y rodeados de escritores geniales que surgen desde la nada, porque parece que ningún critico tiene el tiempo necesario para leer con un poco de atención lo que se va produciendo y generar lecturas que los vinculen, a estos nuevos autores, con nuestra tradición y con otras tradiciones y con sus propios libros incluso, o ver los puntos en común entre los contemporáneos y leer qué significan esos encuentros, por ejemplo. Ir, en el fondo, un poco más allá de los lugares comunes.
Hoy, la literatura de los hijos es un término que sirve para vincular a varios libros publicados en los últimos años, pero el asunto debe ir más allá de la etiqueta: hay que cuestionarlo, dudar y preguntar y mirar hacia atrás —y hacia al lado— para entender por qué hoy nuestra literatura se ha llenado de hijos, por qué ahora los hijos hablan. Pero no. Ninguno de los críticos que publican semanalmente en distintos medios se detiene a reflexionar sobre estas cosas, a pesar de que usan esas etiquetas y las repiten una y otra vez.
Hoy, la autoficción es otro de esos términos, que parece haber surgido de la nada, pero no estaría mal revisar la obra de Cristián Hunneeus, por ejemplo, y ver cómo el autor de El rincón de los niños trabajaba ya con esos materiales desde hace varias décadas atrás.
Lo decía hace un tiempo Lina Meruane en un artículo titulado “Criticar al crítico”: «Se requiere no un crítico sino toda una crítica capaz de leer cada obra como parte de un todo que eso será nuestra tradición literaria del presente». Eso pedía Meruane y recordaba, de hecho, cómo la crítica literaria en Argentina trabaja con ese modus operandis. Y claro: uno mira hacia al lado y aparecen críticos que vienen desde la academia pero que han intervenido, también, desde los medios de comunicación como Beatriz Sarlo, Graciela Speranza o Josefina Ludmer, quienes además han hecho un trabajo desde los libros, entendiendo también que a veces el espacio periodístico no es suficiente para escribir sobre sus lecturas.
En Argentina —me parece una rareza a esta altura— se publican libros de crítica: Ludmer recorriendo la literatura latinoamericana de los últimos años en Aquí América Latina. Una especulación (publicado por Eterna Cadencia), Graciela Speranza uniendo artes visuales y literatura en Atlas portátil de América Latina (publicado por Anagrama), y Beatriz Sarlo desentrañando a la última generación de narradores trasandinos en Ficciones argentinas (publicado por Mardulce), por citar solo algunos libros más o menos recientes (la lista es larga: Florencia Garramuño, Gabriel Giorgi, Nora Domínguez, Fermín Rodríguez, y así podríamos seguir enumerando críticos que se mueven con absoluta libertad entre la academia y los medios).
Pero no solo sus críticos piensan su literatura, sino también sus escritores —y aquí debemos hacer un mea culpa los que escribimos, porque tampoco somos capaces de llevar estas reflexiones al terreno de los libros: se publican muy pocos ensayos y no son muchos los autores que están haciendo crítica o, al menos, haciendo pública sus lecturas. En Argentina eso, sin duda, es distinto: Ricardo Piglia publicó este año La forma inicial –que es una suerte de segunda parte de Crítica y ficción—, y Juan Terranova —nacido en los 70— publicó hace no tanto Los gauchos irónicos, acerca de varios de sus contemporáneos; y en 2004 Damián Tabarovsky irrumpió con un ensayo que hasta hoy sigue estando presente en las discusiones de allá, como fue Literatura de izquierda —de hecho, acaba de aparecer Los infames, un libro de ensayos de Maximiliano Crespi, argentino, joven, doctor en Literatura que publica en Revista Ñ y que juega con el término «literatura de derecha», evidenciando el diálogo que existe ya no solo entre sus escritores y su tradición, sino también entre sus críticos. No por nada, en los textos de Tabarovsky y de Crespi también surge una figura importante, como es la del escritor y crítico argentino Héctor Libertella. Libertella, el que mapeó la narrativa argentina de los 80 y 90 con tanto acierto —hablando de Aira, Fogwill, María Moreno, Luis Chitarroni y compañía antes que nadie—, el que mapeó también en los 70 una parte de la literatura latinoamericana que se escabullía de cualquier convencionalismo y que él leyó con muchísima atención, imaginando que esos autores que convocó en su libro Nueva escritura en Latinoamérica serían el futuro. Y lo fueron de alguna manera: Lamborghini, Lihn, Sarduy, Arenas, Puig, Elizondo, estudiados por él, siguen influyendo a los escritores más jóvenes de nuestra lengua.
Ahora, evidentemente Argentina no es el paraíso, pero si los miramos y luego nos miramos a nosotros, nuestro paisaje resulta ser bastante precario —ya quisiéramos, por ejemplo, que un Sergio Rojas o un Grínor Rojo interviniera desde una tribuna semanal, o que en su momento una Adriana Valdés hubiese tenido mayor incidencia mediática, pues escribió textos realmente lúcidos en su tiempo sobre autores como Enrique Lihn, Adolfo Couve, Mauricio Wacquez o Huneeus, pero parece que los diarios miraban hacia otro lado o quizá los mismos críticos fueron esquivos para practicar una escritura más pública, más inmediata.
Quién sabe.
Hoy, cuando la crítica tiene tan poca injerencia en el mercado, lo único que le queda es volcarse hacia la literatura, hacia las palabras, pero no sé si los críticos están conscientes de aquello. Piglia, en un momento de La forma inicial, explicaba que para él los mejores críticos eran escritores. Decía: «Los escritores que escriben crítica, como Pound, o Pasolini o Auden, leen de un modo muy particular. Están siempre atentos a la forma, se interesan más por la construcción que por la interpretación, se preguntan cómo está hecho un libro antes de preguntarse qué significa».
Por supuesto que es una mirada bastante discutible —el mismo Piglia, en un texto genial en el que analiza al Borges crítico, dice que un escritor hace crítica siempre pensando en su propio trabajo, algo que también decía Auden: «las opiniones críticas de un escritor deben tomarse siempre con la mayor reserva. En su mayoría son manifestaciones de su debate consigo mismo»—, pero más allá de lo discutible, me parece interesante el planteamiento de Piglia acerca de los modos de leer, porque hoy la crítica literaria chilena está más preocupada de los significados que de otra cosa, y el lenguaje y lo realmente literario parecen estar en un segundo plano —es como pensar que una novela es política porque el protagonista es un político, o pensar que una novela es transgresora solo porque habla de la pedofilia: así leen nuestros críticos, olvidándose que lo político reside en las formas del lenguaje por las que se opta.
Y para qué vamos a hablar de la mezquindad que los caracteriza: se pueden declarar fan de un autor extranjero, pero la narrativa chilena siempre se mira con sospecha. O al contrario: reseñar con un entusiasmo desmedido algún libro chileno, pero sin ser capaces de argumentar dicho entusiasmo.
Eso es una reseña chilena: resumir la trama —y resumirla mal, generalmente con una prosa descuidada— y luego lanzar algunos juicios valorativos y ya está.
Listo. Reseña publicada en El Mercurio, en La Tercera, en Las Últimas Noticias, en el Clinic o donde sea.
Como contaba hace unas líneas, empecé escribiendo en un blog y luego haciendo reseñas para algunos medios de Internet, y después estuve un año en la revista Rolling Stone y hoy escribo reseñas en revista Qué Pasa prácticamente todas las semanas. Reseñas de 1500 caracteres con espacio, en las que más que criticar —en el sentido amplio de la palabra— terminé convirtiendo en un lugar de recomendaciones o donde hacer pequeños actos de justicia con algunos libros que me parece que están pasando inadvertidos. Por ejemplo, este año se publicaron los Cuentos completos de Alfonso Alcalde, un libro importante, sin duda, pero que casi no ha aparecido en los medios. Nadie acusó recibo. Ya está. Se perdió. Pero eso no está bien.
O el año pasado se publicó La misma nota, forever, de Iván Monalisa Ojeda, un libro de cuentos extraordinario, vivo, insolente, nuevo, que tuvo una recepción crítica muy silenciosa. Y así, podríamos hacer una lista bastante contundente de libros importantes que se han publicado en los últimos años en Chile y de los cuales no hemos sido capaces de escribir. Sin ir más lejos, uno de los libros más brutales y sorprendentes de 2014 no tuvo prácticamente ninguna —ninguna— crítica en medios: Ah, los días felices, de Carlos Altamirano, publicado por Ocho Libros. Quizás habría que haberle dedicado todas estas páginas solo a ese libro.
Yo sé que las condiciones desde las que se escribe crítica en Chile no es la mejor: un oficio mal pagado, cada vez menos espacio y, además, hay que estar supeditado a la tiranía de las novedades; tampoco podemos soslayar que muchas veces se escribe contra el tiempo, lo que nunca es bueno para la crítica —recuerdo ahora las reseñas que aparecieron de 2666 a las pocas semanas de que empezó a circular el libro. Recuerdo una muy certera de Zambra y una bastante insípida de Marks, y recuerdo también una columna de Bisama en la que decía que había desistido de leer a esa velocidad y que era mejor, muchas veces, llegar tarde que llegar apurado, y aquellas palabras me parecen profundamente atendibles hoy.
También sé que desde una reseña de 1500 caracteres es muy difícil influir mayormente en la difusión de ciertos libros o autores, pero estoy seguro de que el trabajo de un crítico que tiene un espacio semanal en algún medio, durante un buen tiempo, sí puede lograr intervenir en una literatura, o quiero creer eso, pues la memoria me lleva hacia esos lugares: Edmund Wilson leyendo a la “Generación perdida” y dándole el valor que hoy tiene, Ángel Rama leyendo al Boom latinoamericano y otorgándole un espacio más complejo que el del simple mercado, Nelly Richard siendo parte fundamental de La Escena de Avanzada, Soledad Bianchi leyendo la poesía chilena en plena dictadura o situando a Pedro Lemebel en el lugar que siempre mereció, Enrique Lihn y sus lecturas que resultaron ser fundamentales para los poetas más jóvenes que él, Patricia Espinosa leyendo a Roberto Bolaño y reclamando su importancia, Ignacio Echevarría reseñando en su momento con entusiasmo a una generación nueva de narradores latinoamericanos que llegaban por primera vez a España, como Fogwill, Aira, Piglia, Rey Rosa, Castellanos Moya, Villoro y varios más.
Pequeños grandes gestos que tuvieron algunos críticos y que terminaron por influir en sus literaturas, indudablemente. Esos pequeños grandes gestos que hoy parecen completamente olvidados.
Por eso es importante que aparezcan críticos y críticas que estén conscientes de la dificultad que implica escribir sobre un libro y de la necesidad imperiosa que tenemos de que alguien lo haga con un poco de lucidez, con un poco de dedicación, con un poco de cariño.
No sé dónde está ese crítico perdido que busco hace tanto tiempo. Pero me gusta imaginar que más tarde que temprano aparecerá. Y lo imagino: alguien parecido a Enrique Lihn, hombre o mujer, probablemente una mujer. Una lectora como Lihn. Una lectora salvaje, inteligente, minuciosa, política, incorruptible.
Pienso que esa crítica o ese crítico del futuro, además, tendrá que ser alguien que no solo haya leído mucho —porque hoy los narradores parecen escaparse de sus tradiciones y sus lecturas son amplias y diversas: basta pensar en Bolaño y en la imposibilidad de situarlo en una tradición particular—, sino que sobre todo, esa crítica o crítico, tenga una curiosidad incasable, una curiosidad que sea su móvil y que parece no existir a veces ni en la academia —cada vez más burocrática y específica y absurda— ni en el mundo más mediático, pero que debiera ser el motor fundamental de cualquier persona que quiera dedicarse a escribir sobre libros.
Pienso en gente como Marisol García y David Ponce, críticos de música que han estado, sin duda, a la altura de las nuevas generaciones de cantantes y bandas chilenas, leyéndolas con distancia y sospecha, pero también con la atención necesaria; cuidando, además, la escritura de cada uno de sus textos, conectando los nuevos discos con la tradición, publicando libros en los que visitan esa tradición y la narran para entender el presente.
Pienso en gente como Federico Galende, que el año pasado publicó Vanguardistas, críticos y experimentales, un ensayo extraordinario acerca de las artes visuales en Chile entre 1960 y 1990, aunque el libro, es por supuesto, mucho más que esa descripción: Galende narra esos años —la vida pública y privada de las artes visuales chilenas en esos años— como si escribiera una novela coral y desbordada, en la que termina repasando, inevitablemente, las últimas décadas de la historia de Chile; aquí se cruzan la literatura con el cine y las artes visuales con la política, mientras Benjamin, Rancière y el género de la crítica están siendo convocados de forma constante para entender los caminos por dónde transita el relato.
Ojalá existiera un ensayo que abordara así la literatura chilena. Pero no existe, porque nuestros críticos casi no publican libros —salvo excepciones como Rubí Carreño o Macarena Areco, quienes han aportado en los últimos años con ensayos que debiésemos leer con mayor atención— y porque no estoy muy seguro de que pudieran escribir con la soltura y el talento de Galende, ni con esa capacidad para unir la literatura con las artes visuales, el cine y la política. Realmente no estoy muy seguro.
De todas formas, pienso que esa crítica o crítico del futuro probablemente deba venir de la academia, pues me parece que la palabra tiempo es fundamental en esta historia —y ese tiempo se consigue, creo, solo desde la academia: tener el tiempo suficiente para leer con toda la dedicación necesaria, porque como decía el argentino Martín Schifino en su excelente libro Páginas críticas: «Gran parte del trabajo del crítico consiste en esperar: esperar hasta dar con el tono justo, esperar a que aparezcan conexiones relevantes, esperar a veces un milagro, mientras se piensa: ‘no se me ocurre nada’.»
Cuidar los detalles, cuidar la escritura y arriesgarse a leer el presente. Plantear la lucha desde ese espacio privilegiado que es la academia o apostar por Internet, por publicar periódicamente en algún sitio web críticas, no perder el ritmo, intervenir ese presente. Y publicar libros, claro. Discutir. Dialogar. Ver si realmente la narrativa chilena actual tiene tanto valor como algunos dicen. Leer todo el proceso del boom de las editoriales independientes con sospecha y también con generosidad. Iluminar aquellos libros que pasaron inadvertidos.
Un crítico, en el fondo, que le guste leer, aunque aquello parezca de perogrullo, pero no lo es, acá no lo es, pues yo no sé si nuestros críticos disfrutan realmente la lectura.
No se nota, al menos.
Un crítico valiente. Suena terrible decirlo, pero eso necesitamos.
Hace unos días —y con esto termino— me encontré con dos amigos chilenos que viven desde hace varios años fuera de Chile. Dos amigos chilenos que son grandes lectores. Y les conté de este seminario y hablamos de ese crítico perdido, que ellos tampoco han logrado encontrar. Y en un momento imaginamos un libro, un ensayo, acerca del presente, acerca de los libros publicados en los 90 en adelante. Y escribimos imaginariamente ese libro y pensamos que al centro de él debía estar Enrique Lihn: leer la narrativa chilena contemporánea a la sombra de Lihn y ver cómo resiste, y ver qué vínculos sorprendentes surgen. Bolaño, por supuesto, tendría un lugar importante y evidente, lo mismo Germán Marín y probablemente Diamela Eltit. Y una vez que todo gire en torno a Lihn, ir hacia atrás y ver qué se hace con González Vera, con Marta Brunet, con Juan Emar, con Manuel Rojas y con Mauricio Wacquez, que bastantes vínculos tienen con los narradores de hoy, aunque no sea tan notorio. Pero imaginamos ese libro e imaginamos a ese crítico perdido convertido, disculpen el lugar común, en un detective o una detective, rastreando estas huellas y entregándonos una lectura lúcida e incómoda del presente.
Necesitamos urgentemente que alguien escriba ese libro.
Recuerden: Lihn al centro y todos los demás girando a su alrededor.
* Este texto fue leído en el seminario de crítica literaria “El circo en llamas”, organizado por la Fundación Pablo Neruda durante el mes de octubre.