El novelista y reseñista Camilo Marks entra de lleno en el debate de la crítica literaria chilena: «pasa por una crisis, pero tiene que ser así».
Se me ha pedido, en forma comedida y cálida, que elabore un artículo sobre la polémica desatada en torno a una crítica que recibió la novela No ficción, de Alberto Fuguet. Ella ha alimentado dos ediciones sucesivas de un periódico santiaguino y numerosas páginas en sectores virtuales o blogs y quien me solicitó este trabajo me despachó tres links, en los cuales tres autores comentan de modo muy somero esta reseña y se explayan latamente acerca de una sucesión en verdad indefinida de asuntos, hasta tal punto que, al terminar de leer esas piezas, es difícil, cuando no imposible, entender de qué tratan.
Mi reacción inmediata fue negarme de modo cortés y tajante: no he leído ni he tenido el más mínimo deseo de leer las crónicas de La Segunda, eché una ojeada a los comentarios de los tres autores ya mencionados y lo que vi me pareció de escasa importancia y tengo por costumbre no participar en este tipo de intercambios, porque realmente me falta tiempo. En el fondo, hay que decirlo, tengo mala opinión de la prensa criolla que se sigue por una pantalla computacional. He manifestado mi decisión inicial a varios amigos cercanos, en cuyo buen juicio y tino tengo confianza y todos, sin excepción, han estado de acuerdo conmigo: es mejor abstenerse, ya que esto ni siquiera alcanza el nivel mínimo de un debate, algo completamente extinto en el Chile de hoy y con mayor motivo vale la pena hacerse a un lado por el muy, pero muy bajo nivel de estos aportes online. A mayor abundamiento, he terminado por deplorar agudamente el valor de los rotativos virtuales chilenos que, por lo general, buscan el escándalo, poseen pésima calidad, se hallan escritos con las patas, caen en errores descomunales y, lejos de lo que sus preconizadores afirman, están a años luz de la llamada democracia del conocimiento. Finalmente, estas columnas, si son de carácter literario, distan de exhibir la claridad y el mínimo valor estilístico que en rigor deberían detentar.
Sin embargo, he cambiado de parecer por ciertas razones que me parecen válidas: la persona que solicitó mi contribución es Javier Correa, un ex alumno y ex ayudante de cátedra a quien estimo mucho; Paniko.cl, el medio en el que se desempeña, es una excepción a la mediocridad y a veces la pavorosa y hasta exhibicionista ignorancia que el fenómeno virtual produce, sin contar con que ahí me han hecho un par de entrevistas responsables y bien preparadas; y por último, soy mencionado, con nombre y apellido, por los tres autores a los que ya hice referencia.
Estos tres escritores, muy distintos entre sí, presentan un rasgo común que afecta a los escritores de hoy en relación con la crítica literaria chilena. Por decirlo de una manera explícita, se quejan, se lamentan, se exasperan ante la actual crítica literaria y sin llegar a equipararla con una época dorada —pues nació con la civilización helénica, se vincula con la filosofía clásica alemana, cumplió un rol decisivo en el romanticismo y la modernidad, en suma, ha sido un género literario presente a lo largo de toda la evolución de la cultura y la literatura occidentales—, no vacilan en calificarla como una forma parasitaria, no titubean en hacer paralelos descabellados y ni siquiera dudan en desearle la muerte, sin que quede en claro qué es lo que eso quiere decir. Y aunque estos tres autores me tratan relativamente bien, claro que apenas a la pasada, no me siento en absoluto honrado porque saquen a colación mi nombre. La primera de estas personas, Claudia Apablaza, es una prosista a la que valoro y aprecio bastante, si bien emite un aserto de falsedad absoluta: escribo poco. ¡Y resulta que llevo casi treinta años haciendo crítica literaria semanal! Y por si eso no fuera suficiente, de los once libros que he publicado, siete de ellos caben dentro de lo que se llama crítica literaria. Y como guinda de la torta, ella, Claudia Apablaza, encabeza mi antología Los mejores cuentos chilenos del siglo XXI, que contiene veinticinco relatos sobresalientes de la década pasada y que constituye, a todas luces, una obra de crítica literaria (¿qué es, si no, antologar, seleccionar, escoger, preparar un compendio de buenas y excelentes narraciones?). Del segundo autor, Gonzalo León, no puedo decir nada en profundidad, porque nunca antes lo había leído, en razón de que no había tenido ninguna oportunidad de hacerlo; no obstante, su narcisismo bordea la caricatura cuando nos regala anécdotas estrictamente personales alrededor de las tazas de té que se tomó con la causante de este barullo… ¿pueden tener algo remotamente relevante semejantes trascendidos? Acerca de Diego Zúñiga, que desarrolla la crónica más desarticulada, confusa, mal escrita y peor concebida de cuantas me envió Javier Correa en sus links y sobre la que me explayaré más adelante, sí puedo hablar. Fui, si no el primero, uno de los primerísimos que comentó Camanchaca, su novela inaugural y además también lo incluí en la crestomatía ya citada, con el agregado de que me mandó un cuento inédito que hubo de ser muy editado y corregido. Claramente, ninguno de estos autores me lee, me ha leído nunca y creo que ya jamás lo harán, pues ignoran que, además del libro antes aludido, he publicado La crítica: el género de los géneros; Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena, un panorama de la prosa chilena en doscientos años de vida independiente; Grandes cuentos chilenos del siglo XX (en el que me jugué por cinco autores recientes, especialmente por la notable historia “Pelando a Rocío”, de Alberto Fuguet); Biografía del crimen que, pese a ser un estudio de la novela policial, analiza en detalle la realidad literaria en el Chile actual y El gusto de criticar, mi última recopilación de críticas literarias durante los pasados diez años. Francamente, me da lo mismo que estos tres autores conozcan o no estos textos, que los señalo solo por la vía ejemplar, puesto que mis lectores, no son, en definitiva, los escritores chilenos, salvo que me refiera a ellos. Todos estos títulos me han sido requeridos por editoriales nacionales, algunas universitarias, otras con mayor proyección internacional. Y creo preciso recalcar que en estos textos, si bien mi preocupación por la literatura nativa tiene peso, me ocupo detenidamente en escritores y escritoras clásicos y contemporáneos, que van desde Cervantes, Dostoievski, Proust, Dickens, Virginia Woolf, Edith Wharton, Henry James, James Joyce, Jean Genet, Scott Fitzgerald, Thomas Mann, Marguerite Yourcenar, William Faulkner, a los latinoamericanos, los poetas de ayer y de hoy, los soviéticos de los inicios revolucionarios, la literatura postcolonial en lengua inglesa, ciertamente la novela negra y un largo, larguísimo etcétera. ¿Qué es lo que leen, entonces, nuestros escritores o, al menos, estos tres escritores, cuando leen crítica chilena? O, para el caso, ¿qué es lo que ven y lo que oyen? Porque mientras me desempeñé como crítico literario del programa Hora 25, de TVN, cuando este salió al aire durante seis años, comenté a Neruda, Zurita, Parra, Swift, Shakespeare, Sade, la Biblia, el Kama Sutra, Flaubert, junto a otra infinidad de creadores. Excluyo otras labores similares, aun cuando me referiré a mi taller literario, que ya lleva tres años y donde hemos leído más de ciento sesenta relatos de la literatura chilena y universal, algunos de los cuales han sido impresos con notable éxito por Libros de Mentira, la editorial independiente con la que me encuentro felizmente asociado.
Noto que lo anterior se parece demasiado a la exposición de un resumen curricular —algo que detesto— o a una defensa y si hay algo en lo que no tengo por qué defenderme y en lo que siento haber sido honesto, es en lo relativo a mi labor como crítico de libros, y ojo, de libros, ya que también he abordado el ensayo, la historia, la crónica y muchos géneros considerados menores o populares. El quid de la polémica a la que aludo al comienzo de este artículo es la crítica que Patricia Espinosa hizo a la novela No ficción, de Alberto Fuguet. Pues bien, a pesar de que he tratado por todos los medios de leer en su integridad dicha reseña, no lo he conseguido debido a mi taradez computacional. De modo que he tenido que conformarme con las referencias que a esa pieza hace The Clinic y al fragmento, que a lo mejor no es fragmento, inserto en el artículo de Gonzalo León. No sé y ni siquiera sospecho si los tres autores referidos respiran por la herida cuando tan acerbamente atacan a Espinosa, con matices, claro está. Y si así fuera, tienen todo el derecho del mundo a hacerlo: creo que a la gente le asiste la facultad de respirar por la herida y a contraatacar cuando se sienten atacados. Esto conforma un mínimo ejercicio democrático en una nación que ya ha olvidado completamente lo que es la discusión, el diálogo y la divergencia de posiciones, sin caer en el insulto, la descalificación punitiva o la grosería. Por supuesto, disiento por completo de la crítica que Espinosa hizo de No ficción, pero eso no quiere decir que ella carezca del derecho a escribir lo que piensa sobre determinada obra, que es, más o menos, lo que Claudia Apablaza, Gonzalo León y Diego Zúñiga afirman, llegando hasta a negarle la sal y el agua, llegando casi a negarle el derecho a escribir. Una cosa es estar en desacuerdo con una crítica y otra muy diferente es caer en criterios inquisitoriales con respecto a determinada persona (nótese la similitud fonética y, desde luego, etimológica, entre las palabras crítica y criterio). Por lo demás, le rinden un enorme favor al hacerla sobresalir tanto, la ponen en un pedestal al tratar de que caiga de él y llegan incluso a aseverar que todo el mundo —¿o todos los escritores chilenos, lo que viene siendo lo mismo frente a tal egolatría?— viven pendientes de su aprobación o rechazo, para, acto seguido, censurarla porque se desempeña en un diario de la farándula. Bueno, las relaciones entre críticos y escritores de ficción siempre han sido conflictivas, en especial en Chile, dada la naturaleza endogámica de nuestro país y en particular ahora último, teniendo en cuenta lo que significa el estallido de las redes sociales, que de sociales no tienen nada y donde, como ya lo insinué, por lo general se refugian los incapaces, los que escriben mal y más que nadie, los ignorantes. Entonces me pregunto: ¿qué sería de los escritores sin la crítica?, ¿qué sería de ellos sin ese trabajo que en nuestros tiempos es la disciplina responsable de desentrañar las leyes de una segunda naturaleza independiente, que no es otra cosa que el arte, como lo dijo Frank Kermode?
De nuevo, percibo algo peligroso, porque parecería que yo pertenezco a alguna asociación, círculo o francmasonería de críticos, en circunstancias de que jamás he estado siquiera cerca de cualesquiera agrupación semejante. De manera que cambiaré de registro para continuar con los artículos de Apablaza, León y Zúñiga. Cada uno de ellos compite, en forma verdaderamente desaforada, por citar nombres, nombres y más nombres, que, a juicio de los tres, son nombres superlativos, supremos, excelsos de la narrativa y de la crítica literaria: Barthes, Ranciére, Borges, Kafka, Aira, Benjamin, Sontag, Sebald, Piglia y así, ad infinitum. Tengo la poderosa impresión de que estos escritores no los conocen o apenas los han ojeado. Y no es una tincada ni una apreciación burda, puesto que si apenas los enumeran, sin citar nada de estas ilustrísimas personalidades, sin siquiera atribuirles un juicio, una palabra, una opinión pasajera, mi impresión pasa a ser casi una certeza. Y, una vez más, hacer comparaciones entre estas augustas personalidades y Patricia Espinosa cumple exactamente con el efecto contrario al que estos narradores persiguen: lo que logran, ni más ni menos, es situarla en un nivel que ella, una mujer inteligente, ni en sus sueños más recónditos pudo haber concebido.
El que se lleva las palmas es Diego Zúñiga: su artículo está pésimamente escrito, presenta errores ortográficos, sintácticos y lexicográficos graves —no me detendré en analizarlos, debido a que están a la vista para todo aquel que conoce a grandes rasgos la lengua española—, es incoherente en grado sumo, autorreferente hasta decir basta —¿tiene relevancia, en este contexto, que él haya empezado a leer a tal o cual edad, que su carrera tenga tales o cuales rasgos?—, comete equivocaciones garrafales y lo más grave de todo no es que sea excesivamente largo, sino que es excesivamente aburridor y no tiene la más mínima gracia. Peor todavía: se refugia, con la fe del carbonario, en la actual crítica literaria argentina, que solo conforma una sociedad de halagos mutuos y cuyos practicantes sienten tanta adoración por sus connacionales que no solo resulta altamente sospechosa, sino también patética y ridícula. Menos mal que Zúñiga todavía no parece haber caído en el embrujo de la crítica española, de un servilismo de tal magnitud hacia las editoriales y los autores peninsulares, que ya nadie la toma en serio, salvo, por cierto, las editoriales, al citar a esos recensionistas en las solapas, contratapas o portadas de los volúmenes que imprimen. Su recorrido por la Revista de Libros de El Mercurio es particularmente decidor; como se sabe, hizo la práctica en ese medio y en el presente tiene que conformarse con mil quinientos caracteres en Qué Pasa, de lo cual se lamenta mucho, lo que resulta revelador, porque aparte de que con esa cantidad de letras puede decirse mucho, él también ejerce la crítica literaria, que tanto execra. Más sorprendentes resultan sus anhelos en el sentido de que hace mucha falta que en los medios practiquen críticos académicos (y cita a unos cuantos a quienes echa de menos desesperadamente). Pues bien, muchos de ellos y ellas sí han escrito en diarios y revistas, pero como nadie los leía, a pesar de la tolerancia y la paciencia de los editores, tuvieron que retirarse sin pena ni gloria. ¿Es censurable que un rotativo que vive del avisaje y las ventas les pida educadamente a sus colaboradores sin audiencia que se retiren? Bueno, si viviéramos en un país menos mercantilista, tal vez las cosas serían distintas, aun cuando, extrañamente, ni Apablaza, ni León ni Zúñiga se lamentan mucho de ello. A decir verdad, por momentos lo hacen, pero solo en forma de pataletas, sin que en ninguno de estos autores se advierta un mínimo nivel de compromiso político con esto, lo otro o lo de más allá.
En resumen, la crítica chilena pasa por una crisis, pero tiene que ser así, porque la misma palabra, crítica, de origen griego, viene de otra, también griega, crisis. En síntesis, es loable que los escritores critiquen a los críticos, pero es detestable que ni los lean, salvo cuando les afecta a ellos. En suma, es deseable que exista un intercambio fructífero de opiniones, disidentes o coincidentes, siempre que quienes practiquen dicho intercambio tengan alguna idea, por más superficial que sea, acerca de lo que eso es.