El narrador y guionista Simón Soto acaba de publicar La pesadilla del mundo, un libro de cuentos en donde las historias se vuelcan deliberadamente a la imaginación.
Sus cuentos se publican en editoriales independientes, mientras que sus guiones circulan por las pantallas de Canal 13. Dos libros de relatos han bastado para levantar un estilo dominado por la escritura directa y de fraseo corto, con un énfasis en los personajes sórdidos y atormentados. Narrador y guionista, Simón Soto acaba de publicar La pesadilla del mundo (2015, Montacerdos), un volumen en donde las historias se vuelcan deliberadamente a la imaginación, dejando obsoleto cualquier intento por anticiparse. Lo que hace Simón Soto es describir con precisión, sin catalogar demasiado la experiencia, sin controlarla, para que esa confusión crezca en la imaginación del lector como maleza.
—El último tiempo he hecho una reflexión con respecto a mi necesidad de narrar historias, y pienso que la génesis de eso está en mi infancia. Haber visto sagradamente a través de la televisión He-Man, Thundercats, Transformers, Halcones Galácticos, entre otros dibujos animados, implantó en mí el deseo urgente de querer replicar esas historias. Y mis padres me compraban las figuritas (muchas de las cuales conservo hasta hoy), con las que pasaba tardes enteras jugando en el patio, o armando fortalezas con cajas de cartón y sábanas en el living de mi casa. En el rito del juego, ocurría algo extraño: juntar a los personajes de distintos dibujos animados, y hacerlos confluir en una misma historia. O asignarle a un juguete sin identidad (un robot trucho, por ejemplo), un papel nuevo. Ahí, pienso yo, comenzó a dibujarse el narrador en que me iba a convertir.
—Piglia dice que uno escribe porque está desajustado con la vida. Cómo es contigo, ¿por qué escribes?
—Escribo porque leo, y porque tuve la suficiente ansiedad y patudez para querer palpar una ínfima parte de lo que sentía cuando leía un libro que me volaba la cabeza. Por otra parte, Piglia tiene razón, pero yo creo que los escritores no son los únicos que están desajustados con la vida. Todo el mundo carga sus demonios, sus frustraciones, sus miedos, sus tristezas. Basta con observar con mediana detención a cualquier persona, de cualquier condición social, y vas a encontrar todas las fisuras que hay en ella. Lo que ocurre es que quien escribe ha leído los desajustes de otros, y en algún momento algo le hace click, y decide ponerlo sobre el papel. Pero los escritores no tiene nada de especial con respecto al resto de los mortales.
El cuento como género resultó el vehículo que llevó a Simón Soto a publicar. Siempre en ese formato breve, debutó con Cielo negro (2011, La calabaza del diablo) y participó en antologías como Por la razón o la fuerza. Nuestra historia con Star Wars (2015, Planeta). Pero hay algo más: hacia el final de La pesadilla del mundo, llegando a las últimas hojas, uno puede encontrarse con los materiales de series y teleseries que aparecieron con su firma, como Peleles (2011) o Secretos en el jardín (2013). En esos personajes de cavilaciones oscuras y que juegan con la moral del lector/televidente, se insinúa el sello de un escritor.
—¿Cómo surge un cuento? ¿De qué ovillo tiras para tejer una historia?
—Tiene que haber un material básico de arranque. Generalmente me nutro mucho de las historias de la gente, de anécdotas, de esbozos trágicos que alguien comenta en un almuerzo, o en una junta en la cual lo último que esperabas era encontrarte con un material en bruto para escribir. Pero ahí está. La materia básica para narrar está en la calle, dando vueltas en cualquier esquina. También procuro leer el diario y guardar noticias extrañas, o que por lo menos a mí me generan cierta extrañeza. Tal vez no ahora, pero en algún momento a futuro, eso me va a hacer sentido y podré incorporarlo a algún texto.
—Borges contaba que escribía cuentos porque la novela le parecía una exageración. ¿Por qué insistir en tu caso?
—De alguna manera, sentía que el ciclo, mi ciclo con el relato breve, no estaba completo. Tenía además muchas inquietudes para con el género, y temas que me rondaban, ideas que yo sentía que podían expresarse en el cuento. Además, estuve trabajando muchísimo en una novela fallida, donde avancé hartas páginas, pero de forma errática, sin mucho norte. Por desgracia (y por fortuna en términos literarios), hace un par de años me robaron un computador donde tenía harto material, entre eso aquella novela fallida y varios cuentos. Por supuesto, y debido a mi poca sintonía tecnológica, no había respaldado nada. Tenía que empezar de cero. Y ya me rondaba la génesis del libro que ahora es La pesadilla del mundo. El resto fue comenzar a anotar apuntes, estructuras, caminos, y por supuesto escribir.
—Antes de insistir con los cuentos, antes de escribir guiones para televisión y ensayos sobre series, estudiaste publicidad. Quería saber por qué abandonaste esa matriz y si los cuentos, como los avisos, también buscan persuadir o si, más bien, hay otro mecanismo detrás.
—Mi paso por la publicidad fue estrictamente funcional: necesitaba vivir de algo, y ese fue un camino sencillo y a la mano para mantenerme. Pero la literatura y el guión audiovisual no tienen nada que ver con eso. En primer lugar, porque las ideas no están en la publicidad, que ha manoseado hasta el cansancio el concepto de «creatividad», hasta el punto que le ha quitado todo el contenido a esa palabra. La publicidad es la escoria de las humanidades. Las personas que trabajan en ese medio son totalmente ajenas a la literatura, y ven cine y series de tv de manera solo superficial. Yo trabajaba como redactor, y estoy seguro que eso atrofió muchísimo mi capacidad de escribir.
—Así como el cine lo fue en los años 90, hay quienes dicen que la televisión es la nueva literatura popular. ¿Estás de acuerdo?
—La TV de la nueva era dorada toma la posta de la narración. Si en el XIX la máxima expresión narrativa fue la novela, y en el XX el cine, hoy, a comienzos de este nuevo siglo, la televisión está arriesgándose en la manera de contar historias. Imagínate que una serie de formato estándar cuenta con diez horas aproximadas de narración. Pero el resto de las manifestaciones narrativas (la literatura, el cine) continúan experimentando y abriéndose a nuevas formas. No creo que la televisión de calidad sea la nueva literatura popular. Son expresiones distintas, pero que se retroalimentan entre sí.
—En el caso de las series y teleseries, el público parece ser una cuestión central. ¿Pasa lo mismo con los libros?
—El término «masividad» es algo muy manoseado (como «creatividad» en publicidad). Los ejecutivos de la televisión constantemente creen saber qué quiere ver «la gente», «la señora», «el público». E intentan reaccionar creando productos que incorporan variables narrativas que ellos consideran «masivas». Yo pienso que esa fórmula sacra no existe. Para ningún artefacto de ficción, ya sea literaria o audiovisual. Por ende, y aunque la televisión y la literatura poseen características muy disímiles, si hay algo que las une es narrar una historia poderosa, con personajes potentes o elementos del lenguaje (en el caso de la literatura) tan únicos o bien ejecutados que va a hacer que esa obra se comunique con alguien, ya sea lector o espectador. Por lo menos para mí, respondiendo de una vez a tu pregunta, el público no me interesa en lo más mínimo. Si algo tiene fuego, alguien se va a quemar con eso.
—Recuerdo haberte visto una escaleta colgada en alguna muralla, una especie de tablero donde tenías las escenas de una serie. ¿Eres así de metódico con tus libros? ¿Cómo es tu proceso de escritura?
—Guardo recortes de diarios y revistas. Anoto en diversas libretas los apuntes para mis proyectos (ya sea literarios, televisivos o cinematográficos). Incluso he pensado en comprarme una grabadora portátil para registrar en MP3 ciertas ocurrencias, o diálogos de gente que escucha uno en la calle. Tengo una pizarra blanca en la pared de la oficina, donde voy anotando proyectos o los esqueletos de las escrituras en las cuales esté trabajando en ese momento. Y desarrollo mucho las estructuras de mis proyectos, incluso de los relatos breves. Después de un tiempo de apuntes y pasos en falso, comienzo a escribir. A veces escribo de un tirón, o en otros la escritura se vuelve más pausada. Y siempre vuelvo a los textos, a veces con mayor o menor intervención, pero nunca ocurre que algo no sea modificado.
Las siete historias que componen La pesadilla del mundo tienen una columna vertebral más o menos evidente. En la esposa que abandona a su familia, el hijo guionista que vive su adultez en función de la madre y el cura que no cree en los milagros, todos personajes con una carga sórdida, crepuscular y enrarecida, están ahí la impostura, la ambición del arraigo y el delirio.
—Me gustaría saber el mecanismo que hay detrás de tus personajes, ¿cómo encuentras esa suciedad? Imagino que uno absorbe el mundo que respira, pero también influye en él con su propia proyección.
—Es una pregunta muy compleja. El otro día una amiga me decía que, para ella, mis relatos eran todos de terror. Que había algo torcido en los personajes y en el tono de los cuentos que la llevaban a experimentar el horror. Y, tras meditarlo, sus palabras me hacen mucho sentido. Es algo que viene de mis referentes, pero también que se ha dado de forma natural. Por supuesto que me interesan las zonas oscuras, las zonas quebradas de los seres humanos, aquellas contradictorias, como los cantantes que triunfaron o que hicieron sus pequeñas carreras en la dictadura chilena. Pienso en Andrea Tessa, en Cristóbal, en Pancho Puelma. Gente que sin duda tiene algún tipo de sensibilidad con la música (Andrea Tessa es una buena cantante de jazz), pero que se dejaron seducir por el horror y la vulgaridad del ambiente nocturno de esos años. Y fueron artistas mediocres, malditos, básicos. Esa dicotomía me parece hermosa, y es un material para escribir, sin duda. Qué duda cabe. Después de practicarme un psicoanálisis durante 6 meses, comprendí que esa materia base de aquellos personajes como los que te mencionaba antes, viven en uno mismo. Uno es Cristóbal, y Andrea Tessa, y Pancho Puelma también. Si no, sería imposible escribir sobre ellos.
—¿Qué te interesa de los rincones de la psique humana que la mayoría de la gente oculta?
—Las contradicciones. Las mentiras. Las pequeñas traiciones. Los pensamientos miserables acerca de la gente que uno quiere. Los miedos. Las cobardías.
—En Cielo negro y La pesadilla del mundo eres de un fraseo corto y directo. ¿Cómo llegas a ese estilo?
—Desgraciadamente, no tengo certezas ni conciencia de mi escritura. Simplemente sale. Tampoco puedo establecer algo teórico al respecto, porque no tengo formación académica. Soy un lector y un narrador autodidacta.
—En los dos libros, además de la mirada realista, hay muchas situaciones que se pierden en la elipsis, en el silencio, en la omisión. ¿Hacia dónde te interesa llegar?
—No sé hacia dónde va mi proyecto literario. Sí sé que me interesa esconder ciertas cosas y permitir que el lector pueda entrar ahí y hacerse parte de la narración, sobre todo desde el conflicto moral que presentan las historias. Cuando uno es capaz de comprender ciertos rincones de la psiquis de los personajes, entonces la posición moral del lector se torna más confusa. Y a mí como lector eso me interesa mucho.
—Qué te dejaron los talleres literarios con Andrea Jeftanovic y luego con Luis López Aliaga. Además de las lecturas, imagino que hay otros asuntos, otras formas de ver las cosas, que es también otra manera de aprender a escribir.
—Sobre todo, aprender a observar con rigor y seriedad lo que uno está escribiendo. En el caso del taller con Lucho, donde compartí con otros escritores, fue positivo observar el proceso de prueba y error en lo que estaban escribiendo.
—Muchos escritores ven su trabajo como un conflicto de fidelidades. «Se vive para escribir», decía Piglia. «O se escribe o se lee. Las dos cosas a la vez no se hacen», contaba medio en broma Umberto Eco. ¿Cómo lo ves tú?
—Pienso que escribir es una traición a la lectura. Uno es ante todo lector. Es a lo que nos debemos. Es lo que yo personalmente más disfruto. Suena exagerado, pero los libros y la lectura me salvaron la vida en un momento de incertidumbre y perdición. La lectura le dio un sentido a mi vida, y ese fulgor continúa intacto en mí. Yo creo que la gente puede sobrevivir únicamente como lectora. Sin embargo, en mi caso, la necesidad de escribir se hizo urgente, y ahora existen como una simbiosis, ambas se retroalimentan y evolucionan día a día.
La pesadilla del mundo
Simón Soto A.
Montacerdos, 2015
164 p. — Ref. $12.000