El siguiente nivel

por · Febrero de 2016

Javiera Mena brilló en la última noche del Festival de Viña del Mar.

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UNO. «En temas de industria, la era digital ha cambiado el paradigma», dice el periodista Andrés Caniulef desde algún backstage del Festival de Viña. Quince años atrás, cuando los músicos independientes usaban computadores que no eran laptops en sus shows, Javiera Mena tenía un tío con hidrocefalia que sintonizaba una radio AM en donde pasaban rancheras y música romántica. Javiera Mena todavía no es Javiera Mena sino la integrante de bandas improbables como Ekeko, mientras escribe canciones acústicas y muy minimalistas que imitan a Violeta Parra. Canciones que termina publicando como un disco fantasma bajo el nombre de Primeras composiciones 2000-2003 (2013), cuando sus influencias son la música que escuchan sus primos y la que suena en el auto de su papá, como cuenta en el tema “Supapilapuso”. Son días de ensayo y error, de mostrarse en el circuito universitario y locales más bien precarios.

DOS. Ahora son más de las dos de la mañana del sábado, en la noche más alucinante de todo el Festival, y suenan las últimas notas de “Yo no te pido la luna” en el televisor. Javiera Mena lleva una blusa rosada con los brazos descubiertos y exceso de vuelo. Su capa dorada combina con sus botines brillantes color cobre y el detalle en su peinado resalta sus expresiones cuando canta. Está rodeada de bailarinas dirigidas por la coreógrafa Tuixén Benet, con enteros que dejan ver el relieve de sus pezones. Cada canción tiene un diseño visual sugerente, los movimientos se sienten así, como una escena hedonista y espacial, algo que recuerda su interés por alcanzar una estética vanguardista. No es casual que sus primeras fotografías sean del diseñador Gabriel Ebensperger (Gay gigante) y que sus discos tengan la firma de Alejandro Ros (autor de portadas de discos como Dynamo de Soda Stereo o Bocanada de Gustavo Cerati). Tampoco que el topless que ilustra su último disco haya sido censurado por iTunes y Spotify: su propuesta sobre el escenario es tan importante como su repertorio cargado a Otra era (2014).

En un hora casi exacta, los focos la siguen al frente y atrás del escenario, mientras las pantallas se llenan de imágenes fantásticas y paisajes hechos de colores. Entonces la escena se interrumpe con las palabras de la animadora Carolina de Moras: «A los 17 años comenzó a experimentar la música con los sonidos de un sintetizador. Hoy te has presentado en este escenario de Viña del Mar y este aplauso es para ti». Y le entregan su primera gaviota de plata, sin derecho a bis. En su evidente emoción, aparece el recuerdo de una generación de músicos con buenas canciones y muy poco discurso. «Qué linda es», dice Javiera Mena mirando el trofeo, «nada, me cuesta, soy mala para las palabras, soy buena para la música, pero estar aquí, recibiendo esto, es muy muy bonito. Es muy difícil hacer una carrera larga. En Chile cuesta. Yo hago música porque me sale del alma y nosotros, los artistas independientes, más allá de todo, de las ventas, de los números, más allá de todo, yo hago música porque la siento en el corazón».

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TRES. Tiempo ha, cuando no estaba rodeada de instrumentos sobre los escenarios, sus shows mantenían la estructura de los temas y ella jugaba con las posibilidades de un teclado. Anoche, cuando empezó con “Hasta la verdad” seguida de “Otra era” y “La joya”, las canciones se mostraron como un solo animal que cambia de forma y extensión, con un resultado que desborda el cuerpo del disco. «Lo que conservo son algunos bajos, sintes, pero las baterías las armé todas desde cero, para mantener, por ejemplo, siempre el mismo bombo. Es como armar otro disco hacer un show en vivo», contó en una entrevista. Prácticamente no hay descanso entre un tema y otro, y el centro del show es el baile y por supuesto el pulso, a cargo de la baterista Natalia Pérez y la bajista y guitarrista Manuela Reyes. Ese es el presente de Javiera Mena, la búsqueda de una sesión musical más parecida a la intensidad del DJ de festivales que a la de una banda en vivo.

CUATRO. Diez años atrás, había ansiedad por su primer disco Esquemas juveniles (2006). Entiendo que se demoró porque fue grabado en el mismo estudio que utilizaba una banda extinta como Kudai. Porque la autoproducción exige el control absoluto. Porque fue un trabajo de aprendizaje y amistad de dos personas: ella y el productor Cristián Heyne. Porque, además, era una estudiosa del pop y bajaba partituras de Max Martin, el compositor de Britney Spears, que a su vez había analizado a Abba, que a su vez habían estudiado a Beethoven. Ese primer disco empezaba hablando de generaciones y luego iba sobre edades y esquemas juveniles. Todo con un centro cremoso de pop, cuando a Javiera Mena le gustaba la música que la pegaba y hablaba de ketamina en entrevistas que querían meterla en un clóset en el que nunca estuvo dentro. Antes que Teleradio Donoso publicara su disco Bailar y llorar (2008), Javiera Mena le dijo a un periodista: «Me gusta hacer bailar y hacer llorar». Así definió su música y así armó sus discos: como verdaderos álbumes fotográficos de baladas y canciones bailables que fueron mutando hasta el electropop de un trabajo importante como Mena (2010).

CINCO. Cuando el pop ya no tenía la connotación negativa con la que convivieron Glup! y Supernova, Javiera Mena llamó la atención primero en Argentina: Clarín y Les Inrockuptibles la recomendaron y el sello Índice Virgen la publicó antes que en Chile. En 2007, en uno de esos viajes difíciles de rastrear por México, Gepe y Javiera Mena grabaron una sesión radial en formato de versus, donde alternaron canciones y conversación. Eran pequeñas celebridades alternativas con más entrevistas que canciones, y ese registro en particular, un pequeño tesoro perdido en Internet, es uno de los dúos memorables de los que hay registro, a la altura del lanzamiento de Esquemas juveniles de ella en Centro Mori, o del Hungría (2007) de él en Cine Arte Normandie. Era la época cuando recomendaba temas en donde se habla entre medio, al estilo de Diana Ross y Pet Shop Boys. Cuando su norte era un disco que había sido basureado en los 90 y que con el tiempo se transformó en la brújula de toda una generación: Corazones (1990), de Los Prisioneros. Solo así se entiende que un tipo como Rafael Araneda la haya presentado como una «revolucionaria y transgresora del sonido».

Todas esas imágenes pasan cuando Javiera Mena aparece sentada sobre un piano de cola para hacer “Sol de invierno” con Gepe, el primer hit de su carrera, la canción que la hizo protagonista de ese compilado histórico del sello Quemasucabeza llamado Panorama neutral (2005). Ese es, por lejos, el momento más sentido del show, incluido el problema con la posición del micrófono.

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SEIS. Terminado el show aparecieron los primeros comentarios que hablaron, entre otras cosas, de desencuentros: «El impresionante montaje futurista y vanguardista de Mena no sirvió para encantar al público reguetonero que no fue capaz de entender la propuesta electrónica con la que la cantante ha sido reconocida internacionalmente. Chile sigue sin entenderla», escribió un periodista de la agencia EFE. Inmediatamente recordé un mensaje publicado por el músico Álex Anwandter, contemporáneo de Javiera Mena, que hacía sentido horas antes del show: «Creo que es evidente que el festival de Viña no es el lugar más ideal para alguien que es, antes que nada, una compositora (tampoco creo que lo sea para mí, por razones muy parecidas) y no por ella, sino por el público: en la opinión masiva, hoy se limita la noción de arte musical a una uniformidad y estandarización de cómo debe ser una presentación en vivo. Y eso es normal (no diré positivo) y lo entiendo. Pero son los críticos, como siempre, los que se pierden la oportunidad de apreciar lo que desconocen».

Qué pasará al siguiente nivel, se preguntaba Javiera Mena en su primer disco, y lo de anoche puede funcionar como una respuesta contundente. Lo que vimos en Viña del Mar fue un show emocionante y de un nivel tan alto que costó salir del trance, a pesar del poco tiempo. Quizá solo cuando el director de la transmisión Álex Hernández mostró a Andrés Caniulef cantar el coro de “Espada”, entendimos que se trataba de un espectáculo para la televisión. Pero volvamos a Javiera Mena: lo que mostró en vivo fue mucho mejor de lo que se esperaba. Su voz, hace tiempo que entendimos que es una genia sin voz, fue reforzada por las coristas Natalia Quiñones y Karen Seselovsky, y tuvo un desempeño correcto. A pesar de la caricatura que se armó por olvidar una letra cuando subió a cantar con Alejandro Sanz, a pesar de no sintonizar con parte del público de Don Omar y Wisin, y de relevar a un humorista degradado hasta su más mínima expresión humana, incluso a pesar de enfocarse en su último trabajo, Javiera Mena hizo un espectáculo memorable, rodeada de chicas doblando su espalda como si un fantasma estuviera jugando con su columna vertebral, un show que alguien como el reguetonero Don Omar describió a la perfección: «Excelente. Lo vi desde mi cuarto. Magistral».

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Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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