Una pequeña historia de Gabriel García Márquez y el periodismo narrativo.
Nunca pensé que sería periodista: sucedió. Antes de actualizar el diario mural de mi curso, antes de apuntarme en la revista-escolar-sin-lectores que se escribía los sábados en la mañana, hubo un viaje a una ciudad donde los libros costaban poco. Entonces: la foto de un señor mayor y abrigado y las letras blancas sobre un fondo rojo. Noticia de un secuestro no fue el primer libro que leí de Gabriel García Márquez. Iba a ser un regalo para mi viejo, pero terminó en mi velador, rodeado de revistas de dinosaurios, como una lectura importante y de iniciación. Mi propia entrada al género policial y a esa fascinación inocente por la palabra escrita y una materia que, supongo, nos quita el sueño a los periodistas: la realidad. A esa altura, en 1996, García Márquez no era solo un Premio Nobel consagrado, autor de Cien años de soledad, La hojarasca y El otoño del patriarca, su mejor novela: como faro literario de varias generaciones, incluida la mía, había encorsetado al oficio que le permitió pagarse la comida cuando era un estudiante universitario. Un par de años antes, el escritor de ficción que lo había ganado todo decidió abrir la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, FNPI, para entrenar e influir en la gente que se desvive por contar la realidad. Tal vez su gesto más importante fue ese: incubar una pandemia que alcanzaría el continente completo, un verdadero arte, tal vez la forma más hermosa y difícil del periodismo: la crónica. Una mezcla de información y opinión, el ornitorrinco de la prosa. En Colombia, el virus comenzó con las revistas El Malpensante (1996), SoHo (1999) y Gatopardo (2000), siguiendo una ruta improbable hasta alcanzar Perú con Etiqueta Negra (2002), y así sucesivamente con Anfibia y Orsai (Argentina), Pie Izquierdo (Bolivia), El Faro (El Salvador), Marcapasos (Venezuela) y la extinta Fibra (Chile). Ya en la universidad, a esa altura sabía de Textos costeños y sus memorias Vivir para contarla, conocí las firmas de gente como Alberto Salcedo Ramos, Leila Guerriero, Pedro Lemebel y Martín Caparrós. Y todo el tiempo seguí buscando y encontrando hasta toparme con Juan Villoro, Gabriela Wiener, Alma Guillermoprieto, Cristián Alarcón, Andrés Felipe Solano, Daniel Titinger, Óscar Martínez, Daniel Riera, Julio Villanueva Chang, Hernán Casciari, Marco Avilés y un largo etcétera, incluso desde fuera del idioma: Thompson, Talese, Capote, Mailer, Wolfe, Hersey, Kapuscinski, Fallaci. La buena narración en el periodismo se transformó en una obsesión. Había entendido que escribir es gratis y libre, pero que también da un sentido y se debe hacer con responsabilidad, sobre todo si te van a leer. En la universidad, con varios amigos coleccionamos revistas y antologías como quien junta camisetas de fútbol o zapatos. Y ahí estaba García Márquez para señalarnos la ruta que habían iniciado tipos que leímos mucho después, como Rodolfo Walsh, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska: un estilo entre barroco y aforístico, más preocupado de seducir que de convencer, a la vez que acucioso y perspicaz. Me imagino que así se explica cuando nos mostró la osadía de Miguel Littin, el director de cine exiliado que en plena dictadura de Pinochet se atrevió a ingresar a Chile para filmar una película, en La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. García Márquez, en el fondo, iba un paso más allá de lo obvio y el corriente, y tenía una debilidad especial por las rarezas: «Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días», dijo en una entrevista. A lo largo de su carrera, en donde escribió once novelas y cuarentaiún cuentos, el colombiano tomó posiciones, se expuso, lo amenazaron de muerte y le negaron visas: fue un tipo coherente y franco, pero a la vez sensible. En Noticia de un secuestro, el relato de uno de los secuestros ordenados por Pablo Escobar para imponer sus condiciones al gobierno colombiano, anota que los secuestrados tenían que entenderse con sus captores enmascarados, entonces afinaban sus sentidos para poder identificarlos: «La máscara —escribe García Márquez— esconde el rostro pero no el carácter. Así lograron individualizarlos. Cada máscara tenía una identidad diferente, un modo de ser propio». El periodista estadounidense Jon Lee Anderson cuenta que el gran aporte de García Márquez al mundo es haberle dado un aire sagrado al oficio de contar historias y contarlas bien. Esa fue su obsesión mientras se dedicó al mejor oficio del mundo, como él mismo llamó al periodismo. Tal vez esta anécdota con su novela más importante, narrada por el escritor mexicano Juan Villoro, lo explique mejor: «García Márquez salió de vacaciones a Acapulco en compañía de su familia. De pronto, a media carretera, encontró el tono de su novela. Dio la vuelta en U más famosa de la historia literaria, decepcionando a los hijos que ya sentían el vaivén de las olas, y se hundió en la narrativa de Cien años de soledad».