Algunos momentos de Lollapalooza.
Domingo 20 de marzo de 2016, casi las 4 de la tarde. Un niño de unos 14 años se apoya en un árbol del Parque O’Higgins tratando de no caerse. Está absolutamente borracho. Sus amigos intentan ayudarlo, pero no están mucho mejor que él. Se ríen. Tratan de que sus vasos reciclables, por los que pagaron mil pesos, no se derramen. Desde lejos se nota que esos vasos no solo tienen Pepsi.
Hay muchos de esos niños. Y también muchos adultos que en un segundo se hacen más viejos al preguntarse «¿y dónde estará la mamá de ese niñito?», olvidando que seguramente ellos también se escondieron de la mamá para hacer todas las cosas que importaba hacer a esa edad. Hay muchos niños, hay muchos adultos, hay perritos, hay zorrones, hay hiphoperos, hay metaleros con poleras de Iron Maiden que quizás preferirían estar de nuevo en ese concierto de hace unos días. Hay coronas de flores, muchas, miles (quizás esos niños de 14 tomaron un trago cada vez que vieron una, inventando un juego que muy pronto los dejará apoyados en otro árbol). Hay gente trabajando, hay famosos cuyo trabajo es ir a eventos como este. Es Lollapalooza Chile y lo que más hay, en las filas, en los conciertos, en el baño de mujeres, en las tiendas, comprando, comiendo, bailando, fumando, tomando, escuchando… es gente.
Es gente la que está arriba del escenario. Lejos, maravillosos, brillantes. Como estrellas. Pero gente al fin y al cabo, que se frustra cuando suenan mal los instrumentos, que no canta las canciones que sus fans esperan («canción culiá, me tiene chata», podrían decir tras el escenario, quién sabe). Gente que viene con cosas que probar, como Javiera Mena, o cosas que callar, como Cristóbal Briceño. Gente hermosa como Jungle, una banda que perfectamente podría llamarse «Somos todos minos». Gente fea como Adrián Dárgelos, pero qué importa que sean feos. Gente que un día escribió un pedazo de música, con un pedazo de letra, en sus piezas, en sus casas, donde sea, y que les toca escuchar como miles de personas cantan y bailan con eso que les salió tan de adentro ese día. Quizás por eso, por esa experiencia que la mayoría de nosotros nunca va a tener, es que son gente un poco loca.
Y finalmente eso es Lollapalooza. Un lugar donde pasan cosas. Donde pasan cosas entre personas. Entre personas que son todas distintas (aunque en algunos casos parecieran disfrazarse de iguales, de mismos). Donde ves a tus amigos que no veías hace años, a la ex de tu amigo con otro pololo —y recuerdas su cara para comentarlo—, donde ves incluso a tus enemigos y te das el gusto de pegarles un codazo entre la multitud. Ves a grupos de amigos abrazarse con la felicidad de haberse encontrado en un lugar lleno y sin señal en el celular. Ves familias de padres motivados y niños aburridos. Ves trabajadores que esperaban poder mirar algo de los conciertos, ves gente en los conciertos que lo último que hacen es escuchar la música.
¿Se imaginan todo eso que NO se ve? Todo lo que pasa tras el escenario. Todo lo que pasa cuando la gente se esconde (detrás de mantitas, de árboles, adentro de los baños, cuando ya se oscurece). Lo que está pasando dentro de esa niña que llora desconsoladamente cuando suena una canción (¿de qué se está acordando? ¿Qué fue lo que le pasó?). Las drogas, el alcohol. Tantas historias, tantas cosas que deben pasar dentro de ese parque, durante esos dos días. Tantos niños curándose por primera vez. Tantos viejos prometiendo que esta es la última vez que van, porque la música ya no es lo mismo de antes.