Tweny One Pilots en Lollapalooza.
A pesar de que Babasónicos seguía tocando en el otro escenario, media hora antes ya había una multitud esperando por Twenty One Pilots. A estas alturas, no hace falta repetir que el calor era insoportable. Sin embargo, para escuchar a una banda que prácticamente ha inventado un nuevo género musical sin proponérselo conscientemente (el llamado «pop esquizofrénico»), podemos soportar cualquier inclemencia climática con tal de escucharlos. Más aún, cuando hemos leído que sus conciertos son inolvidables. En efecto, lo son.
La música empezó a sonar, y el show abrió con la dinamizante “Heavydirtysoul”, que empieza con el verso «hay una infestación en mi mente imaginaria», el cual describe en plenitud el efecto esquizoide de esta banda. Dos enmascarados aparecieron en escena: el cantante Tyler Joseph, disfrazado como una calavera, y el baterista Josh Dun con una suerte de máscara alienígena. Inmediatamente, Tyler empezó a cantar desde un micrófono colgado en el aire, el cual se agitaba como pera de boxeo, a la vez que tocaba una pandereta. La variedad de instrumentos que el cantante usó en el escenario es notable, especialmente porque nos hizo sentir que existe un esfuerzo del grupo por diferenciar la perfomance entre canción y canción, y así no repetir cíclicamente los mismos movimientos corporales. Twenty One Pilots está compuesto de máscaras, instrumentos, saltos, piruetas y desplazamientos. Twenty One Pilots sabe generar sus propios símbolos.
Tras la primera canción, Tyler se quitó su máscara y empezó a tocar en un piano. A partir de allí, escuchamos algunas joyas como “Stressed Out”, “Ride” y “Car Radio”. Justamente en esa canción, que habla sobre alguien a quien le han robado su radio y ahora se tiene que sentar en silencio, una persona se subió a la tarima para intentar acercarse a Tyler. Por suerte, el cantante ni se inmutó, y siguió enajenado en su poesía musical. Fue cuestión de segundos para que aparecieran varios miembros de seguridad y evitar así una posible interrupción.
El baterista también mostró que no solo está para quedarse al fondo encargado de la percusión. Tocó trompeta, se subió al piano para, desde allí, o dar un salto mortal hacia atrás en el aire. Por su parte, Tyler tocó una suerte de ukelele, se puso una camisa hawaiana, e incluso cantó tapando su rostro con esa prenda. Tantas ocurrencias en menos de una hora. Así deberían ser los conciertos: una sucesión de cuadros compuestos tanto por los versos de las canciones como por su performance en el escenario.
Casi hacia el final, colocaron una plataforma con una batería pequeña sostenida por el público. Los gritos fueron bestiales cuando Josh Dun se subió allí a tocar por menos de un minuto. Si bien fue algo corto, uno podía escuchar en los espectadores la exaltación por presenciar cómo la música ya no venía de lejos sino del propio núcleo de los espectadores.
Puedo decir que en ningún segundo la concurrencia paró de saltar, gritar, agitar los brazos. Si bien el dúo que conforma esta banda sabe animar y hacernos reventar de gozo a través de sus gestos, ya tan solo con la música nos transformaron en un solo cuerpo, un cuerpo en el que, como dice en la canción “Guns for hands”, «juntos, vamos a respirar, / juntos, seguiremos el ritmo». Nuestras pulsaciones estaban sincronizadas.
El final estuvo marcado por estos dos compañeros universitarios subiéndose sobre el público, como hizo antes el baterista, pero esta vez para golpear unos tambores, produciendo con ese sonido el término del concierto. La gente presionaba para intentar llegar hacia los artistas de Ohio, no solo por tenerlos tan cerca sino como manera de agradecer el portentoso espectáculo otorgado.
Twenty One Pilots dio una clase magistral de cómo debe darse un show en un festival como Lollapalooza. Sin duda, el grupo merecía un mejor horario puesto que consiguió, a diferencia de muchas otras, construir instantes memorables. No supero su presentación. Creo que de los conciertos que he visto, este ha sido uno de los que más impacto estético me ha causado. Twenty One Pilots no solo dio música, sino puso en escena la importancia que la expresión de los cuerpos de los artistas debe tener. La banda logró en una hora producir un acto que quedará en nuestro imaginario cultural las próximas décadas.