El sobrepeso de libros puede ser la puerta de entrada a situaciones absurdas en un aeropuerto temeroso del terrorismo.
Desde hace mucho tiempo que en Inglaterra es frecuente ver trabajando, en los más diversos puestos, a personas muy mayores, minusválidos o gente con diversos problemas psicomotores. De modo que el pasado 3 de marzo, cuando desde el terminal 5 de Heathrow me aprestaba a tomar el avión de regreso a Santiago, no me llamó la atención que la amable matrona que me atendió en el counter de British Airways era con certeza una bisabuela. Después de pesar mi maleta, la dama me advirtió que llevaba más de los 23 kilos permitidos y que, si no quería pagar 100 dólares extra, podía sacar algunas cosas y meterlas a mi bolso de mano. Tengo la pésima costumbre de comprar libros en cantidades industriales cuando viajo, de modo que no era extraño que levantar mi valija fuese como alzar una tonelada. Estuvimos un buen rato dándonos el esfuerzo de extraer volúmenes y volverlos a meter entre la ropa sucia, repitiendo varias veces la operación, hasta asegurarnos de que mi equipaje sería aceptado por los miembros del sindicato de trabajadores del aeropuerto. Mientras todo esto ocurría, la gentil abuelita, junto a otra igualmente dócil, tomaban cada uno de los ejemplares y los examinaban: el asombro de ambas era palmario, porque fuera de Casa desolada, de Charles Dickens, ningún otro autor les era conocido, aunque a lo mejor algo les sonaba Henry Miller o Tennessee Williams, pero jamás nadie con el nombre de Lawrence Durrell o William Burroughs. Así que, en un momento dado, exclamaron: ¡evidentemente Ud. ama nuestra literatura! Hasta ahí habría llegado todo si la afable anciana no me hubiera pedido con dulzura que, junto a su colega, me dirigiera con todas mis pilchas a la oficina de seguridad para un chequeo a fondo.
Así lo hicimos, caminando ambos con mi carro por los inmensos pasillos del aeródromo. La temida sección estaba muy al final, de modo que tardamos un tiempo en llegar. Mi acompañante parece que se sintió obligada a buscarme conversación, pues mientras atravesábamos por la multitud, me preguntó a qué me dedicaba. Como esa interrogante me resulta siempre difícil de responder, le dije algo que en el Reino Unido es muy respetable: soy abogado. Su estupor no tuvo límites: aquí los profesionales de la ley no leen tanto como Ud., fue su comentario. De manera que le largué la retahíla: además de leguleyo, soy docente, crítico literario y escritor. Entonces su estupefacción creció: parece que voy con un genio o un hombre extremadamente desorientado. A esas alturas, ya nos tuteábamos, por lo que le repliqué a Mildred: mira, mi vida ha sido una desorientación perpetua y entre algunos rasgos que la hacen sobresalir está el hecho de que residí por casi 11 años en Londres. Su sorpresa se transformó en deleite: yo nací en Cheltenham, expresó, pero desde que me casé, no te voy a decir cuándo para que no adivines mi edad, he vivido felizmente en Islington, en el norte de la capital. De ahí a cantarle la rapsodia de los derechos humanos faltaba un paso y lo di, contándole las atrocidades de un caballero que se llamaba Pinochet y lo bien que nos habían tratado a los exiliados de su dictadura en Gran Bretaña. Sin duda, esta parte de mi perorata la hizo inflarse de orgullo, por más que estoy seguro de que no tenía la más vaga idea quién fue Pinochet y que solo ubicaba a Chile como esa nación alargada como palo de escoba, situada off the South American coast.
Finalmente, llegamos a un oscuro recinto, donde nos esperaban tres hombres de aspecto más bien torvo, aun cuando mantenían una frígida cortesía hacia los extranjeros que debían ser examinados. Dos eran indostánicos y desempeñaban funciones subordinadas. El jefe, en cambio, era británico de tomo y lomo y me solicitó de inmediato que colocara mis pertenencias personales en la cámara de rayos X. No le entendí absolutamente nada, por lo que Mildred tuvo que repetirme sus instrucciones. En ese momento, descubrí que el superior padecía de un severo trastorno en el habla, que solo pude definir un rato más tarde. En inglés, hay dos verbos que significan tartamudear: to stammer y to stutter. Estaba más claro que el agua que el mandamás padecía de la segunda forma de mala enunciación, que se caracteriza porque los vocablos se cortan en medio del discurso, haciendo imposible la inteligibilidad de ellos. ¿Cómo iba a comprenderle en circunstancias de que ni siquiera sus compatriotas lograban hacerlo? En todo caso, el funcionario de máxima seguridad no parecía acomplejado en lo más mínimo. Todo lo contrario, desde que entré a su siniestro enclave, no paró de hablar y de plantearme interrogantes que a mí me eran del todo imposibles de replicar, puesto que no captaba ni jota de lo que me decía. De modo que miraba implorante a Mildred, quien, sin inmutarse, me traducía. A estas alturas, los indostánicos habían descubierto los explosivos que yo portaba y los exhibían triunfalmente a su director jerárquico. Este último indudablemente había leído a Henry Miller, pues dictaminó sin más que era pornográfico. En cambio, El cuarteto de Alejandría, de Durrell, era de su gusto, ya que emitió un veredicto digno de un experto en letras: se trata de una gran y bella investigación sobre el amor moderno.
No obstante, el proceso de registro continuó y aun cuando ni me tocaron, los tomos que llevaba seguían fascinándolos, sobre todo al que pronunciaba a saltos, porque cuando le llegó el turno a Casa desolada, su alborozo no tuvo límites. Me relató la complejísima historia en su trabalenguas y pude deducir que el único defecto que hallaba en la obra maestra de Dickens era que Esther Summerson, la protagonista, era una estúpida y una crédula que se dejaba manipular por tinterillos. En este punto, Mildred intervino para informarle de que Mr. Marks era letrado, lo que al jefe de seguridad le importó un cuesco, ya que insistió en que todos los abogados son unas aves de rapiña, cosa en la que estuve plenamente de acuerdo con él; decírselo, en todo caso, era imposible, pues del juicio Jarndyce and Jarndyce, en el que se basa el gigantesco folletín, reflejo de las graves fallas de la justicia victoriana, pasó a declamar sobre los nulos avances que habían experimentado los tribunales de su patria. Y prueba de lo que le estoy manifestando, replicó, es esto mismo que estamos haciendo con Ud., porque mire la indignidad que significa para un ciudadano decente estar aquí con nosotros.
Ya no sabía si reírme, asustarme, poner mala cara, mantener el humor o quién sabe qué otra cosa hacer. Mucho más tarde, me di cuenta del absurdo de esa situación. Naturalmente, mientras me hallaba sujeto a la plena discrecionalidad de los encargados de seguridad de Su Majestad Británica, lo único que me cabía era tomarme las cosas a la ligera. Si les parecía sospechoso, me podían detener por un tiempo indeterminado, si les caía mal, me podían hacer pasar muy malos ratos, si me impacientaba, ellos podrían impacientarse más todavía y esta cadena de «sí» es tan interminable que, desde luego, opté por mantener la calma y la buena letra en todo momento. No sé cuánto tiempo estuve departiendo sobre literatura con el capo máximo de velar para que todo funcione en orden en el aeropuerto más grande de Europa, tal vez del mundo, puesto que en ningún momento osé mirar la hora: eso habría equivalido a una forma de desafío o malestar, así que, para alivianar un ambiente que, hay que decirlo, era muy cordial, le pregunté si había visto Un tranvía llamado Deseo, El zoológico de cristal o La gata sobre el tejado caliente: las había visto todas y le parecían magníficos dramas, tanto en sus versiones para las tablas, como en aquellas para el cine o la televisión.
En el intertanto, estoy seguro de que se habían colado varios miembros del Estado Islámico, de los carteles de la droga o de organizaciones de pornografía infantil. El disléxico pareció leerme el pensamiento, pues no tardó un segundo en declararme que, de seguro, eso estaba aconteciendo mientras ellos lo estaban pasando fabulosamente conmigo. ¿Y qué más da, añadió, si ya nadie en el mundo es capaz de atajar el terrorismo? De forma que, si no hubiera sido por Mildred, que lucía algo cansada, en una de ésas todavía estaríamos hablando de autores y libros. Además, aún me siento muy protegido por los servicios secretos de Su Majestad Británica, que ocuparon parte de su precioso tiempo en charlar conmigo. Casi nos faltó despedirnos de beso cuando el balbuceante me afirmó categóricamente que le encantaría leer uno de mis libros. Cuando se traduzcan al inglés, se los enviaré todos, fue mi calurosa despedida.