«Es imposible leer estos poemas sin tener la sensación de haberlos vivido. Es quizás la única alabanza que la trajinada poesía puede aún aguantar», escribe Rafael Gumucio de Tragedias oportunas, el tercer poemario de Matías Rivas.
Lo que choca al leer hoy Poemas y antipoemas no es ni el ingenio metafísico ni los chistes campesinos, sino la entrada al mundo del verso de un sujeto que la poesía lírica había preferido olvidar: el señor de corbata y sombrero, el pensionista atareado o el profesor cansado que trata simplemente de dar cuentas de su vida normal, sin lograrlo nunca del todo. Lo que choca no es el absurdo sino el realismo con que Parra asume la voz de hombres cansados y casados, señores con deudas y deudos, habitantes mal dormidos de microbuses en donde cuelgan buscando una oficina para esconder el ansia salvaje y las alucinaciones feroces.
El tono de Matías Rivas, su modo de versificar, su aproximación a la tradición poética es completamente distinta a la de Nicanor Parra y sin embargo no hay otro poeta que haya continuado con más éxito todo lo que Poemas y Antipoemas prometía sin cumplir del todo. El sujeto despierto e incómodo, el profesor y sobrino, el galán imperfecto que Parra dejó interrumpido a mediados de los años cincuenta, se ha reencarnado en maridos salvajes, amantes furtivos de supermercados, coleccionistas de cajas de remedios, prostitutas en entrenamiento y ancianos que hacen de la queja una especie de vocación. No hay ahí propiamente influencia, sino una confluencia perfecta que nace de la valentía de darle la palabra a una serie de sujetos que nunca han pensado que la poesía nada tiene que ver con sus gracias y sus desgracias. Como ese televisor de la portada del libro que transmite sin espectador, entre lámpara, radio y profeta, y que al ser captado sin adorno ni explicación es todas las imágenes que no queremos ver en ella.
Leer Tragedias oportunas no es solo seguir la modulación de la voz de esos insomnes que ahí hablan, sino presentir, oír a los otros, los que no alcanzaron a estar ahí. El libro habla entonces por toda una ciudad, por toda una forma torcida de ser adulto, por toda una serie de quejas, sorpresas y éxtasis secretos que la poesía suele no solo callar, sino ignorar. Entre otras cosas Nicanor Parra escribió en Poemas y antipoemas, en 1954, una forma de vivir o, mejor aún, de morir ese año. Lo mismo que puede decirse de Matías Rivas: quien quiera comprender cómo nos manteníamos despiertos en el 2016 no podrá evitar volver a Tragedias oportunas.
Estos poemas son la parte de la vida que no podemos contar en novelas, ni cuentos, ni reportajes; que solo podemos, de alguna forma, respirar en versos: estufas a las que le falla el gas, gatos que no nos quieren, insultos virtuales, horas sin hora, tiempo perdido, encontrado, olvidado a las cuatro de la mañana, a la hora de los lobos en que sabes que el lobo eres tú y también la oveja.
Tragedias oportunas no es un testimonio ni un reportaje, pero sí es un registro. Como esas cámaras que se quedan grabando, cuando el camarógrafo ha abandonado la tarea de enfocar, y captan justamente lo que importa, todo lo que el ojo y su voluntad olvidan, lo que los niños llaman la realidad real. Rivas ve mejor que nadie el borde temible de las cosas y se interna con más entusiasmo a resolver los misterios que realmente importan, esos que todos dan por supuesto, las horas muertas, los sacrificios sin heroísmo, las confesiones que nadie pidió que confesaras.
Matías Rivas ha llegado al hoy y al ayer por la noche, justamente a través de la tradición. La segunda parte del libro no es solo un delicado y delicioso homenaje a la poesía de Catulo y Marcial, sino también una forma de cerrar el círculo, que así se vuelve infernal. Una forma de dejar en claro que esa angustia de hoy, los chismes, los chistes, los infundios, las ínfulas de hoy vienen del siglo I después o antes de Cristo. Que no solo nada cambió sino que, quizás, nuestras quejas y suspiros de hoy no son más que el rebote de unas voces perdidas en la pared, que somos el fantasma de los amantes que la lava sorprendió durmiendo en Pompeya, a no ser que sea al revés. Rivas deja claro, una vez más, la eternidad de lo que quiere parecer pasajero. Felonías, travestismos, decepciones, risas que no alcanzan a reír y llantos que no alcanzan a lagrimear, todo eso que se supone nace para desaparecer, cree Rivas es eterno. Cree, en el fondo, que la eternidad es un premio que solo pueden recibir los mínimos, lo olvidable, los que renuncian a ellas, los que ni siquiera la contemplan como una probabilidad.
Tragedias oportunas es poesía que parece narrativa, pero que se resiste justamente a la trampa de narrar, es decir: explicar, justificar, juzgar, saber o ignorar lo que las distintas voces acumulan como envases de remedios que no saben donde guardar. Me resisto a calificar y clasificar estas voces: algunas son desesperadas pero otras son felices. Algunas parecen sinceras pero disfrazan mejor que nadie una máscara. Algunas son una máscara pero dicen la verdad. Las comedias y tragedias que aquí transcurren tienen como escenarios los camarines y los bastidores de un teatro del que nunca entrevemos el escenario porque quizás no existe. Aquí nadie quiere ser otra cosa que preciso. La belleza no es ya un enemigo declarado, como en Parra o en Lihn, sino una simple y total pérdida de tiempo que nadie en este libro, meditado largamente y sin embargo urgente, puede permitirse.
La poesía de Rivas, como una caja negra, capta un solo rastro de luz que la placa de nitrato va explicando sin explicar lo que viene antes y lo que vendrá después.
Aquí no hay comentarios, no hay ironía, no hay metaliteratura, porque hay literatura en el mejor y más olvidado sentido de lo que la literatura debe ser: una revelación, el ácido y el agua que obligan a la imagen que se esconde en el papel fotográfico a aparecer. Aquí el poeta ha renunciado a jugar y a juzgar para solo ser el servicial cafiche y el pobre mirón, al mismo tiempo, de algunas escenas de esa vida que no cabe más que llamar cotidiana, filmadas con el descaro con que los documentalistas de la vida animal filman la caza de los leones o los parásitos de los rinocerontes.
Es imposible leer estos poemas sin tener la sensación de haberlos vivido. Es quizás la única alabanza que la trajinada poesía puede aún aguantar.
Tragedias oportunas
Matías Rivas
Ediciones Tácitas, 2016
79 p. — Ref. $8.000