Una fábula inmoral de Matías Rivas.
Nací oveja y aún soy tierna. Tengo menos de seis meses y no he conocido carnero. Pertenezco a un tipo ovino de lana grácil y abundante. Mis antepasados directos vienen de las islas Malvinas. Al igual que todas mis compañeras, vivo recorriendo las pampas con el hocico pegado a suelo: devoro el pasto helado, y si me distraigo un instante, termino rasguñando la tierra con mis escasos dientes. Mi sangre ha sido ensuciada solo en contadas oportunidades por los veterinarios. Vacunas o algo así. Soy sana y crezco con rapidez. He sido trasquilada dos veces por un mismo tipo, que se vanagloria de su habilidad para hacerlo. En ambas ocasiones sufrí cierto maltrato por el uso violento de la podadora de lana. Además, cuando me rapan no reconozco mi propio cuerpo; me siento liviana, débil y ridícula.
Las vitaminas y la poda de mis dóciles pelos estimulan la velocidad de su reaparición. Cada día mi lana se hace más proliferante, pero no es un asunto del que deba quejarme. Fui asignada a un grupo determinado por mi edad y raza, y solo me queda comer compulsivamente; después seré sacrificada y, quizás, sea parte de un festín de los ovejeros y de sus perros, o de mis dueños, la familia McClean.
Mis relaciones con las demás ovejas son casi nulas. Las más grandes devoran pasto desesperadamente y se las arreglan con los solitarios ovejeros chilotes que nos cuidan con la ayuda de sus quiltros amaestrados. Las obligaciones de estos esmirriados sujetos y de sus bestias celadoras consisten en pasearnos por amplios territorios para que nos alimentemos. Nos protegen de los viles depredadores y de los cuatreros. Y evitan que nos separemos del rebaño. Para lograr este fin los perros nos corretean apiñándonos en un solo montón que se mueve al compás de un hambre ancestral. Cuando nos descuidamos, engolosinadas con algún arbusto o nerviosas por algún presentimiento, recibimos el tarascón de un quiltro para que nos juntemos con el resto. Siendo oveja, no hay más que pensar ni hacer. Somos animales simples de temperamento y fáciles de manejar.
Pero mi deseo de hablar no tiene otra razón que dejar constancia de un temor que todas las ovejas tenemos. Hace unos años supe la historia de una amiga que desapareció. Todos, incluyendo al ovejero y a sus perros, pensaron que había caído por un precipicio cercano al lugar donde dormimos la última noche en que fue contabilizada. Incluso se llegó a pensar que un sagaz puma la había eliminado de un zarpazo. Y que escondido tras un arbusto la había devorado. Otra posibilidad, era que un prófugo muerto de hambre la hubiese raptado para cocinarla y saciarse.
Inquietas por esta la historia, mientras comíamos en un prado lejano, supimos la verdad. Mi compañera bobina, que siempre tuvo un melancólico carácter, se perdió del rebaño debido al descuido de sus protectores, los cuales se estaban entreteniendo con una oveja ciega que les sirve de mascota para entrenar a los nuevos perros. La oveja perdida entonces vagó por la estepa buscando al rebaño. Estaba recién trasquilada. Cuando se vio perdida, sola e indefensa, se dedicó a comer; no tenía otra opción. Comió sin cesar. Su suerte estaba dictada, ya no sabemos hacer otra cosa.
Y con el paso de los meses su lana aumentó considerablemente. A la distancia, impactadas, la divisamos. Estaba muerta y envuelta en un amasijo de sucios y raídos pelos. La causa de su deceso era fácil de adivinar: de tanto engullir pasto y, al no ser trasquilada durante un periodo, fue atrapada poco a poco en su misma lana. Su suave pelaje creció en exceso, sus débiles miembros no soportaron el peso y cayó al suelo desfalleciente, quedando a merced de las soledades. Sin fuerzas e inmovilizada, no pudo acercar su hocico al suelo. Seguramente berreó en el mayor de los silencios y fue volteada más de una vez por los vientos infatigables. Gigantesca y monstruosa como un ovillo, sucumbió de hambre entrampada en su natural protección contra el frío. De lejos parecía un matorral, inusitado y solo, en medio de la Patagonia.