No fue fácil leer “Escritos bárbaros, ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo” porque el lenguaje de la humanidad venía siendo desorbitado y perentorio en estos días.
No mueres porque seas un creador o porque tengas este cuerpo. Estás muerto porque eres el rostro eterno. Adonis, Desiertos
No fue fácil leer Escritos bárbaros de Rodrigo Karmy. Leía Escritos bárbaros mientras decenas de sirios —varios de ellos, niños— eran asesinados por un auto bomba cerca de una mezquita, en Damasco; leía Escritos bárbaros y un conductor arrollaba y hacía blanco contra decenas de franceses —varios de ellos, niños— en un balneario de ese país; leía Escritos bárbaros y al día siguiente un conflicto político-militar resultaba en un centenar de personas muertas, y las primeras palabras del presidente con vida eran un elogio de la pena de muerte, en Turquía. Cerraba este mismo comentario mientras Mohiye Sedqi alTabakhi, un niño palestino de doce años, caía asesinado por tropas israelíes de un balazo en el pecho, en Jerusalén: otro niño que «muere» colgó la prensa (¿Se muere?, me pregunté, como había ya aprendido a preguntarme con el libro de Karmy). La lectura de Escritos bárbaros asumió entonces esa especial forma del comentario que, para ser fiel, ha de hacer la narración de aquello que nos fija y nos consume en el tiempo mismo de la lectura.
No fue fácil leer Escritos bárbaros porque el lenguaje de la humanidad venía siendo desorbitado y perentorio en estos días. Por eso fue indispensable leer estos ensayos al lado de otras escrituras: leer sobre la noche y la oscuridad, leer sobre todo cierta poesía (Celan, Adonis, Darwish, Bolaño), leer diarios de viajes, leer sobre monstruos: uno tiene la fantasía de poder salvarse de ese pozo negro de la realidad humana con la literatura, a pesar de que uno sabe que es un recurso fallido. Así como adentrarse en un bosque, en los primeros metros funciona, pero todo se parece demasiado rápido a las pesadillas de infancia, hasta que te das cuenta: no hay cómo evitar la penumbra, y el fango: a más literatura, más te hundes en el hoyo viscoso de esa realidad («Literatura + enfermedad = enfermedad», dice Bolaño).
Una lectura así construida está condenada a ser la de tomar el lugar (aún con el fango reclamándonos), y de figurarse, al punto, lo que ha sido la experiencia de su escritura, que seguramente es la de una rebeldía contra otras lecturas/escrituras de/desde el fango pero sobre todo, y este es el caso de Escritos bárbaros, una experiencia traspasada por lo que Elías Canetti llamó la «pasión de metamorfosis del escritor» —del escritor del fango, recordemos—, que es también, dice, la que surge de una responsabilidad. ¿Cuál es esa responsabilidad?: «Los escritores deberían mantener abiertos los canales de comunicación entre los hombres. Deberían poder metamorfosearse en cualquier ser, incluso el más ínfimo, el más ingenuo e impotente» (357), afirmó. Una responsabilidad trágica ésta porque sabemos que es este un escritor que se hunde al ritmo de su escritura, con los otros.
Cuenta Canetti que, revisando un libro de biblioteca, encontró por azar en su interior un pequeño papel anónimo. El papel contenía la siguiente declaración: «Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra», la frase tenía fecha del 23 de agosto de 1939, es decir, de una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Su primera reacción fue iracunda: ¿cómo era posible semejante arrogancia?, ¡Creerse que la literatura, es más, que un escritor pudiese haber frenado la masacre, quién se figuraba ése! Los días multiplicaron la frase en su oreja y entonces percibió el profundo dolor que cargaba (y que le cargaba también a sí), toda vez que su autor mostraba con lastimada lucidez la dimensión de lo que venía cayendo sobre su tiempo y hacía, ante ello, el reconocimiento de su extrema impotencia para actuar. El papel era un telegrama a nadie, a nada, pero guardaba una esperanza, la escritura era su esperanza, y su responsabilidad: después de la guerra no hay escritura del dolor que no sea dolor de la responsabilidad del escritor, de quien intenta narrar un presente con palabras que evanescen, que nunca llegan a curar el dolor, que no son medicina, que no son escudos antimisiles ni alto al fuego, cuando eso es lo que necesitamos –dolor de la responsabilidad, pienso con el búlgaro en mitad de mi lectura de Escritos bárbaros, que es también cuando ISIS ha convocado a desatar la agresión, en mitad del Ramadán.
Gracias a la anécdota pude recién comprender Escritos bárbaros, porque creí entender la fuerza que los impulsa, la pasión que anima su escritura: la capacidad de cambiar junto al cuerpo del otro, de seguir el rastro de su transformación, incluso el rastro de su muerte, desde el fango, es decir, a pesar de que para ello —lo sabe— tenemos en la mano solamente palabras. ¿Qué deja la metamorfosis del escritor como resto?, ¿qué, la metamorfosis del lector que se ve leído en una escritura? … Deja una correspondencia, un camino: una baba que sangra en los textos, los mancha y te mancha, que te transforma en otro de ti, otro que puede llegar a ser también el escritor, la escritora de multiplicados escritos bárbaros.
Todos debimos desaparecer y estamos todavía. Alguien nos puso en vez de otros. ¿Quiénes somos para sobrevivirles? ¿Qué azar nos impone presentarnos? Preguntas fundantes del escritor que se metamorfosea. ¿Qué hay en el fondo de una escritura bárbara? El deseo de metamorfosis del escritor.
¿Qué hace esa metamorfosis? Hay que recorrer caminos para retornar el tiempo (de sol a sol). ¿Qué caminos? Un mar envenenado (95 millones de litros de aguas fecales y químicas inundan diariamente la costa de Gaza), y una playa, donde juegan y también son asesinados, restados, los niños de Palestina; el recorrido de una escritora chilena que lee en un muro en Hebrón: «Árabes a las cámaras de gas» (podemos ser la negación de nuestra genealogía, podemos llegar a ser la falta de empatía con nosotros mismos hasta llegar a odiarnos para siempre, odiarnos más), esa escritora que se vuelve palestina; unos niños palestinos que se pierden en la noche de un camión militar y retornan, luego, el corazón asolado, avergonzado, ellos nunca quisieron volverse monstruos del monstruo. Un premio nobel que los ve convertirse en estatuas de piedra, y ve cómo el fango cede, y muda, él muda.
¿Cómo dice esa metamorfosis? Recusar el cinismo: no ponernos graves, porque nos la pusieron grave, somos la gravedad de las casas derribadas. Un hogar que cae. Y reconocer el equívoco. Ha escrito el poeta: «Entre el rostro del sol y el horizonte hay/ Un equívoco»: la noche es día, el día es noche (le cegaron los ojos a la luna, con un oropel de chispas venenosas; ella se escondió de las miradas de esos hombres, que brillaban como pájaros eléctricos, también en Ramadán), el horizonte es un ayer bombardeado, el ayer una piedra que sigue pasando, el niño un extraño envejecido y el hombre no puede ser su padre. Reconocerlo: ningún azar hay en nuestra pervivencia, sí equívocos y cinismos, en la fórmula de Peter Sloterdijk. Aunque todo esté escrito en nuestra piel desde cuando esta humanidad (no una animalidad, esta humanidad) talló en ella la autoexperiencia del límite, una bomba, que exigió simple y definitivamente transmutarnos en ella: somos la bomba, tenemos el poder de quitárnoslo todo. Por eso, si hay algo hoy como la «guerra infinita» de la que con gravedad nos ilustra Rodrigo Karmy, ella se basa en la unicidad que hemos construido con los medios de ese poder: somos el espectáculo de vernos vivir en el límite de ese poder. Nos hemos constituido a nosotros mismos en un espectáculo de la capacidad humana para destruirnos. La guerra es infinita y dramática, espectacular. Muy grave.
Entre la bomba, el límite de todo, y la separación de la necropolítica, asistimos hoy, nos explican los lúcidos ensayos de Rodrigo Karmy, a la puesta en marcha de otra (o quien sabe si la misma) tercera vía: la experimentación a gran escala, a escala poblacional, sobre el poder de la técnica pero también sobre la técnica del poder, la «guerra gestional», que es la «guerra infinita» porque cada tierra tiene su afán y cada territorio su ambición disciplinar, y siempre habrá de fondo la justicia de la autoconservación (y porque hecho una vez, lo transformamos en historia natural, en pura repetición espectacular del daño). La guerra infinita, dice nuestro bárbaro escritor, no aprende a matar: aprende a hacer vivir como muerto, hay que instruir a los zombies, como en la película protagonizada por Brad Pitt, para que dejen de desear (nunca importa de qué guerra vienen los zombies, pero vienen de una y van a otra).
Esta guerra infinita tiene un rostro eterno, de ese que hablaba el poeta, el comienzo del sin fin, y tiene nombre, y se llama Palestina. Un nombre oscurecido que no se quiere nombrar porque es todos los nombres. Dice Karmy: Palestina permite hoy contemplar «la historia imperial de Occidente» (219). Palestina es hoy la encrucijada: por eso interrumpen sus caminos, los obstruyen: —¿Qué hay allí donde no hay camino? —Un hogar. —¿Y donde no hay un hogar ni un camino? —Esa es una tumba. —Pero una tumba es un hogar para morir y algunos ni eso tienen. —Entonces donde no hay camino ni hogar, ni tumba, hay vacío: una apertura que es un ojo que te mira todo el tiempo, una reja a través de la cual miles de manos piden camino, refugio: «Cuerpos flotan», en la terrible imagen de Karmy (195), buscan refugio, confían en los lugares. Pero los lugares no existen, de eso se trata: de suprimir los lugares, de hacer vagar en el vacío… o en su metáfora: de construir un espacio sin gravedad, donde no hay puntos de referencia: cada niño detenido puede volverse un informante más. La guerra gestional es por ello infinita.
En tanto, la escritura del fango, la escritura bárbara de Rodrigo y de tantos otros bárbaros, teje, sabe que fracasa pero continúa, es lo único que tiene: un deseo, un rostro que nombrar, tiene trabajo: «tejer la encrucijada de caminos», «coser el espacio con los restos del tiempo», teje y vela.
A su lado, un olivo riñe con el suelo duro de las cenizas, otro brega desde la raíz y se curva silencioso, suave, y emerge agrietando el suelo escombrado. Es inexorable: abandonará la oscuridad. Inexorable, se abrirá paso construirá un camino, es eterno.
«El poema se escribe en mí» (57) dice Mahmud Darwish en el poema que rescata Rodrigo Karmy, mientras, una pluma le marca la piel con cada sílaba y se metamorfosea y «vuelve palestino» y bárbaro, como la escritora chilena, como yo misma después de leerlo a él.
Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo
Rodrigo Karmy
LOM Ediciones, 2016
239 p. — Ref. $10.000