La pornografía sin hilos

por · Agosto de 2016

Cierta clase de literatura nos describe biografías execrables de muchachas que se entregaron a la vida airada por culpa de la miseria, si bien hay autores que elevan a las cortesanas a la categoría de heroínas inmortales. En la actualidad, esto parece pasado de moda, por más que la prostitución abunde tanto como ayer, quizá más que ayer.

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Hace unas dos semanas, un amigo que postula a obtener recursos para su editorial provenientes del Fondo del Libro y la Lectura, se instaló en mi escritorio con el objeto de realizar un perfil mío, el cual, según las infernales estupideces que hay que llenar en esos formularios, podría ser el de manipulador de alimentos, auxiliar de enfermería, mecánico automotriz, barredor de calles y plazas, asistente de kindergarten, estibador y suma y sigue. No estoy exagerando, porque cada requisito era más imbécil que el otro y si no perdí la paciencia fue debido a que yo sería el director de una colección de clásicos de la literatura chilena que él y sus socios quieren inaugurar. Tampoco estoy mirando en menos ninguna profesión u oficio, ya que siento tanto respeto por un albañil como por un arquitecto, por una asesora del hogar como por una trabajadora sexual. Simplemente llegué a la convicción de que la idiotez estatal, y, en concreto, la de quienes pretenden administrar la cultura, ya no tiene límites.

Pero dicho aspecto, digamos, burocrático, no fue lo que más me inquietó cuando este amigo se metió en mi computador. Lo que más me molestó fue que encontró que yo visitaba sitios pornográficos. En efecto, como él es un experto cibernético, muy luego vio avisos, digamos, poco aptos para menores. Me di cuenta enseguida de que no ganaba nada con explicarle que no era yo quien veía esas páginas, sino otra persona que suele usar mi vetusto ordenador, perfecto para quien desee disfrutar de vicios ajenos Por lo demás, mi amigo es harto aficionado a seriales escabrosas, tales como esa en que un joven se enamora de un potrillo o esa otra en que un hombre se rinde ante los encantos de un delfín y, como lo abandona, el cetáceo se suicida (los delfines son los únicos animales que se dan muerte a sí mismos).

Y resulta que acabo de leer, en una revista digital española llamada Coladepez, un artículo escrito por un viejo compinche español, Luis Ángel Fernández, titulado Sexo agotador. En suma, él se queja de la pobre oferta que hay, de que en el 99% de los casos debe copiarse la tarjeta de crédito para acceder a material indecente, de que es preciso pedir autorización a la CIA con el fin de ver algo cochino, en fin, de que los gobiernos, las iglesias y los servicios de inteligencia atacan la libertad de expresión. Un ejemplo fuera de serie era un físico cuántico de una universidad de Estados Unidos, quien, tras explicar abstrusas materias, estaba completamente al día en cuanto a los sitios de frenética actividad erótica que proporciona la red.

De modo que me hice dos preguntas obvias, que de tan obvias son pueriles. En primer lugar, ¿por qué me defendí como gato de espaldas cuando mi amigo postulante al Fondo del Libro descubrió mi pecado, que en realidad no es mío, pero para el caso da lo mismo? Por cierto, conozco el motivo: pertenezco a una generación en la que la pornografía era lo peor de lo peor, pues explotaba el cuerpo de las mujeres —bueno, presumo que también el de los hombres— para fines comerciales. Esa misma generación pensaba que la prostitución era un gravísimo flagelo social, que inevitablemente desaparecería con el advenimiento del socialismo (pese a que en los países socialistas florecía como en plena primavera). Y todos cuantos militábamos en el machismo leninismo más rabioso opinábamos lo mismo, con la agravante de que también sosteníamos posiciones inaceptables con respecto a muchos otros asuntos similares, tildando de degenerados, depravados, desviados, enfermos, sociópatas y psicópatas a cualquiera que tuviese una conducta poco aceptable para la mayoría. En segundo lugar, me irrité conmigo mismo al reaccionar como reaccioné. Es cierto que no grité ni di patadas ni insulté, pero, en lugar de haberme reído y haber dicho sencillamente «me pillaste, gordo infame» (mi amigo editor es un guapetón con leve sobrepeso), lo que hice fue mostrarme tan culpable como quien comete delitos contra la humanidad.

Bueno, por suerte esto ha cambiado, aun cuando no debe ser tanto si un tipo más o menos culto como yo se asusta si los demás sospechan que ve pornografía. De más está decir que, en la privacidad del hogar, uno puede hacer lo que le dé la gana, siempre y cuando no perturbe a nadie ni cause daño a persona alguna. Entonces, ¿qué hay de malo en ver pornografía o en pensar que los demás piensan que uno la ve? Lo malo, ocurre, claro, cuando los otros interfieren en nuestra existencia personal sin que se les dé permiso; no obstante, ese no es el caso del gordo sublime que es mi amigo, ya que fue la pura casualidad la que lo llevó a presumir que soy un adicto al sexo virtual o, para no llegar tan lejos, que tengo afición hacia lo sicalíptico.

De modo que, en lugar de dedicar parte de las horas libres que tengo a buscar los espacios más jugosos que ofrece internet, me he puesto a pensar y, en cierta forma, a investigar acerca de los dos temas que insinué poco antes. Y, de nuevo, llegué a conclusiones tan pedestres que casi me da vergüenza enunciarlas. La profesión más antigua del mundo nunca va a desaparecer, aun cuando no sea más que por eso, por ser la actividad humana de intercambio más antigua que se conoce. Es más, en algunas de las civilizaciones arcaicas como la asiria, la caldea, la hitita, existía lo que se llamó prostitución ritual y que consistía en que, al menos una vez al año, las damas de la corte, las mujeres de la casta reinante, acudían al templo de Ishtar o de alguna otra diosa con él único y exclusivo objeto de vender sus cuerpos, a un precio simbólico, al primero que pasara por delante de ellas. No era degradante y ni siquiera desagradable, pues constituía un deber que había que cumplir, so pena de incurrir en la ira de las divinidades. Claro que desde entonces han transcurrido milenios y poco en común tenían las aristócratas de hace tanto tiempo con las chicas y chicos que se ganan algunos pesos prestando un servicio a la comunidad. ¿Es excesivo decir esto último? Para nada. Por descontado, la literatura, en especial cierta clase de literatura, nos describe biografías execrables de pobres muchachas que se entregaron a la vida airada por culpa de la miseria, si bien hay autores —Balzac, Dumas hijo, Proust— que elevan a las cortesanas a la categoría de heroínas inmortales. En la actualidad, esto parece pasado de moda, por más que la prostitución abunde tanto como ayer, quizá más que ayer.

Con respecto a la pornografía, tengo a la mano una edición del diccionario de la Real Academia que dice lo siguiente: «del griego prostituta y escribir», vale decir, persona que escribe acerca de la prostitución o mejor dicho autor de obras obscenas: ¿Henry Miller, Lawrence, Burroughs, Anaïs Nin, Zola, Durrell y tantísimos más, desde la antigüedad hasta el presente? ¿O decenas de cineastas que, desde la época de las películas mudas hasta la actualidad nos han mostrado una enorme decadencia vital?

En verdad todo esto es tan añejo como la misma pornografía, que es, por dondequiera que se la mire, muchísimo más remota que toda forma conocida de prostitución. Ya en las pinturas rupestres de la prehistoria existe un arte figurativo de los actos genitales tan explícito que debe dar una envidia feroz a cualquiera que dirija un sitio virtual sobre este tópico. Para qué hablar entonces de los grabados persas, de las iconografías hindúes, de las pinturas japonesas, de las representaciones griegas y, horror de horrores, de los fantásticos frescos de Pompeya; aquí resaltan los murales de la casa de los hermanos Vettii, dos solteros que, en lugar de casarse y tener hijos, prefirieron invertir su riqueza en ocupaciones que a ellos les parecían mucho más entretenidas y que están a la vista de cualquier turista que viaje a esa ciudad romana.

Cuando yo era chico, pensaba que todas las palabras terminadas en grafía tenían que ver con la tecnología inalámbrica, pues wireless, en inglés, significa exactamente eso, radio sin hilos o cables. De ahí, pues, telegrafía, cinematografía, cablegrafía, fotografía, radiografía, etc. Todo era lo máximo si no dependía de cuerdas, cabos, filamentos. Así que creía que la pornografía también era un prodigioso adelanto científico que permitiría quién sabe qué cosas, puesto que no requería hilos. Cuando comuniqué tal hallazgo a mis padres, lógicamente se desternillaron de risa. Este sí que es descubrimiento, me contestaron y vaya qué descubrimiento es: ¡La pornografía sin hilos! Tal vez algo he madurado, por más que ahora me pregunte: ¿Es tan mala la pornografía sin hilos?

La pornografía sin hilos

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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