En La casa del dolor ajeno (Literatura Random House), el mexicano Julián Herbert narra la historia perdida de los 303 chinos masacrados en Torreón durante la Revolución.
1.
Si buscamos en la RAE la palabra sinofobia, no encontramos nada: un vacío, una ausencia, no hay registro, no hay definiciones. Pero si indagamos un poco más, llegamos a su significado: miedo a China, a sus habitantes, a sus nativos, a su cultura.
Sinofobia: aquello que definía a ese grupo de mexicanos que entre el 13 y el 15 de mayo de 1911 masacraron a 303 chinos en la ciudad de Torreón, al norte de México.
Sinofobia: aquella palabra en la que Julián Herbert indaga en las 303 páginas de La casa del dolor ajeno (Literatura Random House), su último libro, para entender por qué un grupo de personas decide asesinar y torturar y humillar a otros simplemente porque son diferentes, porque no los conocen, porque no los entienden.
2.
El oficio de Julián Herbert es el de escribir una y otra vez sobre la memoria —que se escabulle, se difumina, nos hace trampa—, sobre los recuerdos incómodos, sobre un pasado que se mitifica pero que él —siempre lúcido y desconfiado— no quiere aceptar; duda, cuestiona, se pregunta por qué por qué por qué. Puede ser una historia íntima —la muerte de su madre, por ejemplo—, puede ser una masacre que ocurrió hace más de 100 años, da igual, lo que importa es ingresar en los rincones oscuros y ver qué hay ahí realmente. Qué se esconde en esos relatos míticos, en esos rumores que a él no terminan por convencerlo.
3.
La sintaxis de Herbert se modifica según lo que va ocurriendo frente a sus ojos. Porque Herbert es, primero que todo, un observador diestro, atento, curioso, que transporta aquella mirada —y lo que escucha, por supuesto— a esa sintaxis que se mueve de un lugar a otro, intentando representar lo que muchas veces es imposible: la violencia y el horror, los silencios y el pasado que se escabulle, o el presente que a ratos parece cualquier cosa: una ciudad llena de muertos donde antes hubo otra ciudad llena de muertos, y así avanza, entremedio de los escombros, de aquellas ruinas con las que se ha obsesionado en estos años. Un país que se vuelve inexplicable; pero lo intenta: encontrar en las palabras un refugio, una salida, a pesar de todo.
4.
«Quien quiera acercarse a su pasado sepultado —decía Walter Benjamin— tiene que comportarse como un hombre que excava. Y, sobre todo, no ha de tener reparo en volver una y otra vez al mismo asunto, en irlo revolviendo y esparciendo tal como se revuelve y se esparce la tierra».
Eso hace Julián Herbert en este libro: excava hasta llegar al origen de una historia que tiene tantas versiones como años. Un relato oral que se arma y se desarma según quien lo cuenta: libros de historia, recortes de diarios, documentos, cartas, muchas cartas, pequeños relatos que han sobrevivido al paso del tiempo y que se han distorsionado, por supuesto.
La búsqueda de un archivo que permita reconstruir la historia, porque el archivo es lo único puede cambiar la memoria, puede cambiar lo que recordamos. Por eso La casa del dolor ajeno es una crónica y no una novela: porque a veces —como nos enseñó Rodolfo Walsh— la realidad —ese dispositivo indescifrable— nos exige que nos despojemos de todo —de la literatura también– y, entonces, recién podemos hablar, podemos nombrar.
5.
Julián Herbert convertido en historiador, en sociólogo, en antropólogo, en pasajero de muchos, muchísimos taxis. Herbert convertido en un cronista que mira, que no esconde sus ideas, que no tiene miedo de discutir con otros historiadores, con el relato oficial que dice que es mejor no recordar esta masacre, que los chinos fueron asesinados por Pancho Villa, que la revolución, que la pobreza, que la envidia, que no se podía hacer nada, que la culpa fue de los pobres, que el Estado no tiene nada que ver, que no se podía hacer nada.
6.
Quizás está bien que La casa del dolor ajeno se publique en una colección de novelas y no en una de crónicas: lo que ocurre es que el libro de Julián Herbert tiene poco que ver con el periodismo narrativo —no le interesa mostrar cuán talentoso es a la hora de construir historias con un lenguaje inocuo y periodístico— y mucho más con esa definición que hizo alguna vez María Sonia Cristoff sobre la no ficción: «Una forma literaria en la que confluyen elementos de la autobiografía, un trabajo con los documentos que no excluye la imaginación y la traza de un narrador que ante todo es lector». La casa del dolor ajeno transita por esos territorios que menciona Cristoff, muchos más complejos que simplemente reconstruir una historia, donde la pregunta constante es por la lengua: ¿Cómo narramos la violencia? ¿Cómo narramos la realidad? ¿Qué hacemos con el pasado que se parece tanto al presente? ¿Qué hacemos con el lenguaje para responder esas preguntas?
7.
No creo que sea sólo una casualidad que la novela que Literatura Random House publicó poco antes de esta crónica sea Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge. Otra historia brutal sobre México construida por una serie de voces reales, un coro de voces que rompen constantemente el relato, que molestan, que incomodan, que murmuran. Son las voces que ha reunido Herbert en este libro también. Es el teatro de los muertos. Es Rulfo una y otra vez, cómo no. La voz convertida en un documento, la voz de los que no tuvieron voz pero que acá, en la literatura, encuentran un espacio, un lugar que nos permite acercarnos a la historia desde una calidez que el relato oficial nunca va a conseguir.
8.
«Tú sabes quién mató a los chinos», le pregunta Herbert a un taxista, y éste, luego de mover la cabeza de forma negativa, cuando ya están llegando al final del largo recorrido, le dispara: «Han de haber sido los Zetas, ¿no? Esos weyes son los que matan a todos».
Los Zetas: un cartel de narcotraficantes que no existía en 1911.
9.
Julián Herbert convertido, también, en un lector atentísimo. Alguien que mientras va indagando en la masacre, se encuentra en una carta, por ejemplo, con una imagen tan extraña como luminosa, que podría parecer anécdota, pero que en realidad esconde una belleza necesaria en medio de toda la narración: «Papá cabalgaba entre unos matorrales que le llegaban a la cintura, y de pronto empezó a llover. Aunque vestía un abrigo para protegerse, papá estaba empapado de pies a cabeza al fin de la tormenta. Sin embargo, los peones que caminaban atrás estaban completamente secos. Papá se dio cuenta de que, cuando la lluvia había empezado, los hombres se habían quitado la ropa, la habían guardado en la copa de sus sombreros, y habían caminado desnudos hasta que cesó el aguacero».
10.
«Torreón fue una ciudad fundada en el lenguaje de la violencia», anota Herbert, y en aquella sentencia parece residir una verdad incuestionable, inmutable: los chinos no fueron masacrados por Pancho Villa, los chinos fueron masacrados por tropas revolucionarias, sí, pero también por aquellos ciudadanos de Torreón que no pudieron esconder el odio, la xenofobia y la rabia inculcada por una clase privilegiada que por más que intenta borrar el pasado, no lo consigue, mientras el Estado no asume ninguna responsabilidad, cierra los ojos, dice que no tiene nada que ver con esto. Un antichinismo que viene más de la imaginación, los prejuicios y la ignorancia que de otra cosa. Y que se traduce en eso: en tres días infernales que Herbert narra con una fuerza descomunal. Porque sí: en medio de tanta investigación, de tantas historias que nos contextualizan la violencia, Herbert se da tiempo también para mostrarnos por qué es uno de los narradores más importantes de su generación: narrar la masacre con una intensidad que sólo podemos reconocer en la poesía, narrar el pasado como si estuviera narrando el presente.
11.
Julián Herbert busca en Torreón el lugar exacto de la masacre, pero no lo encuentra. Las versiones no calzan, el lugar no está. Pero lo busca e intenta imaginar cómo era ese paisaje aquellos días de mayo de 1911, intenta imaginarse en la masacre y dice: «No puedo. Torreón es nada más que esto que ves: un domingo de junio de 2014, peatones que sudan la gota gorda, tráfico y cláxones, comercios. Siempre es más fácil destruir la memoria que restaurarla. Y eso es una tragedia pero también una bendición. Después de todo, el impulso biológico es ciego y sordo y carece de lengua: es presente puro. Somos los humanos quienes nos empeñamos en escapar de Lo Real a través del lenguaje y la memoria. El olvido está más cerca de la naturaleza que nosotros».
12.
La casa del dolor ajeno se llama así, porque ése era el apodo que tenía el estadio de fútbol donde jugaba el Santos Laguna, un equipo que los chilenos conocimos porque ahí brilló el inefable Pony Ruiz. Dicen que era una cancha tan difícil, que todos los equipos visitantes perdían. Sí: la casa del dolor ajeno. Pero el presente nunca deja de sorprendernos: hace tres meses, luego de que el Santos le ganara al Tigres, su archirrival, y de que hubiera una batalla campal en el estadio, con detenidos, sangre y peleas, los dirigentes de Santos decidieron cambiarle el apodo al estadio, que para ellos incitaba a la violencia. Ahora se llama «El templo del desierto». ¿Se podrá borrar la violencia sólo con las palabras?
13.
En su último libro de cuentos, Las cosas que perdimos en el fuego, la argentina Mariana Enríquez —una autora que creo que a Julián Herbert le debe gustar mucho o que le podría gustar mucho— escribe en uno de sus relatos: «Todos caminamos sobre muertos. ¿Sobre qué otra cosa vamos a caminar?».
Y Herbert anota en un momento de su libro: «Qué difícil es caminar por una calle sin que te salgan al paso varias generaciones de esqueletos».
Parece, entonces, que para nosotros siempre es la misma historia.
Termino, entonces, con unos versos del poema de Edgard Lee Masters con el que cierra Herbert esta casa del dolor ajeno: «Y pregunto: ¿para qué profundos usos/ sirve el lenguaje?/ Una bestia del campo se queja un poco/ cuando la muerte se lleva a su cachorrillo./ Y nosotros nos quedamos sin voz en presencia de las realidades/ Nosotros no podemos hablar».
La casa del dolor ajeno
Julián Herbert
Literatura Random House, 2015
303 p. — Ref. $14.000