Narrar el dolor, sin dolor, como en Babai, del director Visar Morina, fortalece la indiferencia y suspende nuestra empatía.
Un niño está obsesionado con estar con su padre, quien desea, y logra, irse solo a Alemania en busca de una mejor vida. El niño, Nori (interpretado por un tremendo Val Maloku), toma la decisión de ir a buscar a su progenitor, en un peligroso viaje desde Kosovo hasta Alemania. Contará con la ayuda de una mujer, Valentina, quien se aprovecha de que el niño ha robado una suma considerable de dinero que podrá pagarle el viaje a ambos.
Este es, grosso modo, el argumento de Babai, de Visar Morina, película que intenta presentarse como un drama crudo, pero que no lo consigue del todo. Las escenas del viaje de Nori en busca de su padre intentan recrear la dureza y el peligro que significa para un emigrante ilegal (¿o refugiado?) pasar distintas fronteras a través de tierra y mar. Sin embargo, no logra captar el drama ni las emociones intensas que conlleva el viaje; nos quedamos con la sensación de que algo falta por contar. Hay una suerte de infantilización o inocencia a la hora de manejar el drama, como si al director le costase traspasar la frontera o el velo que oculta el dolor.
Eso sí, entre sus logros, la película cuenta con una buena fotografía, un director que se toma el tiempo de brindarnos un par de imágenes memorables. Asimismo, hay que resaltar la actuación de Val Maloku, el niño, quien por sí solo sostiene la narrativa del filme. De resto, los otros personajes no logran convencernos con sus actuaciones. Solo hay una escena grupal en la que se genera una dinámica que altera un poco el ritmo de la película: una reunión familiar en la que cada miembro le pregunta al otro por su vida, y todos responden con una lacónica afirmación de bienestar.
Como ópera prima, el director Visar Morina hace un buen trabajo, en especial en la dirección de actores, pero para un tema tan complejo como la emigración ilegal, la búsqueda de nuevas oportunidades, y la dureza del traslado, narrado desde la relación entre un padre y su hijo, se nota la ausencia del drama. Narrar el dolor, sin dolor, fortalece la indiferencia y suspende nuestra empatía.