Los rituales del fuego

por · Diciembre de 2016

Este año, el Furia Festival de Talca coincidió con el lanzamiento de Dialéctica negativa, el disco con el que Asamblea Internacional del Fuego venía a cerrar un silencio discográfico que se prolongaba desde el 2013.

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Cualquier documental sobre el nacimiento de la escena hardcore termina recayendo sobre ciertos elementos comunes: la ética DIY; la configuración, siempre subterránea, de un circuito en donde la camaradería y la amistad parecen ser contradiscursos contra la frialdad y soberbia de la gran industria musical; cierto distanciamiento de la vertiente más radical del punk que hizo de los excesos una forma de hacer estallar todas las convenciones, a medio paso entre Johnny Rotten pinchándose heroína y G.G. Allin recibiendo una lluvia dorada o lanzándole su mierda al público en pleno show. Frente a esa provocación fácil e ingenua surgieron, y sírvanos los textos de Reynolds para iluminar esto, propuestas interesantes que, a diferencia de la aspaventosa y bullada aparición del punk en los setenta, intentaron correr el cerco un poco más allá tanto en términos musicales, conceptuales y éticos. Porque darle la espalda a la industria tiene tantos beneficios como riesgos. Y en esa posición, creo, el mundo del hardcore, al menos en América Latina, se ha mantenido una posición estoica.

En Talca, por ejemplo, y desde hace más o menos cinco años, viene realizándose el Furia Festival. En dos días, y con un desfile de bandas que van desde el hardcore melódico de la escuela californiana hasta el crust más áspero y ruidoso, esta ceremonia convoca bandas y acólitos de todo el territorio a darse una pequeña cita en el tobogán eléctrico del moshpit. Organizado a pulso, el Furia se ha transformado en un espacio para que pequeñas distros, fanzines, bandas y oyentes se hundan en una nube de alcohol, sudor y gritos.

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Este año el festival coincidió con el lanzamiento de Dialéctica negativa, el disco con el que Asamblea Internacional del Fuego venía a cerrar un silencio discográfico que se prolongaba desde Lo que hablaron las ánimas en el camino del 2013. Un disco que es, me parece, una vuelta de tuerca a lo que la banda venía haciendo hasta el momento. «Me hace más sentido escuchar a Los Jaivas, Atahualpa Yupanqui o Violeta Parra, que a Chain of Strenght y otras cosas (…) Me hacen más sentido Los Prisioneros, los Fiskales Ad-Hok que Fugazi», dice Emilio Fabar en una entrevista reciente. Y se nota.

Quienes vienen siguiendo la trayectoria de AIDF desde sus inicios saben que, además de las reminiscencias al sonido de bandas como Saetia, Rites of Spring o Policy of Three, hay un intento por construir una poética donde el naufragio y la fuga aparecen como imágenes que se repiten. Pero lo que en sus discos anteriores aparecía como alegoría (estoy pensando en canciones como “Devastados (la suerte de Roma)” o “La estrategia del caracol”, que le hace un guiño a la cinta del mismo nombre del director Sergio Cabrera), en Dialéctica negativa se vuelve más claro. El desgarro es el mismo, pero en los versos ya no hay licencia para la metáfora. Así, por ejemplo, “Helicópteros” se constituye como una elegía que repasa cada uno de los horrorores que la dictadura fue dibujando en esquinas, estadios, retenes de carabineros y hospitales. «Hablan que hubo un tiempo que fue parte de otro tiempo/ en una ciudad de piedra/ con una memoria negra», dice una de las estrofas. La ciudad, como en ese poema donde Gonzalo Millán repasa el hastío y la repetición del Santiago sitiado de los ochenta, es una colección de estampas de violencia, clandestinidad y persecución. La enumeración susurrante nos habla del Pau de Arara, del submarino, de la discoteque Venda Sexy. «Para nosotros no fue tan solo hacer canciones, para nosotros quizá tenga que ver con la autodefensa», escribieron en Facebook cuando lanzaron el disco, cuestión a estas alturas tautológica: todas las letras parecen ser cartas de despedida, invitaciones a perderse, como diciendo: «No me quiero hacer la víctima/ a lo sumo estoy cómodamente tendido sobre la piedra de los sacrificios/ y un tipo se limpia las uñas con un cuchillo/ me dice ¿qué es de tu vida?/ ¿no te parece que sobra?».

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Asamblea Internacional del Fuego tocó el domingo cerca de las ocho de la noche. El lugar de la tocata es amplio, suerte de salón para eventos bailables. Este año el festival se llevó a cabo en las dependencias del Club Deportivo Seminario, en uno de los barrios históricos de la ciudad. En el antepatio del local se dispusieron algunas ferias con fanzines, poleras y discos. El público es el de siempre: poleras negras, tatuajes y esa estética que se replica desde hace un par de décadas. Compro una polera de la banda que lleva estampado una estrofa de “Casaspena”: «Aprendiendo a caminar con ojos en la espalda/ esquivando serpientes sin mirar». La canción, que da inicio al disco y, en este domingo tórrido, a la tocata, parte con un sampler de Aguirre, la ira de Dios de Werner Herzog donde Klaus Kinski interpreta ese delirio casi melvilliano de la búsqueda de El Dorado.

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Parten, entonces, los primeros riffs del primer track del disco y lo que viene es una imagen que no cesar de renovarse: alrededor de cincuenta personas rodean el escenario dibujando una medialuna. El aire, tibio como baño turco, se vuelve espeso, pegajoso. Emilio canta: «El desierto fue entrando y fue cubriendo todo/ con él llegó la náusea y solo había naufragio». Hay flashes por doquier: la fotografía es otra parte del ceremonial. Algunos chicos saltan, intentando un anoxérico stage diving. La mayoría cae al suelo y se golpea con las baldosas. Otros gritan junto al micrófono las estrofas de estas canciones que, aunque nuevas, se volvieron amuletos preciosos y oscuros. Joyas para conjurar la tempestad. La banda aprovecha la ocasión para repasar casi la totalidad de los tracks del nuevo disco. A “Casaspena” le sigue “Neltume” y “Comunión”, este último parte del repertorio más clásico. “Río Mataquito”, segundo track del disco y cuarto de la jornada, podría ser una solapada referencia hacia la historia de una cuenca donde la resistencia indígena fue doblemente aplacada: primero por el imperio Inca y luego por españoles, la tozudez de los Picunches hizo que ganaran el apodo de «promaucaes». Desde ahí cobran sentido las estrofas que, en clave spokenword, dicen: «Y agradezco al monte, y agradezco a la lluvia/ agradezco al río que riega la semilla que dio el pan que comemos/ y a todos nuestros muertos que abrieron el camino/ como antorcha inmensa de gloria que ilumina».

Siguen con “La pequeña muerte de Ulises Lima”, “Devastados (la suerte de Roma)”, donde todos gritan a voz en cuello «como Roma caerá, todo caerá», mientras Emilio recita los versos del Gitano Rodríguez «porque no nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza», marcando la mentada filiación al canto popular latinoamericano. Puede que en un par de años, y ojalá así sea, la canción de protesta incorpore en su pequeño canon a bandas como Asamblea Internacional del Fuego o Tenemos Explosivos, que de un tiempo a esta parte vienen haciendo una mejor tarea de composición que cualquier dizque cantautor, guitarra de palo en mano. Dentro del mundo mismo del hardcore, además, la banda ha cultivado un sonido que llega un poco más allá del horizonte de la escena, a veces estrecho y entregado a repetir casi sin variación una fórmula algo manoseada de hacer las cosas. Algo así como una prédica para conversos.

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“El mejor actor Kabuki” cerró la jornada, pasadas las nueve de la noche. Según entiendo, quedan los platos fuertes del último día: La traición de la pólvora y Rehusar, dos bandas locales que hacen que el público se vuelva un torbellino, una masa eléctrica que se expande y se contrae a mil revoluciones por minuto. El domingo deja caer su modorra como una gruesa frazada y otro ritual del fuego se cierra hasta la siguiente asamblea.

Los rituales del fuego

Sobre el autor:

Jonnathan Opazo Hernández (@ensayo_error) es autor de Junkopia y mantiene el blog lacitadeunacita.

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