Río posee tal reputación de fiestera que, a veces, tiende a ignorarse su cultura.
Aunque ya estemos irremisiblemente en 2017 y aunque a estas alturas hablar del Año Nuevo parezca algo antediluviano, creo que a veces hay que dejar pasar cierto tiempo para contar experiencias inolvidables que quedan grabadas por largo tiempo en nuestra memoria. Sí, porque si uno las relata enseguida corre el riesgo de dejarse llevar por lo inmediato, con el resultado de que le puede salir un texto brumoso o deshilvanado. Y como soy una persona entusiasta, a ratos demasiado entusiasta, en mi caso ese riesgo se duplica, se multiplica y puedo terminar con cualquier charquicán.
He ido a Río de Janeiro muchas veces y gracias a una amiga de toda la vida, he pasado ahí las fiestas de fin de año en numerosas circunstancias. En esta ocasión, en cambio, tanto yo como mi acompañante decidimos prescindir de esa hospitalidad y arreglárnoslas por nuestra cuenta. Fue una resolución feliz y con sorprendentes resultados. Ya al llegar, descubrí que no conocía Río, que siempre había sido un turista de paso y que no tenía idea hasta qué punto la ciudad brasileña revela tesoros tangibles e intangibles en cada una de sus esquinas. Lo obvio, lo manifiesto cada vez que se habla de Río es el deslumbrante escenario natural que la rodea, el fútbol, el carnaval, las playas. Si bien me explayaré en torno a Copacabana y el resto más adelante, creo que casi nunca se hace referencia a la arquitectura, el elevadísimo nivel cultural, el grado de educación y refinamiento de sus habitantes. Es más, hasta hace poco se solía asociar a Río principalmente con la violencia, la pobreza, la desigualdad. Y claro que las hay, eso nadie puede negarlo. Sin embargo, en la actualidad, sea por medidas gubernamentales, sea por las Olimpíadas o sea por lo que sea, Río es un espacio seguro, tranquilo, donde se puede salir a cualquier hora y esto está de más decirlo, una de las urbes más tolerantes y liberales del mundo. Este último rasgo está tan implantado en la conciencia colectiva que se suele dar por sentado o bien confundirse con la prostitución callejera y el comercio carnal, que por lo demás existen en todas partes. También se caracteriza –o se estigmatiza- a Río como una de las tres capitales gays del orbe –las otras serían San Francisco y Sydney- debido a la suprema libertad con la que ahí circulan las parejas del mismo sexo. La verdad es que no es para tanto o quizá sería mejor decir que uno se acostumbra enseguida a la desenvoltura con la que los cariocas ejercen sus derechos ciudadanos.
No obstante, el patrimonio arquitectónico de Río generalmente se pasa por alto, a pesar de ser uno de los más fecundos y variados del continente. El tema da para un tratado, de manera que me referiré a lo más patente: el centro histórico, Santa Teresa, Lapa, Leme, Copacabana, Ipanema y Leblón. En los primeros cuatro distritos mencionados están presentes todos los estilos de fines del siglo XIX y comienzos del que hace poco terminó, desde el neoclásico al art déco, en construcciones espléndidas y acogedoras. Andar por esas calles es volver a la belle époque con un especial acento del trópico y gracias a la entera restauración del sector, es fácil marearse con los colores y sabores que emanan de las casas y los cientos de restaurantes donde se puede comer a precios muy baratos. Como los tres últimos barrios están ligados indisolublemente con las playas y las películas tienden a mostrar una selva de cemento, es fácil olvidar la magnificencia estructural de esas avenidas, rodeadas de árboles altísimos, de plazas y parques, de miles de rincones amables y de edificaciones donde se dan cita la Bauhaus, el constructivismo, el futurismo y otra multiplicidad de expresiones que predominaron en el diseño urbanístico hasta la mitad del siglo XX.
Un día, aconsejados por una muchacha, decidimos, hacia el atardecer, ir a la Plaza Tiradentes. En el trayecto de ida tomamos el metro. Quedamos estupefactos y no hay otro término que éste para describir lo que sentimos. Al detenerse el tren, la gente se baja calmadamente, se sube sin que nadie empuje a nadie y tras un silbato, se anuncia que los carros están llenos. Y realmente no lo están, ya que caben muchas más personas; así y todo, ninguna de ellas hace siquiera un intento por meterse adentro. De modo que nos instalamos de manera holgada y, por si fuera poco, había asientos disponibles. En la Plaza Tiradentes, ubicada en el casco antiguo, hay encuentros de samba y otros ritmos todos los días y el que llega tarde tiene escasas posibilidades de ver el espectáculo. Como estábamos en dicha situación, nos repantigamos en un escaño lateral a tomar cerveza y ver transcurrir la vida; vimos pasar mucho, de todo o a lo mejor nos figuramos que sucedían hechos imaginarios en un ambiente tan relajado que aquí es impensable. Al regreso, optamos por un bus, lo que no es tan sencillo, puesto que hay que caminar por diversos laberintos de vías secundarias, generalmente desiertas a esas horas. Las guías turísticas, las páginas web, los folletos, aconsejan abstenerse de circular de noche por esos antros de perdición; estoy seguro de que esto se aplica a épocas anteriores, ya que no vimos señal alguna de diabluras por los alrededores. Tras preguntar a diestra y siniestra, logramos dar con un paradero desde donde podíamos volver. En lo que me pareció un milagro, el vehículo iba casi vacío. Ni en el metro ni en el bus se subieron pasajeros sin pagar, cantantes, vendedores, raperos y toda esa fauna que domina la locomoción colectiva de Santiago. La pregunta que me hice, que nos hicimos, es tan de Perogrullo que siento vergüenza de formularla: ¿cómo se las arreglan en una ciudad que tiene un 50% más de habitantes que nuestra capital para mantener un transporte público decente, mientras nosotros naufragamos en el colapso y el caos de algo que ya ni tiene nombre?
Río posee tal reputación de fiestera que, de nuevo, tiende a ignorarse su cultura. Los museos, los teatros, los cines, las iglesias, las sinagogas y sobre todo las librerías, son tantos que uno puede pasarse años visitándolos. Con todo, hay algo que tampoco llama la atención y son los quioscos abarrotados de diarios y revistas y en los de Ipanema y Leblón, también de libros: hay, por cierto, bestsellers, si bien conviven en armonía con El castillo, de Kafka, La peste, de Camus o la secuencia narrativa de Proust. Salvo en unas pocas metrópolis europeas y tal vez en Buenos Aires, nunca he visto algo semejante en otras partes del planeta.
Bueno, si estamos hablando de Río de Janeiro es inevitable hablar de sus playas y me referiré, desde luego, a Copacabana e Ipanema. El renombre que ambas ostentan por la belleza de los chicos y chicas –los garotos y garotas- que se desplazan por los kilómetros del borde costero, está más que justificado. Entonces, otra vez, es ineludible desconocer algo tan a la vista que por eso mismo tendemos a ignorarlo: la relación de los brasileños en general y de los cariocas en particular, con sus cuerpos. Por descontado, la vasta mayoría de las personas que se tienden en la arena y se bañan no está conformada precisamente por dechados de hermosura. Hay gordas descomunales, verdaderas ballenas que surgen de las aguas con la misma espontaneidad con la que nace la Venus de Botticelli. Hay obesos mórbidos que no caben en una vereda y que se mueven con la misma soltura con la que lo hace el Apolo de Belvedere. Hay viejos, vejestorios, ancianos, octogenarios que se meten al mar al lado de espectaculares mulatas en tangas. Hay lisiados, algunos amputados, que se echan a tomar el sol al costado de jóvenes que semejan estrellas de cine. Y ni una sola persona hace el más mínimo comentario sobre esta forma de convivir. ¿A qué se debe todo esto? La única respuesta que se me ocurre es la palabra respeto. Tuve un percance menor en Copacabana, ya que había olvidado que allí era inconveniente tratar de nadar por la magnitud de las olas. La primera vez me caí y me costó levantarme, de modo que un bañista me ayudó a hacerlo. La segunda vez fue peor, por lo que el mismo bañista me tomó en brazos para poder ponerme en pie. En ese momento, pensé asilarme en Brasil; desistí de ello al recordar que antes ya había estado asilado.
Nunca había pasado el Año Nuevo en Copacabana, porque mi amiga vive en Leblón y desde su casa lo veíamos llegar junto a conjuntos musicales de primer orden. En esta oportunidad, asistí con regocijo a los fuegos artificiales, que incendian el mar durante 15 minutos. Aun así, lo mejor de todo, y lejos, fue el ambiente humano que había. A los pocos minutos, nos hicimos íntimos de un grupo familiar que nos llevó a su mesa y con el cual compartimos bebidas, comidas y otros asuntos. ¿Es siquiera imaginable algo así en Chile o, para el caso, en cualquier otro sitio? Lo dudo, ya que por algo Río se llama la cidade maravilhosa.