«Incluso han llegado chicos pidiéndome consejos para comenzar a escribir», dice el autor de poemarios como Estética de la lluvia y Cosas simples, que también ha impartido talleres literarios organizados por la misma biblioteca.
El edificio en el que se emplaza actualmente la Biblioteca de Santiago, a pasos de Matucana 100, fue construido entre los años 1928 y 1945 bajo la dirección del arquitecto Raúl Sierralta. Hasta el año 2000, el inmueble funcionó como una mega bodega perteneciente a la Dirección de Aprovisionamiento del Estado (DAE). La amplitud de sus salas, hoy utilizadas tanto por la biblioteca como por el Archivo Nacional, permiten hacerse una idea de su pasado reciente: cajas apiladas, aire mohoso y el sol entrando pálido a través de sus amplios ventanales. El año 2001 el edificio fue entregado a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museo que, luego de refacciones y remodelaciones, daría por inaugurada la biblioteca de la comuna en noviembre del 2005.
Por aquellos años, Raúl Hernández —que, en una suerte de santa trinidad literaria, es bibliotecario, editor en editorial Edícola y poeta— se encontraba estudiando bibliotecología en la Universidad Bolivariana del Barrio Yungay. «Cuando se abrió la biblioteca yo me encontraba gestionando mi práctica profesional y dije ‘quiero estar ahí’», me cuenta. Desde marzo del 2006 hasta la fecha, Hernández ha ejercido el oficio que actualmente lo tiene en una de las 8 salas de lectura con las que cuenta la biblioteca. Ubicada en la tercera planta del edificio, la sala de Literatura cuenta con un vastísimo catálogo de autores nacionales e internacionales. Catálogo que además se ha abierto a las transformaciones del mercado editorial: «Me he preocupado de que la biblioteca cuente con títulos de editoriales independientes, pero también con formatos no convencionales como el trabajo de las editoriales cartoneras o el fanzine. Acá no le hacemos el asco al corchete y la fotocopia». Raúl, en este sentido, es una suerte de cazador furtivo: junto con preocuparse de que el inventario posea tanto a contemporáneos como clásicos, su olfato debe estar atento al mismo tiempo a la literatura más especializada como al gran mercado del bestseller.
«La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles/ ha sido destruida por las llamas/ aquella biblioteca del centro/ con ella se fue/ gran parte de mi/ juventud», escribe Bukowski en El incendio de un sueño. La relación entre los escritores y las grandes bibliotecas públicas cuenta con algunos casos ejemplares. Sabemos, por ejemplo, que el año 1938 Borges consiguió un trabajo como bibliotecario en el barrio porteño de Boedo. Luego, en 1955, sería designado director de la Biblioteca Nacional. «¿Quién es Jorge Luis Borges?», dice Philip Larkin en una entrevista cuando le preguntan por un posible vínculo con el autor de Ficciones, «el escritor-bibliotecario que a mí me gusta es Archibald MacLeish».
Sin embargo, no puedo evitar imaginar a Borges y a Larkin como dos sujetos más bien toscos, huraños, lanzando miradas inquisidoras ante el primer atisbo de ruido en ese espacio casi sacramental. En nuestra cultura –y estoy pensando tanto en la quema de libros en Alejandría como en las bibliotecas de los monasterios en el medioevo—, la relación entre biblioteca y bibliotecario es crucial: este último operaría, en medio de este inmenso archivo, como el portador de los mapas y atajos para moverse entre lomos y estantes.
Pero Raúl cree que actualmente las bibliotecas deben funcionar como plazas públicas: «Me interesa despercudir el oficio. Borrar un poco esa antigua imagen de la biblioteca como un lugar prohibitivo, donde debe guardarse estricto silencio». De ahí que el público asistente a la Biblioteca de Santiago sea de una heterogeneidad interesante: desde jóvenes con sus tablas de skate bajo el brazo buscando algún libro hasta importantes poetas nacionales como Soledad Fariña, Elvira Hernández y José Ángel Cuevas. «Incluso han llegado chicos pidiéndome consejos para comenzar escribir», dice el autor de poemarios como Estética de la lluvia, Poemas cesantes –actualmente reeditado por Libros Pez Espiral— y Cosas simples, que también ha impartido talleres literarios organizados por la misma biblioteca. Despercudir el oficio: la biblioteca como lugar de intercambio, ágora renovado, sin la pátina de polvo y óxido que a veces estamos acostumbrados a conocer.