Sobre Black Out, la novela de María Moreno.
De tanto andar sobrándole a las cosas
prendido en un final falló la vida
“A lo lejos veo una luz que titila como una marquesina. Espero que sea un bar”. Son las últimas frases de Black Out. Veinte líneas antes se había mencionado el sueño: “Como en un sueño, salgo del otro lado del libro con la campera de Charlie sobre los hombros”. Convertido también en sombra, el lector cierra el libro sabiendo que nunca más volverá a ser el mismo que entró. Es eso. Esa fue mi experiencia. Terminé de leer este libro en la noche, en un hotel del norte de Chile, y al salir al patio del hotel para tomar un poco de aire, el golpe de las infinitas luces de las estrellas me hizo efectivamente pensar en la luz del anuncio de un bar. Vuelvo entonces a esa línea final y la enmiendo levemente, quien escribe efectivamente ha salido del otro lado del libro, y comienza a caminar alejándose bajo el fondo estrellado de la noche, son infinidades de luces pero hay una que refulge con mayor cercanía. Está en una marquesina. Es un bar.
Son las pequeñas modificaciones de un lector. Los mínimos ajustes que inconscientemente le vamos haciendo a una obra extraordinaria porque una de las condiciones más absolutas de lo que persistimos en llamar la gran literatura, es que ella es siempre biográfica, pero no porque retrate la vida de quien la escribe, sino porque relata la vida de quien la lee. En rigor eso es lo que se entiende por un clásico y María Moreno, puritana, contestataria, brillante, iconoclasta, anti burguesa, es un clásico de nuestra lengua. Y no digo una clásica de nuestra lengua porque como dice María en una entrevista, la corrección política te jode el estilo. Tal como John Donne que en su poema inmortal nos dice que cuándo oigamos las campanas no preguntemos por quién doblan; nosotros, esos seres difusos e improbables que nos denominamos lectores, no debemos preguntar de qué trata un libro, si es un gran libro ese libro tratará de ti.
Black Out habla entonces de mis propias pasiones, de los rostros y nombres con que me travisto, de mis deseos de ser otra, de mis jactancias y presunciones, del padre del que me habría enamorado perdidamente y que no estuvo, de mi genio y de las historias que me invento para disipar el dolor. También habla de una tarde radiante, con niños que juegan en un parque, si has tenido un hijo o un sobrino siempre habrán niños que juegan en un parque, siempre habrá unos hermanos ingleses, los Clark, y una pequeña que persigue al menor de ellos disparándole con un fusil de juguete mientras le grita ¡LAS-MAL-VI-NAS-SON-AR-GEN-TI-NAS! Y todo estará perfecto, inmaculado, solo mi vida sobraba. Regreso entonces al epígrafe. Las dos líneas son de Cátulo Castillo, posiblemente el más grande poeta argentino:
De tanto andar sobrándole a las cosas
prendido en un final falló la vida
Están en el tango “A Homero” que en las últimas interpretaciones de Goyeneche adquieren una extraña intensidad como si las lágrimas, la saliva, la misma voz que las musita fueran las excrecencias de algo ya sancionado, irremediable perdido, muerto. Soy chileno, desconozco las sutilezas de “esa pamplina consternada que le gusta a tantos porque les mintieron que es vieja”, como llamaba Borges a “La Cumparsita”, pero creo que el tango levantó la última imagen de la virilidad que todavía tiene algo que decir. Ojo: virilidad, no machismo. Una virilidad existencial, dolorosa, finalmente estoica, que se hace presente incluso en la humillación o en el ruego, y sin la cual es difícil entender, al menos para mí, los mejores poemas del mismo Borges; el segundo de los “Two english poems”, el “Poema Conjetural”, o “¿Qué será Buenos Aires?”, donde Julio César Dabove, imagino su voz, está diciendo que el peor pecado que puede cometer un hombre, es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa. Quisiera ser claro: el tango liquidó al 95% de los poetas argentinos, pero cuando no lo hizo los elevó sobre sí mismos otorgándoles un inconsciente, y allí están sus narradores, que la literatura chilena, por ejemplo, no tiene. En todo caso, esas dos frases representan un punto de no retorno. Sobrarle a las cosas, la vida que le sobra a las cosas, junto con condensar en dos líneas todo el existencialismo (escuchas el tango y te puedes ahorrar las obras completas de Jean Paul Sartre), nos muestra por qué la literatura, por qué lo que María Moreno hace, por qué lo que yo hago, es el intento más extremo y desesperado por darle a la vida su residencia entre las cosas. Es decir, por otorgarle a nuestras sombras, y entre ellos a las sombras que como ecos de la vida cruzan Black Out, el derecho a su propia noche.
Lo que muestra este libro es así una coartada para hacer visible lo que oculta, el sueño que oculta, el secreto que escamotea, el deseo que lo mueve. Los personajes que van compareciendo, unos padres separados: la madre doctora en química obsesionada en purificar a su hija refregándola con alcohol, el padre fotógrafo, de perfil romano y estatura que infunde respeto, y que es al único ser que quien habla admira y ama casi clandestinamente, tal vez porque se dio cuenta de que el requisito que un padre debe cumplir para ser padre, es ser un mal padre, y después el trasfondo difuso de los bares de Buenos Aires, el aprendizaje de una joven que bebe a la par de los hombres, que se emborracha con ellos hasta perder la conciencia porque se ha dado cuenta tempranamente que los limpios, que los bien constituidos, que los que se precian de ser algo, en suma, que los buenos, son demasiado malos como para salir indemne de entre ellos. Black Out nos muestra así los trazos de una generación, esa mezcla milagrosa de sabiondos y suicidas, de periodistas, de poetas, de intelectuales, esos Libertella, esos Perlongher, esos Osvaldo Lamborghini, que se preguntaban ¿por qué somos tan geniales? ignorando que a la vuelta de la esquina les esperaban 30 mil desaparecidos.
Cruzado completamente por el amor al padre, Black Out, se abre así como una arrasadora elegía a su muerte y por ende es un ensayo de resurrección. “Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre”, y quien habla no es un cuerpo, es una herida, es un tajo que se funde con los bordes acuosos de otro tajo hasta ser un solo derrame, un solo flujo menstrual incontrolable. El ginebra primero y el whisky después, son así la ocasión de un incesto, de un encuentro tan intenso como imposible cuya culminación no puede ser sino un Black Out, un espasmo del recuerdo, una nada. Entre muchas otras cosas este libro emociona porque la boca de una hija que se une con la boca de su padre hasta el límite de sus fuerzas, hasta el límite de su vida, resume en una sola voz el deseo, el sueño y la inmolación.
Sobre ese telón de fondo se tiende el monólogo de Black Out. Su escritura roza a menudo lo magistral, es algo concreto, nadie escribe hoy tan bien como María Moreno, nadie es capaz de llevar como ella el pensamiento al extremo que ella lo lleva. Se trata de una suerte de inteligencia de la escritura, que sobre todo en las últimas cien páginas llega a parecer que quien escribe no es un cuerpo sino una herida, una fisura por donde se cuela el lenguaje. Sin herida no hay escritura. Son las palabras entonces las que van cruzando los bordes de ese tajo abierto arrancándoles pequeños trozos de carne viva, coágulos, filamentos, restos que se fijan en las páginas como respuesta a una pregunta que desconocemos, o porque la hemos olvidado hace mucho tiempo o porque no ha sido todavía formulada.
Se trata entonces de una fidelidad militante a lo que está irremediablemente perdido, a lo que está irremediablemente destruido, a lo que está deshecho para siempre, y de cuyos restos sin embargo se espera un milagro y se lo espera, y esto es lo más fuerte, con la certeza que ese milagro es imposible. Pero el hecho de escribir es apostar a ese milagro, sepultado por los poderes, el escritor es aquel ser que solo por el encuentro con un otro se infecta, se llena de llagas y pústulas que va cubriéndolo con la venda de sus palabras con la sola esperanza de que ese otro; alguien errático que vendrá o que no vendrá, que estará o que no estará, rompa la venda de las palabras y toque con sus manos tu corazón vivo abrazándolo. En una imagen que se me ha repetido insistentemente después de leer Black Out, me pareció que infectados de un mundo al que fingen despreciar, como aquellos que presumen de no ir a una fiesta a la que en rigor hace mucho que dejaron de ser invitados, todos los que escriben están sentados en la mesa de un bar ensayando con sus manos sucias, temblorosas de las incontables idas a negro, lo que son posiblemente los últimos ritos de la pureza.
Black Out nos muestra que la herida está en la vida, pero que solo las palabras lo han constatado. Por eso únicamente esas palabras pueden darle al laconismo feroz de los hechos la piedad, la hondura, la emoción o el arrobamiento que los hechos en sí jamás tienen. Me ha parecido que ese es el papel central que juega aquello que una tradición que agoniza persiste en llamar narrativa.
Es un poco eso. Al final uno se da cuenta que hay algo que no se dice en el libro, pero que se grita, y en la última línea “ojalá sea un bar” ya es un chillido, y lo que no se dice, lo que está a punto de decirse, pero no se dice, es que toda, absolutamente toda esa vida, todas esas borracheras, todos eso despertares, los habrías cambiado por un segundo de un encuentro verdadero: el sueño de estar en la mesa de un boliche donde te vas emborrachando con alguien, con tu lector, con tu sueño, con tu amor. Cambiarías todo, todas tus idas a negreo, todos los libros por ese encuentro. Está también en Cátulo Castillo. En una canción:
Una canción
que me mate la tristeza,
que me duerma, que me aturda
y en el frío de esta mesa
vos y yo: los dos en curda…
Los dos en curda
y en la pena sensiblera
que me da la borrachera
yo te pido, cariñito,
que me cantes como antes,
despacito, despacito,
tu canción una vez más…
Pero no hubo tal encuentro, por eso hay libros. Solo pueden escribir aquellos y aquellas a quienes les cuesta vivir, todos esos desdichados, llorosos, incompletos, que aunque sea solo con la mente, le escriben una carta a su padre. Por eso los satisfechos jamás serán artistas, únicamente los que han optado por desnudar la “ficción”, los débiles, los heridos, los enfermos, pueden crear obras maestras. Eso explica que Black Out lo sea. Que sea una dolorosa, estremecedora obra maestra.
Al otro lado del libro María Moreno rompe las vendas de su escritura y al romperlas la hemorragia vuelve. Esa mujer va herida y la muerte lo sabe. Al otro lado del libro, Raúl Zurita, su lector, se mira las entrepiernas y están llenas de sangre. Ese hombre va herido y la muerte lo sabe.