Pocos aviones se caen y menos barcos se hunden. Eso quiero creer mientras estoy volando.
Pocos aviones se caen y menos barcos se hunden. Eso quiero creer mientras estoy volando. Quiero tranquilizarme porque estoy nervioso. Pienso en las pocas veces en que los automóviles o buses se salen del cauce de las calles y atropellan a la gente que, inconscientes del peligro permanente que las acecha –el peligro de un error mínimo– espera la luz verde de un semáforo para cruzar. Con tanta cosa en la cabeza, con celulares en la mano, que la bebida en la otra, el problema amoroso o la deuda en el banco, la gente se equivoca poco. Eso quiero creer. De un tiempo a esta parte me ha dado por pensar que los aviones se caen; que aquel en que viajo se va a caer.
La primera vez que me subí a un avión tenía 12 ó 13 años. Ahora, tengo 31. Antes, volar no me producía absolutamente nada cercano a un nerviosismo –ni mucho menos aquello ligeramente parecido al temor que siento ahora-. Quizás el hecho de ser un adulto me haya convencido de la incompetencia de la gente (y de mi propia incompetencia en muchos sentidos), y ello, en situaciones donde hay poco margen de error, me pone –disculpen la reiteración– algo nervioso.
¿Qué pasaría si este avión se cae? Pues, probablemente sería una noticia con cierta repercusión. Quizás sería una forma de morir que tendría algo de distinción, si se me permite la expresión, y tan inesperada y repentina que merecería una atención mayor a la habitual, satisfaciendo un estúpido –supongo, por cuanto veo difícil algo después de la muerte– ego post mortem. Justamente, mientras intento darle algún sentido en su consideración social a un eventual accidente, viene la lectura de Karl Ove Knausgård y reduce drásticamente mis expectativas: “Pero en mi época la muerte se había eliminado, ya no existía, excepto como apariencia permanente en todos los periódicos, noticias televisivas y películas, en las que no marcaba el final de un curso, o una discontinuidad, sino lo contrario, porque la repetición diaria constituía una prolongación del proceso, una continuidad, y de esa manera, y por muy extraño que parezca, se había convertido en nuestra seguridad y nuestra sujeción.”
“La muerte hace que la vida carezca de sentido, porque con la muerte cesa todo aquello por lo que hemos luchado, y a la vez da sentido a la vida, porque su presencia hace imperdible lo poco que tenemos de vida, cada valioso momento.” Eso dice Knausgård precisamente antes de lo transcrito en el párrafo precedente, y, de verdad, no quiero que ningún avión se caiga.
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En un momento del vuelo el avión se empieza a mover. O sea, obviamente el avión se mueve –aproximadamente a 900 kilómetros por hora– pero, claramente, como entenderán, me refiero a una fuerte turbulencia. Mientras los movimientos sean de un lado a otro (o viceversa), me mantengo relativamente en calma. Por su parte, cuando las cosas van de arriba a abajo, o de abajo a arriba, el ánimo cambia: estas bestias se caen, no se cambian de pista.
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Hace unos días, Virgilio Martínez, chef del restaurante limeño Central, ganó el premio Chef’s Choice Award 2017, un reconocimiento que lo pone en la cima de los chefs a nivel mundial. Y decir en la cima hace sentido: la oferta del Central se construye a propósito de distintas altitudes. Como se puede observar en el último capítulo de la tercera temporada serie Chef’s Table (y, obviamente, en el menú de degustación ofrecido), las comidas se sirven dando a conocer sus metros en relación al nivel del mar. As se buscan reconstruir los ecosistemas donde se encuentra cada ingrediente desde una cosmovisión andina; ese mundo en que el arriba y abajo lo son todo.
MOLUSCOS DE ROCA -10 m
PLANTAS DEL DESIERTO 180 m
ALTO ANDINO 3500 m
TALLOS ENGROSADOS 3500 m
ESCAMA DE RÍO 680 m
ALGODÓN DE BOSQUE 300 m
CEJA DE SELVA 2800 m
SUELO DE MAR 0 m
Así comienza la carta del Central.
Imagino que la realidad fuera vista así:
AVIÓN EN EL QUE VIAJO 10.000 m
YO 1.6 m
SANTIAGO DE CHILE 567 m
OSLO DONDE NACIÓ KNAUSGARD 23 m
CENTRAL DE VIRGILIO MARTÍNEZ 79 m
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Mi familia tiene un pequeño mausoleo en el Cementerio General de Santiago.
Mi familia está compuesta por personas de baja estatura, como yo.
En mi familia no hemos enterrado a nadie; lo levantamos y acomodamos en un espacio en el muro de dicha capilla.
En mi familia tenemos que hacer fuerza en puntillas para alcanzar los espacios superiores. Hemos necesitado ayuda de terceros.
¿Habrá alguna diferencia entre enterrar o levantar a los muertos?
¿Será distinto para el muerto?
¿Será distinto para el deudo?
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PIENSO QUE DEBIESE ESCRIBIR UNA PÁGINA DE MANERA VERTICAL; HACÍENDOME CARGO DE LAS ALTITUDES. QUIZÁS LAS PALABRAS SABEN DISTINTO A DIFERENTE GRAVEDAD.
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Como era de esperar, la turbulencia pasó y nada ocurrió.