Comentario sobre Los Niños de Maite Alberdi.
Cinco, diez mil pesos. Esos son los sueldos que reciben los protagonistas de Los niños de Maite Alberdi en sus trabajos. Ya sea haciendo alfajores, merengues o cuidando ancianos, al final lo que cae en sus manos es un sobre con unos pocos billetes que no alcanzan para mucho. Casi parece maldad cuando sus empleadores les preguntan que qué van a hacer con la plata, a lo que algunos contestan que la van a gastar en una barbie o que la van a ahorrar porque quieren ser independientes.
Es de las verdades incómodas —una de las tantas— que se esconden tras los colores pastel de este documental: para alguien con Síndrome de Down una vida independiente no es solo un sueño, sino que tiene un costo con muchos ceros, un precio inalcanzable para sus sueldos simbólicos.
Y con gestos simbólicos no se puede pagar un arriendo. Ni la matrícula del colegio. Ni siquiera le alcanza a Andrés para comprar un regalo muy especial para él y su novia.
La película se centra en las vidas de un grupo de estudiantes con Síndrome de Down, todos bordeando los cuarenta años, en un colegio de Las Condes. Llegan a sus salas, día a día, año a año, para aprender cómo ordenar una casa, cómo hacer andar una lavadora o preparar bandejas y bandejas de dulces. Dentro de ese grupo, Alberdi centra su atención en cuatro especialmente: Andrés y Anita (que son pareja) y Rita y Ricardo. Cada uno con sus distintos sueños y frustraciones: Rita parece feliz derritiendo chocolate y dándole besos a un pololo algo esquivo, Ricardo y Andrés sueñan con la independencia (hacen cálculos, quieren una nueva vida) y Anita solo quiere casarse y dejar de ir al establecimiento. Está cansada de cocinar y, con el correr de la historia, su rostro se va volviendo más y más desperanzado. Y esa desesperanza incomoda, rompe el corazón. Porque en Chile las personas con Síndrome de Down no se pueden casar legalmente, y gran parte de la película la pasamos viendo a la pareja discutir y soñar con esa posibilidad, enfrentándose a los consejos de un sacerdote y la preocupación de una madre que sigue considerando a su hija como una niña, a pesar de sus cuarenta años.
El título mismo del documental incomoda. Se siente mal decirles «niños». Verlos ahí sonrientes en el afiche (como dato curioso, en inglés, el nombre de la película es The grown-ups), reírse a ratos de su inocencia, de su curiosidad. Duelen las escenas en las que van de puerta en puerta vendiendo sus merengues y nadie los quiere atender, o cuando la abuela de uno de ellos lo trata de estúpido mientras él insiste en que la quiere mucho. Duelen los cálculos de Ricardo cuando una de sus profesoras le dice que necesita al menos quinientos mil pesos para vivir al mes y él que solo gana quince. Duele cuando Anita va a hablar con uno de los encargados del colegio para decir que no quiere ir más y él le responde que su mamá así lo ha dispuesto, que no hay nada que puedan hacer, y ella le dice, frustrada, que no quiere seguir hablando; le grita: «yo quiero llorar contigo».
Sin embargo, este no es un documental triste. El espectador se conmueve desde la pena y la impotencia, sí, pero también desde la risa. En la sala donde vi la película anoche, hubo momentos de carcajadas. Y el humor es un puente que aquí funciona, como funciona también la maravilla y la sorpresa frente a los bailes, fiestas y cantos apasionados, micrófono en mano. O la picardía de Andrés cuando pide que, en su cumpleaños, le regalen una torta bien grande para que salga de ella una mujer bailando en bikini. Hay un amor furioso en todos ellos, unas ganas enormes de conseguir lo que quieren, una familiaridad que se nutre de consejos y consuelos, un mundo que se retrata con complejidad, asombro y paciencia.
Tal como lo hizo en su obra anterior, La Once, aquí Maite Alberdi filma la belleza y el dolor que se cuela en las rutinas, en esa mezcla incómoda de ternura e injusticia, todo bañado en chocolate, cubierto de merengue, espolvoreado con azúcar. Las imágenes de tortas, sanguchitos y dulces, la ceremonia de elección de un paseo para la tercera edad, en el caso de La Once, y las bandejas de merengues rosados, la delicada precisión en la confección de galletas y los ritos de votación por un presidente de curso, en Los Niños, lo que hacen, en definitiva, es ir marcando el tiempo: el que queda, el que se va, el que se estanca. Esculpiendo en el tiempo, como diría Tarkovsky; cortándolo con moldes para galletas, como parece proponer Alberdi. Y es que el tiempo es otro de los dolores que enfrentan estos «niños»: el no poder usarlo a su antojo (sujetos a la rutina del colegio y sus actividades), no poder tomar decisiones importantes que afecten o enriquezcan sus vidas, como casarse o irse a vivir solos. De la casa al colegio y luego de vuelta en una liebre amarilla. Tal vez una cita en un bar. Y cientos de golosinas que a ratos no logran endulzar esa tristeza amarga que se esconde a veces en los bordes de los sueños.
Frente a esto, profesores y familiares permanecen detrás de cámara: escuchamos sus voces sin verlos, o bien aparecen con la cara borrosa. Una dimensión de esta historia que sin duda da para otra película. La de los que cuidan, los que se desvelan, los que tratan de enseñar y querer de la mejor manera posible.
Los niños, de Maite Alberdi, es un documental complejo, conmovedor y delicado. Abre la puerta a un mundo que es retratado en colores brillantes pero que deja con el corazón encogido, con ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Una película que entrelaza dulzura e incomodidad, que no ofrece fórmulas ni respuestas, que se queda en las pequeñas transformaciones y triunfos que permiten las rutinas sin apartar la mirada de la injusticia y el dolor.