La devoción por la palabra escrita, aunque apenas se aborde un libro, sigue vigente entre nosotros.
El miércoles pasado, 28 de junio, me dirigí al autoservicio que la Shell tiene cerca de mi domicilio, en Rancagua con Vicuña Mackenna. Necesitaba sacar plata del cajero automático, comprar cigarrillos y luego dirigirme al centro cultural SOFÁ, situado a pasos de la estación de metro Santa Isabel, donde funciona la editorial Libros de Mentira; ahí imparto un taller literario hace unos seis años. Ignorando por completo lo que hacía, puse la carpeta que llevaba en el hueco que hay entre el cajero y el armatoste metálico que lo sustenta. En efecto, hay algo en lo que yo nunca me había fijado antes: una separación, una brecha, un enorme vacío entre el dispensador de efectivo y la gran estructura de acero sobre la que el teclado y la pantalla descansan. Así que primero con terror y luego consternación, vi cómo mi carpeta se deslizaba hacia las entrañas del infernal aparato, sin que yo tuviera la más remota posibilidad de meter mis manos, mis brazos, para rescatar mi archivo portátil.
Lo que éste contiene es un conjunto de cuentos escritos por mis talleristas, concienzudamente revisados, comentados y analizados por mí, más un extenso comentario manuscrito que siempre escribo al final de cada uno de los textos. Además, llevaba copias de Instituto Nacional, relato de Alejandro Zambra que se discutiría en la sesión y de En memoria de Paulina, de Adolfo Bioy Casares, que se iba a proponer para el siguiente encuentro. Mi desánimo, en realidad mi creciente ansiedad, no tuvo límites, porque era la primera vez en mi vida que algo semejante me pasaba, o sea, la primera vez en mi vida que perdía trabajos firmados por los integrantes de mi taller. La cara que debo haber puesto indudablemente preocupó a los empleados de ese local de la Shell, porque vi que, detrás del mesón de atención al público, se generó cierto revuelo.
De modo que un chico que debe tener poco más de veinte años, que usa lentes y que tiene una cara muy inteligente, se acercó con un palo, en cuya punta enrolló varios centímetros de scotch para introducirlo en la infame cavidad, tratando de rescatar mi carpeta. El palo era demasiado corto, por lo que le pidió ayuda a otro muchacho, quien llegó premunido de un largo bastón, en torno al cual pegó, literalmente, metros de cinta adhesiva. Ambos –y no exagero- estuvieron esforzándose entre veinte a veinticinco minutos, descuidando al resto de los clientes que hacían cola para comprar algunas de las surtidas mercaderías que ahora se expenden en estos establecimientos. Y ninguno de los dos quería darse por vencido, es decir, ninguno de los dos quería que yo me fuera sin mi carpeta. Carlos y Javier —recién he sabido sus nombres— parece que se tomaron como una cuestión de honor recuperar mis papeles. Esto es tan excepcional, tan extraordinario, tan fuera de serie, que simplemente no hay palabras para describir lo que, de manera gratuita y espontánea, Carlos y Javier hicieron por mí. En realidad no tiene precio, porque la bondad, la preocupación por los demás, la generosidad inmediata no pueden medirse en términos monetarios. Si a todo ello añadimos que yo era un perfecto desconocido para Carlos y Javier, entonces los agradecimientos se duplican, se triplican, se multiplican.
Mientras yo asistía, al comienzo muy nervioso, a los afanes de Carlos y Javier, miré la hora y vi que faltaba poco para la iniciación del taller. Al mismo tiempo, de modo gradual, fui percibiendo que el problema no era tan grave como creía: todos esos cuentos revisados por mí estaban, por cierto, guardados en los respectivos archivos Word de mis talleristas, de forma que era fácil recobrarlos, volver a leerlos y devolverlos con mis observaciones. En cuanto a las narraciones de Zambra y Bioy Casares, no era como para preocuparse, ya que tengo los libros de donde proceden y, asimismo, la del argentino se encuentra disponible en formato digital. De modo que cuando Carlos y Javier llevaban un buen rato sudando la gota gorda mientras hurgaban con sus listones en el fondo del hoyo, les pedí que pararan, porque era evidente que no lograrían su cometido. Pero no querían darse por vencidos y continuaron rebuscando, revolviendo, removiendo, hasta que finalmente parece que se cansaron, porque empezaron a darme explicaciones.
¿Qué explicaciones podían darme? A lo imposible nadie está obligado, les dije. Como sea, Carlos me dijo que, tal como él veía el asunto, solo podría recobrar mis documentos cuando llegaran los operarios del Banco de Chile o de la firma de seguridad que retira el dinero de los cajeros automáticos, pues ellos poseen llaves o instrumentos que permiten revisar todo el aparato. Esto ocurriría más o menos dos días después, o sea, el viernes 30 de julio. Me pidió mi número de teléfono, que se lo di gustosamente en una hoja de cuaderno, agregándole mi nombre, detalles sobre la carpeta, el tipo de papeles que contenía y cosas por el estilo.
Desde luego, llegué tarde al taller —única vez que ello ha sucedido— aunque antes de empezar, les expliqué a los miembros mis aventuras en la Shell. Sí, claro, parecieron gratamente satisfechos, aunque nunca tanto como yo, que elevé a Carlos y a Javier a la categoría de héroes inmortales. Bueno, como tengo una tendencia natural a poner por las nubes todo lo bueno que me pasa o a cuantos me favorecen, eso mismo se traduce en que halle que todo el mundo —o casi todo el mundo— carezca de expresividad. Sea lo que fuere, y de esto exceptúo a los partícipes en mi taller, sigo pensando que, salvo en los partidos de fútbol, los chilenos somos profundamente apáticos, profundamente abúlicos, completamente carentes de entusiasmo para lo que sea que no esté relacionado solo con nosotros mismos. Quizá debido a esta convicción —¿o impresión?— me extendí un poco más de la cuenta en una rapsodia sobre Carlos y Javier. Así, afirmé que si uno ve el noticiero de Chilevisión, queda convencido de que estamos asediados por la delincuencia y las manifestaciones más atroces de criminalidad, en circunstancias de que Chile es uno de los países sudamericanos con los índices más bajos de infracciones penales graves y Santiago es, en general, una ciudad muy segura. ¡Y miren a Carlos, miren a Javier!, les largaba, cuántos muchachos nobles y decentes hay como ellos, sin nadie que los reconozca. En realidad, como es mi costumbre, me fui por las ramas, porque el episodio que viví en la Shell era un episodio que me concernía a mí y a nadie más que a mí, de modo que carecía de todo derecho a exigir acaso un interés moderado en lo que me había ocurrido.
De más está decirlo, olvidé por completo este incidente, vale decir, di la carpeta por perdida y le quité toda importancia al tema. Pero para mi asombro, mi positivo asombro, mi regocijo, estaba muy equivocado. Alrededor de las 16.00 horas del pasado viernes, mientras me dirigía a pasar el fin de semana en Olmué, a la casa de mi amiga Claudia Chaimovich, sonó mi celular. ¡Era Carlos! Y me anunciaba, con timidez, que todos mis papeles se habían recuperado y que estaban a mi disposición cuando quisiera retirarlos en el autoservicio de la Shell situado en Vicuña Mackenna con Rancagua. Le expliqué que iba a estar afuera durante el fin de semana y que pasaría el lunes para este propósito. Le di calurosamente las gracias y hasta ahí llegó nuestra comunicación. En efecto, me dirigí hoy lunes, pasado el mediodía, a ese local y una chiquilla que se hallaba en la caja, tras una breve búsqueda, me hizo entrega de la bendita carpeta. Le pregunté los nombres de los jóvenes que habían hecho turno el pasado miércoles a la hora en que fui y, después de interrogar a varios de sus compañeros, ella me dijo que se llamaban Carlos y Javier. Es bien posible, entonces, que ninguno de los dos sea Carlos o Javier, porque en esas estaciones de servicio trabaja mucho personal, les cambian los turnos constantemente, hay caras nuevas a cada rato, los trasladan o ellos mismos se van, dados los exiguos sueldos que reciben.
Sin embargo, nunca olvidaré a ese chico que debe tener poco más de veinte años, que usa lentes y que tiene una cara muy inteligente. Por añadidura, debe ser casado, ya que, en tanto rato que estuve encima de él, observé que llevaba una argolla matrimonial en la mano izquierda. A mayor abundamiento, tiene que ser un esposo y un padre de familia notable, pues si se tomó tanto trabajo con un extraño como yo, mucha mayor dedicación debe mostrar hacia los miembros de su familia. En verdad, tanto él como su amigo son seres ejemplares y no me cabe duda de que entre los jóvenes de Chile tiene que haber muchos, muchísimos como ellos. Porque si ya fue un acontecimiento singularísimo que Carlos y su amigo hubieran ocupado media hora de su jornada laboral para afanarse en rescatar unos documentos sobre los cuales apenas tenían una vaga idea, el resultado final de mi aventura sí que es algo estupendo. Por más que tiendo a pensar que Carlos se preocupó especialmente de estar presente cuando pasaron los operarios del Banco de Chile, bien puede haber encargado la tarea a otro colega. En realidad, no tengo cómo saberlo, si bien me inclino por creer que Carlos se tomó mi problema a pecho: a él le entregué mi teléfono y datos personales y él fue quien me llamó para darme la buena nueva.
¿Merece lo que acabo de decir alguna referencia en los diarios, algún comentario televisivo, algún artículo en los medios, sean impresos o virtuales? La respuesta a esta y otras preguntas semejantes es tan obvia que casi siento vergüenza de haberlas planteado. Por el contrario, siento un orgullo indecible y una gratitud enorme de que haya muchachos como Carlos y Javier. Se trata, por lo demás, de jóvenes de clase obrera, que con seguridad viven en casas situadas en la periferia, a horas de sus puestos de trabajo, todo lo cual se expresa en sacrificios adicionales para terminar recibiendo una suma de dinero que, con suerte, alcanza al salario mínimo.
No quiero seguir formulando hipótesis tiradas de las mechas, pero hay algo que, retrospectivamente, me sigue llamando la atención. Les dije a Carlos y a Javier que la carpeta contenía cuentos de un taller literario que dirijo. Quisieron saber si yo era escritor, a lo que les contesté que sí. Algo vi en la mirada de ellos, un brillo especial, esa suerte de fulgor que surge ante lo inesperado. Con toda seguridad, poco o nada deben leer y jamás se me ocurriría criticarlos por esto, ya que las posibilidades de lectura son ínfimas en esta nación habitada por gente tan valiosa como ellos. Pero esa mirada que me dieron indicaba un grado de extrañeza, mezclada con fascinación, por eso que desgraciadamente no se conoce, aun cuando produzca un grado de encanto. Las personas que hoy me entregaron el archivo ya me ubicaban como “el escritor”. Me atrevo a intuir que si hubiera sido el abogado, o el médico o el ingeniero, mis relaciones habrían sido mucho más fomes. En otras palabras, la devoción por la palabra escrita, aunque apenas se aborde un libro, sigue vigente entre nosotros.
Uno de los pasajes más citados de la literatura universal es el discurso final de Miranda, heroína de La Tempestad, de Shakespeare. Toda su existencia ha transcurrido en una isla solitaria regida por su padre, el mago Próspero. Se enamora de Fernando, la primera persona a la que ve. Pero cuando entran en escena Alonso, padre de Fernando y su consejero Gonzalo, ella exclama: “¡Oh bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo nuevo que tales gentes produce!” Sé, por descontado, que ni Carlos ni Javier tendrán jamás a la mano una obra de Shakespeare. Así y todo, creo que lo que dice Miranda se les puede aplicar.