Leí un libro que me drogó la cabeza. Se titula Estridente y dulce de un escritor inglés que se llama Adam Thirlwell, traducido y publicado en español por la editorial Anagrama.
«Lo que quiero decir es que haber perdido todo puede que sea un desastre, pero no todos los desastres son catástrofes. Y cuando pienso de este modo, me siento muy esperanzado respecto al futuro».
Leí ese párrafo, el último de Estridente y dulce, hace no más de 10 minutos. Cinco páginas antes del final sentí un poco de tristeza, o quizá una proyección de melancolía porque estaba próximo a terminar de leer un libro con el que había sido muy feliz.
En un resumen rápido escribiría que Estridente y dulce es la historia sencilla que surge desde las tribulaciones de un joven y su vida de casado. Un joven que también es hijo único de un matrimonio acomodado. Un joven que, junto a su esposa, todavía vive en casa de sus padres. Un tipo flojo, que justifica su flojera de formas creativas. No, tal vez no es flojera la palabra, queda mejor verlo como un tipo que lo quiere todo fácil.
Escrito en primera persona, es curioso o llamativo el lugar que ocupan sus padres y su mujer en el relato, que si bien podría etiquetarse como secundario, creo que eso es mucho decir porque la verdad es que parecen hologramas de una existencia cegada por un hedonismo drogadicto, donde el narrador super protagonista solo está dispuesto a ceder un pequeño espacio en el reparto a su amigo Hiro, y quizá a Romy la mina que desea pero que no puede tener como quisiera. De hecho, los padres solo aparecen en sus disquisiciones como el angelito que intenta hacer el peso al diablo que sobrevuela su cabeza.
Y aunque es una historia sencilla, ésta se vuelve compleja en las ramificaciones que Thirlwell es capaz de dibujar en cada escena para volver loco al lector: reflexiones del narrador-protagonista en torno a la moral, lo bueno y lo no tan bueno, tristes autojustificaciones, o microescenas (no sé si esto existe, pero no sé decirlo de otro modo) crudas en medio de un carrete donde todos están culiándose como si en realidad estuvieran bailando una canción de Marc Anthony.
Aunque llega un momento en que el personaje es detestable, pienso que al final todos tenemos algo (o mucho) del protagonista de Estridente y dulce, un joven nihilista, que lleva una vida acomodada, gracias al bolsillo de sus padres, en una ciudad que con seguridad es Londres (por las nubes y la lluvia que son el telón de fondo en toda escena al aire libre), que le pone el gorro a su señora, con una culpa que va justificando hasta el autoconvencimiento de que es posible mientras el otro no se entere, que roba y asalta justificando el posible daño o dolor desde un individualismo «empático» y patético, que va de fiesta en fiesta con sus amigos, armando la vida como un carnaval que no acaba, drogándose con anfetas y otras pastillas, riéndose de todos, como quien se siente dueño del mundo y puede hacer en él lo que quiera.
Todo eso acompañado por un vacío existencial del que nuestro héroe nunca acaba de enterarse. Un vacío profundo que parece emerger en la cara del protagonista cuando se da cuenta del fracaso que ha sido su vida, y siente por una vez la soledad, y miedo a la vida, y lo siente tan solo cuando advierte que algo que creía tener totalmente bajo su control, de un día para otro ya no lo está. Esta revelación es triste para él, lo golpea, pero no sé si será suficiente. Lo más seguro es que se vuelva a parar bajo las mismas convicciones morales. (Y esto último es mi vaticinio esquizoide sobre lo que hará el personaje después, cuando la novela haya acabado y yo siga leyendo otro libro)
Es más no estoy para nada convencido que se de cuenta de su fracaso y su sin sentido, porque el último párrafo, con el que comienza este texto, parece una declaración de alguien que no escarmienta, sino más bien de alguien que va a insistir en llevar el auto por la pista contraria. Cuando dice que no todos los desastres son catástrofes, y que se siente esperanzado del futuro, justo al final de la novela, uno piensa: este idiota lo hará de nuevo, o más bien, seguirá viviendo esa vida de indolente indómito.
La ironía, el humor y el debate moral que subyace a toda la novela, sumado a una prosa lírica llena de analogías, metáforas e imágenes estridentes y dulces a la vez, me dan envidia.
Aquí un par de ejemplos de lo que hace Thirlwell:
«Creo que tendemos a exagerar la idea de que las cosas son reales». (pág. 25)
«Al fin y al cabo, si uno está destinado a la grandeza, resulta preocupante que esta haya pasado de largo». (pág. 45)
«No suele reconocerse el hecho de que mentir requiere un auténtico talento empresarial. El problema de mentir es que, mientras uno lo hace, no debe pensar en la verdad para así poder creerse completamente la mentira que está contando, pero ¿en qué otra cosa va a pensar uno cuando está mintiendo salvo en el hecho de que lo está haciendo? No hay otra cosa en la que pensar. Es algo que termina imponiéndose por completo, de tal modo que, cuando uno dice la primera mentira, lo hace pensando en aquello que oculta, y cuando está diciendo la segunda, esa primera ocultación todavía está presente, pero ahora acompañada por su gemela, la segunda ocultación». (pág. 65)
«Le di una propina que posiblemente era el doble del precio del servicio. Y eso que a mí las propinas nunca me han gustado ya que en el fondo no dejan de ser una forma de decir que el sistema social ha fracasado y que el precio indicado no equivale al servicio ofrecido. Y por supuesto, señoritas, el sistema ha fracasado, de eso no tenemos duda alguna, pero entonces la propina se convierte en el modo mediante el cual ha de realizarse una restitución». (pág. 176)
Estridente y dulce es entretenido. Me dejó asombrado y feliz por la experiencia de la lectura. Y la felicidad uno siempre la quiere para al menos tres cosas: vivirla, compartirla y contagiarla. Escribo este texto por las últimas dos, porque la primera ya ocurrió.