Presentación de Izquierda Unida, de Álvaro Lasso, publicado por Overol.
Hace unos días, tras el triunfo del derechista Iván Duque en las elecciones presidenciales de Colombia, veía un mapa de las tendencias políticas en la región. El mapa venía en las páginas del diario El Mercurio, lo que quiere decir que era todo lo tendencioso que podemos imaginar. Y que, además, tildaba de izquierda lo que parecía apenas un centro desteñido. O de derecha moderada lo que a todas luces era una derecha pura y dura. Pero más allá de las lecturas distorsionadas, el caso es que si hace unos años veíamos que la izquierda o la centro izquierda parecía un proyecto contundente en la región, con gobiernos cuya agenda estaba enfocada en la redistribución del ingreso, el fortalecimiento del aparato público, avances en temas de género y derechos humanos, hoy la película es otra. Muy otra. Y mucho más distinto aún resulta el panorama si retrocedemos unas décadas. Ya no a nivel de gobiernos en el poder, pero sí de utopías vigentes y de formas de entender categóricamente las definiciones de la izquierda, el centro y la derecha. Lo que entonces fue certeza, armazón indestructible, hoy es un campo resbaloso. Álvaro Lasso, sin ir más lejos (más bien, desplazándonos 15 mil kilómetros hacia el Este de nuestro punto en el mapa ahora mismo) nace en un país que ya no existe. O digamos que no existe del modo en que existía en 1982, cuando el futuro poeta y editor vino al mundo. La República de Azerbaiyán estaba entonces bajo el dominio de la Unión Soviética. Un dominio que ya no existe, una unión que ya no existe. Un origen que ya no existe.
Lo que existe, sin embargo –lo que existe y es recreado en los veintiocho micromundos que articulan Izquierda Unida– es la experiencia de la derrota. Acá vemos la historia política del Perú de los años 80 y 90, el territorio donde creció y se formó el “pequeño cosmonauta”, el “rusito” de estas páginas. Después de todo, Izquierda Unida fue el nombre de la coalición política surgida en ese país en 1980, que en 1985 llegó a obtener el segundo lugar en las elecciones presidenciales con el candidato Alfonso Barrantes, y que en 1992 se disolvió, al ritmo de otras disoluciones, de otros “derretimientos” globales. Porque acá vemos también el contexto externo que contiene esa historia: los bloques que se fueron cayendo a pedazos, los grandes dogmas que fueron explotando como coches bombas de sentido, hechos polvo. Y aunque el énfasis acá está puesto en las décadas del 80 y del 90 y las correspondientes resacas del conflicto armado, podemos volver la mirada atrás y asomarnos a esas tempranas palabras de César Vallejo, de 1928, que Lasso escoge para el epígrafe de este libro: “(…) necesario es, por lo menos unirse en un apretado haz de gentes heridas e indignadas y reventar, haciendo trizas todo cuanto nos rodea o está a nuestro alcance”. Pero acaso lo más significativo para el sentido de este poemario sean las líneas finales de la cita de Vallejo, cuando dice: “hay que destruirse a sí mismo y, después, lo demás. Sin el sacrificio previo de uno mismo, no hay salud posible”.
Lo interesante acá, en este tercer libro del poeta Lasso, es la huida de la grandilocuencia para hablar de asuntos tan grandilocuentes como las palabras ideología, militancia o utopía. “Las grandes ideologías caben en una refrigeradora”, leemos en el poema “Títulos nobiliarios”. Y luego: “Por eso un poema no es un poema si no sabe congelar la muerte”. A ratos parece que el lenguaje se narrara solo, pero siempre aparece un guiño que nos devuelve a la tierra y a sus ecos reconocibles. En estas páginas la microhistoria permeará todo el tiempo esa historia mayúscula. Las experiencias del sacrificio y de la derrota se nos presentarán así de manera vicaria. Una memoria de segundo grado, si se quiere, alimentada por las generaciones anteriores –la de los padres, la de los abuelos, la de los militantes orgánicos e inorgánicos– que pone en tensión la intimidad del puertas adentro y la colectividad del partido (en minúsculas, siempre en minúsculas el partido, esa totalidad anónima de la que no es posible huir). “El partido quiere que hable de la editorial en la televisión nacional mañana en la mañana”, nos anuncia el hablante en el poema que da título al libro. Y sigue: “Quieren que hable mientras todos construyen el país”. Ya lo vemos: no se puede huir de las órdenes de quien tiene a cargo una tarea titánica: construir un país, dar la pelea y la vida también. No se puede huir de semejante encargo, ni aun siendo poeta, ni aun siendo editor, ni aun siendo un incauto impresor.
Aparece así un interesante cruce entre lo épico y lo doméstico, entre lo político y lo familiar. O, dicho de otra forma, entre las acciones de quienes tienen la misión de “construir el país” y las de quienes permanecen con las mentes volcadas en cualquier otra cosa: en jugar a esconderse, por ejemplo. A veces los espacios puertas adentro están fantasiosamente exentos del peligro externo. “Cuando era niño, las bombas caían todos los días, pero mi casa era indestructible”, leemos en la última línea de este libro, en el poema “Los chinos”. Gastón Bachelard, en La poética del espacio, hablaba sobre las complejidades de la “casa del recuerdo” y planteaba que ésta era “el cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad”. Una de las características que atribuía a las casas imaginadas era su verticalidad y se refería al tejado, su extremo superior, como aquel elemento que “protege al hombre que teme la lluvia y el sol”. Si volvemos atrás en el libro de Álvaro Lasso y vamos al primer poema, titulado “Devórame otra vez, 1988”, vemos nuevamente ese espacio a salvo, donde hay celebración y placer. “¿Por qué levantan tanto polvo en esta casa sin terminar?”, se pregunta el niño. Y lo que sigue es un exquisito diálogo con La pieza oscura de Enrique Lihn, muerto precisamente ese año, 1988. El niño del poema de Lasso juega con las primas debajo de la cama, en un cuarto oscuro, protegidos por un doble techo (el del catre y el de la pieza), y desde ahí experimenta un primer acercamiento a la sexualidad, a través de los tíos que “también parecen jugar, la tía se derrite, se quiebra y el tío solo respira rápido, no sabemos qué hacen pero intuimos que se abrazan y son felices. Su juego dura una canción y luego vuelven a la fiesta”.
Y si Enrique Lihn ha escrito: “Nada es bastante real para un fantasma/ soy en parte ese niño que cae de/ rodillas (…)”, Lasso escribirá: “Los fantasmas no alcanzan la mayoría de edad”. Y más adelante: “La película se ha llenado de fantasmas que no quieren explicarme nada”. Los fantasmas de Álvaro Lasso se detienen en el tiempo y hacen del recuerdo un elemento que también puede derretirse, como se derrite a su propio modo la tía, como se derriten las armas en la selva. “Todos celebran algo que no recuerdo”, leeremos al inicio. Y luego: “(…) perderé todos mis recuerdos”. Y más adelante: “Debemos exigir ese deporte como obligatorio, idolatrar las cenizas para que la herida no desaparezca”. Y hacia el final: “Iba a tener que olvidarlo todo”.
Pero antes del olvido, antes de que todo se desvanezca, están estos fulgores de memoria en los que sujetos de la historia real, como Alfonso Barrantes, apodado “Frejolito”, quien pudo haber sido el primer presidente de izquierda en Perú, recuperan la voz y se sacuden el polvo. Frejolito fue amigo de la familia de Lasso. Y en el poema “Del campo a la ciudad” asiste a las fiestas del Arcángel San Miguel y en algún momento, después de los sermones, ya medio borrachos todos, el viejo se acerca al niño, que está con su abuelo, y le dice: “Así que tú eres el rusito”. Y luego le habla al oído. Le confiesa: “No creas que creo en el partido, yo solo soy un hombre que hace su trabajo, como tu abuelito; nosotros ya perdimos la Guerra, este país ya no nos pertenece, solo nos queda abrazarnos, los paisanos”.
Lejos de la nostalgia, sin embargo, y teniendo siempre a mano las herramientas de la ironía, lo que corre en estos veintiocho poemas en prosa es la posibilidad de usar la escritura como un espejo retrovisor que se ha empañado con el mal tiempo y el paso de los años. Un espejo que no quiere mostrar la nitidez de los rostros, sino devolverles otra cara. Una cara inesperada, una cara de interrogación, desfigurada, una cara que no termina de dibujarse porque nada está cerrado aún. ¿Qué es ser de izquierda hoy? ¿Qué cresta es ser de izquierda hoy? Abramos los refrigeradores a ver si, entre los congelados, se asoma alguna respuesta.
* Presentación del libro Izquierda Unida, de Álvaro Lasso (Overol, 2018)