Vaya cómo vende la transgresión

por · Noviembre de 2018

En Nunca cumplimos 30, la historia oral del Canal 2 Rock & Pop, “Correa y Pentz, producen un trabajo que, en sus mejores momentos, parece ser una buena obra de teatro”.

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Nunca cumplimos 30, subtitulado Una historia oral del Canal 2 Rock & Pop, de Javier Correa y María Ignacia Pentz, es un libro fascinante, que entretiene de punta a cabo y que, si a uno le interesa el tema central, así como sus múltiples derivaciones laterales, se transforma en uno de esos ejemplares para releer con ganas. La sola idea de contar, por boca de sus protagonistas, una de las experiencias más audaces de la televisión chilena en tiempos recientes, es una idea cabalmente original. Mucho menos trabajo se habrían dado Correa y Pentz convirtiendo el vasto material que reunieron en una especie de crónica o narrativa, pero eligieron, en cambio, un camino cuesta arriba. Así, transcribieron las voces de cada uno de los participantes en una serie de capítulos bien construidos, donde podemos, más que leer, escuchar lo que dicen, lo que piensan, lo que opinan, en oportunidades hasta adivinar sus emociones —y en este texto hay mucha emotividad— gracias a la forma en que están estructuradas las secciones de Nunca cumplimos 30.

Si no resulta cómodo componer un volumen en base a diálogos, entregarlo en forma articulada es una tarea compleja. Correa y Pentz, tal vez de manera inconsciente, tal vez conscientemente, producen un trabajo que, en sus mejores momentos, parece ser una buena obra de teatro y en los escasos pasajes desfallecientes, sigue siendo un título iluminador. Hay que agregar que ambos eran apenas unos niños entre agosto de 1995 y diciembre de 1999, o sea, a lo largo de los cuatro años y medio en que funcionó el canal Rock & Pop. De modo que lo que saben es porque lo han averiguado, porque lo han estudiado o porque se los han dicho los personajes que entrevistan en Nunca cumplimos 30. Entonces, aparte de la gracia y fluidez de este relato, él deviene un rescate de nuestra memoria histórica, algo que, en los tiempos que corren, refleja coraje, inteligencia, lucidez.

Para mí, un lego en estos asuntos, muchas revelaciones que van surgiendo a medida que uno avanza en la lectura de este tomo, son francamente perturbadoras o bien por completo desconocidas. Y más o menos hasta la aparición de este volumen, nadie sospechaba nada o, por lo menos yo, que era parte del público de entonces, no tenía la más remota noción sobre la incertidumbre permanente que asedió a Rock & Pop.  

El canal comenzó sus transmisiones con un nivel de precariedad increíble; sus instalaciones técnicas y el local donde marchaba se veían deplorables; ni sus directivos ni los rostros que se estrenaban en la carrera televisiva tenían una conciencia clara acerca de esta inestabilidad y la mayoría de las veces debían improvisar, un pecado mortal cuando se trabaja con la pantalla chica; los problemas de presupuesto eran, al poco tiempo, insalvables; la indisciplina reinaba al interior de los equipos; muchos programas tenían que suspenderse por causa de la informalidad; el rating fue siempre algo que falló rotundamente en el canal Rock & Pop, condenándolo a una constante marginalidad. En Nunca cumplimos 30 aparecen muchos otros factores que reflejan una total inhabilidad para comprender qué es un medio público y, en concreto, cómo se trabaja en la televisión. En síntesis, este notable proyecto nació con los días contados, nació con fecha de término.

Sin embargo, pese a estos y otros factores negativos, se produjo un experimento que se llamó Canal Rock & Pop y que, por poco tiempo, asombró a la caja idiota chilena. Me atreveré a formular una hipótesis arriesgada: quizá la vacilación incesante, quizá la volubilidad, hicieron posible programas que raramente se habían visto y que después desaparecieron por completo de las transmisiones televisivas nacionales. Porque a lo mejor con enorme avisaje y con recursos ingentes, no habríamos tenido la gracia, la chispa, la irreverencia que alumbraron al Chile de la segunda mitad de los años 90 gracias a Rock & Pop. Creo que Maldita sea, Plan Zeta, El factor humano, Gato por liebre, Plaza Italia y varios otros segmentos deslenguados, espontáneos, no habrían sido factibles si hubiesen contado con el patrocinio de grandes empresas y con medios monetarios asegurados.

Y precisamente aquí es donde radica el valor de este proyecto y por supuesto, también sus gravísimas limitaciones, un factor descrito una y otra vez en las páginas de Nunca cumplimos 30 y que, además, es minuciosamente explicado por el casi medio centenar de personas que nos van contando la trayectoria de esa estación. En este aspecto, vale la pena destacar un rasgo del libro que hallo excepcional: ni uno de los autores emite juicios, plantea consideraciones individuales o reflexiona en torno a lo que están oyendo y, más tarde, transcribiendo. Las conjeturas, los pareceres, las suposiciones, quedan únicamente a cargo de los entrevistados.

Personalmente, nunca fui víctima de ningún encandilamiento ante la sucesiva programación de Rock & Pop. Desde luego, esto no se debe a que ya había pasado la treintena cuando tanta gente —¿o quizá habría que decir muy poca gente enterada de las gracias de estos juguetones?—, alababa la iconoclastia y la desfachatez de esos espacios tan amenos, tan inhabituales. Si pienso en mi escepticismo ante cualquier cosa que el cine o la televisión chilena exhiban, llego a una conclusión obvia: he visto demasiado cine y demasiada televisión, por lo que, glosando el capítulo VI de Nunca cumplimos 30, no me pasan gato por liebre así como así. Con todo, debo confesar, aunque sea una confesión retrospectiva, que durante un tiempo sí fui seguidor de Rock & Pop, sobre todo de ciertos programas.   

De esta manera, me volví aficionado a algunos de ellos: Maldita sea me encantó cada vez que lo vi y esto se debe a que gozaba con esas películas de pésima calidad, que eran comentadas en un ambiente de total desenvoltura y que, por lo general, se referían a filmes de última categoría. A veces ya los había visto y me seducían su falta de pretensiones o esa especie de orgullo, por parte de directores y actores, al producir bodrios intragables, que mostraban a las claras un hecho impactante: el 70%, el 80% de lo que el cine proporciona no consiste en exquisiteces asiáticas, intrigas iranias, rarezas escandinavas, joyas clásicas ni nada que haya merecido premios en festivales internacionales o en la maldita academia de Hollywood. El desparpajo del que hacían gala quienes hablaban sobre tanto engendro fílmico, era contagioso hasta el punto de la hilaridad.

En cambio, Plan Zeta, más distante de ese relajamiento, bien que compartiera la máxima libertad de expresión fue, de forma muy distinta a Maldita sea, una zona de independencia sin restricciones, en la que se analizaba la realidad política de entonces bajo un prisma osado, sin concesiones, con una óptica de genuina singularidad. Otro tanto se aplica a Plaza Italia, El factor humano o Gato por liebre, al menos durante una primera etapa en la que estos programas salieron al aire.

En fin, si sigo alargándome en torno a los méritos del canal Rock & Pop, unánimemente festejados por quienes dialogan en Nunca cumplimos 30, terminaré mal. Porque sería una suerte de halago e inclusive equivaldría a sumarme yo al  descarado autobombo, que es cómo terminan hablando todos hacia el final de este libro. Y es así a pesar de que antes se hubiesen descuerado, despedazado, descalificado, tratado en forma pésima o hasta se hubieran referido a sus compañeros como si de enemigos o delincuentes se tratara.

Es ineludible, por consiguiente, formularse algunas preguntas: ¿eran amigos entre sí o se detestaban hasta el punto de ni siquiera saludarse? ¿Formaban un equipo de trabajo colectivo con el fin de generar algo viable o simplemente se trataba de jovenzuelos ambiciosos, abarcadores, inescrupulosos, a quienes poco o nada les interesaba lo que sucediera con sus colegas? ¿Estuvimos ante un grupo auténticamente creativo o esto fue parte de una ilusión, una torpe ilusión por deslumbrar, por causar estupor gracias a las ocurrencias de gente a la que se le ocurría cualquier cosa? En suma, ¿fue la experiencia del canal Rock & Pop un fenómeno tan único como se suele afirmar o acaso se trató de una moda pasajera?

Entre mis contemporáneos, recuerdo que hablábamos mucho sobre esa estación televisiva y a casi 20 años de su deceso, tengo la impresión de que lo que decíamos era, por lo general, de carácter positivo. Pero también estoy seguro de que todos tenían una posición más bien desconfiada, un tanto indiferente hacia Rock & Pop. Les parecía que el canal era fresco, cómico, simpático, juvenil —esta palabra, “juvenil”, se repetía hasta la saciedad—, por más que también le hallaban serios defectos, no precisamente defectos técnicos manifiestos, sino severos problemas de contenido. La programación era de tal heterogeneidad que resultaba difícil, por no decir imposible, saber hacia dónde iba tanto revoltijo. Sí, claro, sostenía la mayoría de mis amigos, Plan Zeta estaba muy bien, El factor humano podía ser admirable, en Plaza Italia a ratos entrevistaban a personajes interesantes, pero, pero…¿y el resto? Todos, absolutamente todos, coincidían en el carácter demasiado amateur de cuanto sacaba Rock & Pop, en que la improvisación se notaba de inmediato, en que ningún espectador estaba en condiciones de darse cuenta adónde se dirigía tanta hibridez. Así, estas personas optaban por sintonizar el canal 13, el canal 7 o cualquier otro que bien podía poseer una calidad discutible, aun cuando entregaba plena certidumbre con respecto a su continuidad (por ejemplo, no se cortaban las transmisiones, no se interrumpían los noticieros, los horarios eran ciento por ciento confiables, etc.)

Lo anterior puede sonar exagerado, si bien así es cómo pensaban las personas despabiladas que ya habían pasado los 30 cuando se emitía Rock & Pop. Curiosamente, a dos décadas de su desaparición, así es cómo también opinan todos los protagonistas entrevistados en el libro de Correa y Pentz. Claro que, después de despellejarse los unos a los otros, lo dicen con otras palabras, palabras de buena crianza, palabras que reflejan una espuria sensación de triunfo acerca de un experimento televisivo condenado al fracaso desde la partida. Porque resulta que ahora Rock & Pop es algo que nunca se había visto ni se verá en la caja idiota chilena; resulta que ahora es lo mejor que jamás se haya originado para la pantalla chica nacional; resulta que ahora estamos frente a un éxito audiovisual sin precedentes en nuestros medios de comunicación. Huelga decirlo, todo esto es un disparate de marca mayor, revela ignorancia, una soberbia ridícula y, ni qué decir tiene, una posición triunfalista retroactiva completamente infundada. La televisión chilena tiene una historia de seis décadas o algo más y el canal Rock & Pop, mirado desde esta perspectiva, no pasa de ser un episodio atrayente, ya perdido en la noche de los tiempos. Y en 60 años muy agitados, muy convulsos, muy traídos y llevados, nuestros estudios han tenido buenas épocas, han exhibido excelentes programas, han realizado obras que sobrepasan las fronteras nativas, han poseído momentos altos y bajos, en síntesis, por lo menos hasta hace unos años, han mostrado cierta calidad y cierta capacidad de superación. Disto de ser un experto en televisión, pero no creo que sea necesario serlo para afirmar categóricamente que Rock & Pop fue, con suerte, un buen momento, claro que para un segmento muy minoritario de la población.

A medida que iba leyendo Nunca cumplimos 30, una sensación visceral y desagradable se iba apoderando de mí. Con el correr de las páginas, ese desagrado se fue transformando en rechazo, revulsión, hasta un nivel de repelencia, mientras me iba enterando de insólitos pormenores. Debo aclarar, en forma enfática, que no siento antipatía hacia nadie que aquí toma la palabra y que la mayoría de estos futuros protagonistas de la fama me producen sentimientos positivos: son talentosos, se han convertido en profesionales serios, en la actualidad muestran aplomo y preparación, en resumen, han madurado.

No obstante, creo que tengo que explicar por qué mis sentimientos son tan encontrados. En los dichos, y al parecer también en los hechos de cada entrevistado, se nota cero autocrítica o tal vez debería decir un nivel bajísimo de competencia crítica. Una cosa es quejarse de la escasez de recursos, hacer pedazos a los colegas, largar una que otra afirmación poco afable acerca de las condiciones en las que se desempeñaban y otra cosa muy distinta es detentar una visión de conjunto equilibrada en torno a esta experiencia, vale decir, un panorama que supere el territorio de los chascarros. Y fuera de pataletas por esto, lo otro o lo de más allá, que paradójicamente culminan en el éxtasis de los aplausos, nadie parece capaz de un análisis acertado de lo que fue este fenómeno. Es posible que la extensión y el formato de Nunca cumplimos 30 hagan impracticable este tipo de comentarios, me refiero a comentarios que abarquen la totalidad de la experiencia y no solo aspectos decididamente irrelevantes. En estos momentos, tengo a mi lado el libro, lo repaso y confirmo lo que acabo de exponer: todo lo que se dice consiste fundamentalmente en cuestiones intrascendentes o, muy raras veces, en materias debatibles, siempre abordadas con temor, siempre muy a la pasada.

Hoy por hoy, se considera que Rock & Pop constituyó lo más transgresor, lo más levantisco, lo más sedicioso, lo más disruptivo, a lo mejor lo más revolucionario que alguna vez pudo producir la pantalla chica nativa. Nada importa que todos o casi todos esos rostros sean ahora rostros destacadísimos de los canales abiertos de la televisión y que, muy probablemente, ganen sueldos suculentos, cuando no estratosféricos. Se entiende, por cierto, que su pasada por una estación tan irreverente, sea solo eso, un momento de juventud prescindible, olvidable, que es mejor enterrar en el baúl de los objetos perdidos. Se entiende también que nadie puede aguantar toda la vida en experimentos atrevidos, que hay que mantener familias, que los precios de los colegios son prohibitivos, que las vacaciones cuesta financiarlas, que hay que cambiar de auto, en fin, se comprende que pertenecer a la clase media chilena —sea media-media o acomodada— no es una tarea simple, pues hay que hacer constantes esfuerzos, crecientes sacrificios.

Que todo ello signifique tomar parte en la calamidad, el desastre, el horror, la nulidad, la atrocidad y la total falta de propósitos de la televisión del presente es harina de otro costal. Sea como sea, los que ayer fueron rupturistas, hoy se ven felizmente instalados. Hay que alegrarse por ellos.

Lo que no se entiende para nada, a menos que nos internemos en el conocimiento profundo del modelo socioeconómico imperante, es haber transformado la transgresión, la rebeldía, la iconoclastia, en valores de consumo altamente rentables, hasta en elementos del currículo personal sumamente convenientes. Bueno, después de todo, parece que la sublevación vende, y vaya cómo vende; que la insurrección genera intereses y vaya qué altos intereses; que los motines son rentables y vaya qué rentables. Aunque solo fuese por llevarnos a pensar en algo tan palmario en el mundo de ahora, y en particular en el Chile de hoy, la lectura de Nunca cumplimos 30 vale la pena.

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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