Me encanta la cueca cuando es bien bailada y cuando posee bellas letras. Pero me carga si, como sucede en bastantes casos, consiste en gesticulaciones, ademanes, actitudes vulgares, inclusive obscenas.
No recuerdo con exactitud la última vez que fui a una fonda dieciochera, pero debe haber sido hace unos 20 o 25 años. Sí recuerdo con precisión a algunos de mis acompañantes: Juan Bustos, Claudia Chaimovich, Raquel Mejías, Francisco Quesada, creo que Pamela Mewes y seguramente alguien más, tal vez un par de personas que se han borrado de mi memoria. Tampoco tengo idea por qué fui, mejor dicho, por qué fuimos, ya que a ninguno de nosotros nos gustaba ir a esos antros: estoy seguro de que todos, sin excepción, detestábamos las ramadas. Desde luego, nunca lo decíamos de modo explícito, debido a que las consecuencias de manifestar tal aversión parecen evidentes: son ineludibles las acusaciones de antipatriotismo, antichilenismo, antinacionalismo y tantos otros anti que es imposible enumerarlos. Asimismo, expresar que las fondas no son un deleite estético, puede traducirse en descalificacciones, digamos, más leves: esnobismo, siutiquería, elitismo, cursilería, arribismo y otros ismos. De modo que solo entre nosotros, junto a escasos amigos, nos atrevíamos a confesar que estas sublimes muestras de chilenidad no nos resultaban demasiado placenteras.
La ramada en la que nos instalamos se encontraba -y tal vez todavía se encuentra- en el interior del parque O’Higgins, dentro de un sector conocido pastoralmente como Pueblito Chileno, o algo parecido. Y puse “pastoralmente” puesto que esas construcciones no guardan la más remota semejanza con lo que es una aldea, un villorrio o un caserío nativo, algo así como Molina, San Clemente, Almirante Pastene, Vicuña o, si buscamos nombres mapuches, Collipulli, Antilhue, Huacarhue, Llanquihue, Futrono y tantos similares. Se trata de edificaciones de estilo colonial español que están lejos, lejísimos de cualquier similitud con la sobriedad, la modestia y hay que decirlo, la pobreza franciscana y también la gracia que exhiben los “pueblitos” de Chile.
Fuere como fuese, las cosas no se presentaron siempre así, o al menos hay quienes piensan que antes eran mejores. El terreno que ahora ocupa el parque O’Higgins era mucho más extenso y variado de lo que se ve en el presente. Perteneció inicialmente a la familia Cousiño, la cual, en el siglo XIX, donó este territorio para crear el hermoso espacio verde que, por mucho tiempo, llevó su nombre. Gozó de gran esplendor y fue el centro de reunión favorito de cientos de familias santiaguinas, que lo consideraban el panorama del fin de semana, puesto que ahí se celebraban innumerables festejos, sobre todo en las Fiestas Patrias. En el año 1972, se le denominó oficialmente parque O’Higgins y por esas fechas también se levantó lo que pasó a ser el pueblito, erigido con recursos y mano de obra cubanos, como obsequio del gobierno de Fidel Castro a los chilenos y a su presidente, Salvador Allende. Al principio, fue uno de los rincones más representativos de la cultura nacional, con diversos centros gastronómicos que ofrecían una gran cantidad de comidas típicas y un importante conjunto de ferias artesanales que, al decir del cronista que más adelante citaré, “cautivaban a muchos turistas, además de los museos, que hacían de este lugar algo único y popular”. El funcionamiento del pueblito duró por décadas, hasta que, en 2005, el entonces alcalde de Santiago, Raúl Alcaíno, con apoyo de empresarios particulares chilenos y extranjeros, llevó a cabo un proyecto que terminaría por completo con el diseño original: se cimentó un elefantiásico complejo deportivo y se emplazaron numerosos estacionamientos subterráneos y al aire libre, para albergar a la vasta cantidad de automóviles cuyos dueños acuden cuando hay megaeventos, en lo que es la cúpula de la arena Santiago, situada al interior del parque (hoy Movistar Arena, sitio preferido para los conciertos de rock u otros con estrellas mundiales de la ópera, las baladas, el pop o lo que sea). Por causa de estas obras, se han demolido la mayoría de los locales y las atracciones que el pueblito ofrecía, dejando sin empleo a casi la totalidad de los mil trabajadores que ahí ganaban su sustento y despojando a los capitalinos de uno de sus espacios de entretención preferidos.
Lo que acabo de transcribir no son ideas mías ni corresponde a conocimientos previos que yo pudiese tener, ya que recién lo he averiguado. Es la glosa de un artículo, publicado por el estudiante Claudio Montecinos V., del grupo de Sociología de la Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez. Cuando escribió esa nostálgica, idealizada y hasta cierto punto incorrecta reseña, Claudio Montecinos cursaba el primer año de su carrera en ese establecimiento de educación superior. O sea, era un niño, por lo que deben disculparse ciertos errores y un tono general un tanto platónico, o quizá habría que decir idílico. En todo caso, sus afirmaciones son harto fundadas, desprejuiciadas y novedosas, lo que merece amplia celebración, sobre todo en lo referente a la ruina urbana en que se ha transformado nuestra única metrópolis.
Por cierto, mis amigos y yo fuimos, por última vez en nuestras vidas, a una fonda mucho antes de la metamorfosis sufrida por el parque O’Higgins. Y lo que vimos o en lo que participamos se acerca a lo dantesco (¡no exagero!). Prácticamente todas las mesas estaban ocupadas por hombres y mujeres totalmente borrachos: algunos dormían, roncaban, estaban echados en el suelo y en la mayoría de los casos el entorno estaba regado de vómitos (de nuevo, ¡no exagero!). Muchos y muchas peleaban a grito pelado, se insultaban, gemían, lloraban, suplicaban y, para decirlo de modo elegante, llegaban a las manos o, para exponerlo en buen chileno, se agarraban a patadas y combos. Los músicos, sin excepción, usaban instrumentos electrónicos -guitarras, bajos, baterías, etc.- y un ochenta por ciento o más de lo que se escuchaba desde el escenario, consistía en cumbias, lambadas, chachachá, salsas, vallenatos, bachatas, guarachas u otros ritmos tropicales. La cueca, el baile nacional, brillaba por su ausencia o a lo mejor debería decir que alcanzaba la plena inexistencia, puesto que, al tocarse con medios foráneos que, por si fuera poco, amplificaban el volumen hasta lo inaguantable, de cueca no tenía nada. Posiblemente, una de las mejores descripciones de esta coreografía de conquista amorosa, al menos en su variante nativa, la da Joaquín Edwards Bello en su novela El roto. Ahí menciona arpas, guitarrón, pandero, tormento, vihuela, bandurria y otros artefactos melódicos que, por descontado, ninguno de los intérpretes de esa fonda debe haber oído siquiera mencionar.
Debo declarar de manera enfática que me encanta la cueca cuando es bien bailada y cuando posee bellas letras. Pero me carga si, como sucede en bastantes casos, consiste en gesticulaciones, ademanes, actitudes machistas, vulgares, inclusive obscenas. Así, me deleitan La consentida, La rosa con el clavel, Corazones partidos, Por esta calle a lo largo, Esa chiquilla que baila y tantas más. Hermosos versos, historias sencillas y ese tiki tiki ti, ese crepitar acompasado de botas, tacones, palmoteos, golpecitos que siguen a cantantes y músicos, hacen de la cueca una danza estimulante y por lo general alegre. Por el contrario, cuando tenemos temas feos, agresivos, sucios, puede llegar a ser muy desagradable. Ni qué decir tiene, mi ignorancia en la materia es insondable y con suerte distingo determinadas composiciones de Vicente Bianchi, Clara Solovera, Margot Loyola o Violeta Parra. Como sea, estos y otros insignes representantes del repertorio popular, se hallaban enteramente fuera del alcance de quienes, después de regalarnos una hora de merengues, descendían al campo folklórico. En tales oportunidades, subían a la pista parejas que apenas se tenían en pie por causa del trago o bien ni sospechaban los pasos de una cueca. La verdad es que el espectáculo era tan lamentable que decidimos irnos poco después de llegar. Sin embargo, algo terrible, algo espantoso impidió que lo hiciéramos.
A pocos metros de nuestra mesa había otra, ocupada por dos finlandeses tan bebidos que solo se limitaban a gruñir en su incomprensible idioma y que pedían en inglés whisky, vodka, tequila y otros licores que, obviamente, no se hallaban disponibles en la ramada. Lo peor es que eran enormes, corpulentos, tan mazacotudos que sacarlos del local resultaba una tarea impracticable. Con todo, había otra cosa todavía peor: a la salida los estaban esperando varios muchachos premunidos de armas blancas para asaltarlos. El encargado de la fonda se nos acercó para preguntarnos si alguien de nuestro grupo sabía inglés. Por supuesto, ese alguien era yo. De modo que me aproximé a los fineses y les informé cuál era la situación. Por descontado, no me entendieron, no quisieron entenderme o les daba lo mismo lo que hiciéramos para ayudarlos, vale decir, salvarlos. Tras un conciliábulo un tanto acalorado, decidimos ir a buscar un taxi, traerlo al local y subir como fuera a los ebrios vikingos. El esfuerzo fue enorme: aparte de la situación material, física, corporal, ellos se negaban a decir en qué hotel alojaban. No obstante, el dueño de la ramada nos dijo que paraban en el Carrera. Cómo nos las arreglamos para acarrearlos afuera, para arrastralos al auto, para alejar a los matones, para convencer al chofer de que los transportara al hotel Carrera, pagándole una elevada suma, daría para una novela. El hecho es que logramos el milagro de que los alcoholizados nórdicos fueran sacados de la fonda y conducidos a un destino desconocido. Digo “desconocido” porque nunca supimos ni sabremos si verdaderamente arribaron al Carrera o murieron acuchillados en la periferia de Santiago. Bueno, para variar estoy recargando la historia: ni al día siguiente ni en los sucesivos, aparecieron noticias que dieran cuenta de la muerte violenta de dos extranjeros, al abandonar una fonda del pueblito del parque O’Higgins.
Aun así, todos los años hay víctimas fatales en cada dieciocho. Por costumbre, ignoro la crónica roja, de forma que me es imposible entregar cifras o proporcionar datos, por mínimos que sean. Y ni qué decir tiene, podría parecer descabellado relacionar el tiki tiki ti de la cueca con la violencia que se desata en las Fiestas Patrias. Pero algo insidioso me dice que entre el tiki tiki ti y los desmanes patrioteros -cuyo máximo enunciado es el ¡Viva Chile,mierda!-hay un poderoso vínculo.