Adelanto: “Galveston”, de Nic Pizzolatto

por · Septiembre de 2014

Galveston, de reciente traducción al español, a manos de la editorial Salamanca, es el brillante debut como novelista de Nic Pizzolatto, creador de la exitosa serie True Detective.

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Galveston, de reciente traducción al español, a manos de la editorial Salamanca, es el brillante debut como novelista de Nic Pizzolatto, creador de la exitosa serie True Detective. Se trata de un relato sórdido y poético, violento y lírico, salvaje y conmovedor. Al mismo tiempo canónica y heterodoxa, Galveston supone un salto adelante que rompe los moldes de lo establecido con una historia trepidante, ambientada en paisajes desolados y protagonizada por personajes que huyen pese a saberse condenados, antihéroes que lo han perdido todo excepto la dignidad. Sencillamente, una novela magistral que trasciende el género policíaco para situarse como una obra narrativa de excelencia.

Alto, corpulento, con barba y melena, sombrero de ala ancha y botas de cowboy, el texano Roy Cady lleva unos años ejerciendo de matón profesional en Nueva Orleans. Roy es un tipo tranquilo, comprensivo, capaz de ver el lado filosófico de las cosas, lo cual no le impide ser implacable cuando la ocasión lo requiere. Pero su vida da un giro radical el día que le diagnostican un cáncer avanzado. De pronto, sus puntos de referencia se trastocan, y el relieve de la realidad cobra una nueva dimensión. Ante la sospecha de que su jefe, el poderoso extorsionador Stan Ptitko, quiere quitárselo de encima, Roy se despoja de sus ataduras e inicia una frenética carrera hacia un horizonte desconocido, donde su encuentro fortuito con una joven desamparada le brindará, tal vez, la ocasión de darle un nuevo sentido a su existencia.

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Uno

Un médico me fotografió los pulmones. Estaban reple­tos de copos de nieve.

Al salir de la consulta me pareció que todos los pre­sentes en la sala de espera se alegraban de no ser yo. Ciertas cosas se notan en la cara de la gente.

Yo ya sospechaba que algo iba mal porque unos días antes, al subir dos tramos de escalera persiguiendo a un tipo, había notado que me costaba respirar, como si cargase con unas pesas en el pecho. Había pasado un par de semanas bebiendo más de la cuenta, pero tuve claro que se trataba de algo más que eso. Me dio tanta rabia ese dolor repentino que le rompí la mano al tipo. Escupió algún diente y se quejó a Stan de que le parecía excesivo.

Pero es que siempre me han dado trabajo por eso. Porque soy excesivo.

Le conté a Stan lo del dolor en el pecho y me mandó a un médico que le debía cuarenta de los grandes.

Al salir de la consulta, saqué los cigarrillos del bol­sillo de la chaqueta y empecé a estrujar el paquete, pero decidí que no era un buen momento para dejarlo. En­cendí uno allí mismo, en la acera, pero no me supo bien y el humo me hizo pensar en los hilos de algodón que se entretejían en mis pulmones. Los coches y autobuses circulaban a escasa velocidad y la luz del sol arrancaba destellos de sus cristales y de los cromados de las carro­cerías. Con las gafas de sol puestas, era como si estuviese en el fondo del mar y los vehículos fueran peces. Imaginé un lugar mucho más oscuro y fresco, y los peces se con­virtieron en sombras.

Un bocinazo me espabiló de golpe. Había sobrepa­sado el bordillo de la acera. Levanté una mano para parar un taxi.

Iba pensando en Loraine, una chica con la que salí hace tiempo, y en aquella noche que pasé despierto ha­blando con ella hasta el amanecer en una playa de Gal­veston, sentados en un lugar desde el que veíamos las gruesas columnas de humo blanco de las refinerías de petróleo ascendiendo a lo lejos como una carretera en dirección al sol. Habrían pasado unos diez u once años desde entonces. Supongo que ella siempre fue demasiado joven para mí.

Yo ya estaba furioso antes de los rayos X, porque la mujer a la que consideraba mi novia, Carmen, había empezado a acostarse con mi jefe, Stan Ptitko. Iba a verme con él en su bar. No era el mejor día. Pero uno no deja de ser quien es sólo porque le aparezca en los pulmones un torbellino de motas de jabón en polvo.

Nadie sale vivo de esto, pero al menos esperas que no te pongan una fecha límite. No tenía intención de contar a Stan, Angelo o Lou lo de mis pulmones. No quería que pasasen el rato en el bar hablando de mí cuando yo no estuviera delante. Riéndose.

Más allá de la ventanilla del taxi, llena de marcas de dedos, iba acercándose la parte alta de la ciudad. Algunos lugares se abren para dejarte entrar, pero en el caso de Nueva Orleans no había nada parecido a una entrada. La ciudad era un yunque sumergido, envuelto en su propia atmósfera. El sol resplandecía entre los edificios y los robles, y sentí en el rostro la luz y después la sombra, como proyectadas por una lámpara estrobos­cópica. Pensé en el culo de Carmen y en cómo volvía la cabeza para sonreírme por encima del hombro. Seguía pensando en Carmen, lo cual no tenía sentido porque es­taba claro que, además de una zorra, era absolutamente desalmada. Cuando empezamos a salir, ella estaba con Angelo Medeiras. Supongo que más o menos se la birlé. Ahora salía con Stan. Angelo también trabajaba para él. Dar por hecho que estaría montándoselo con otros tíos a espaldas de Stan aliviaba mi sensación de agravio.

Intenté decidir a quién podía contar lo de mis pul­mones, porque quería contárselo a alguien. La verdad es que es una cagada recibir una noticia así cuando tienes trabajo pendiente.

El bar se llamaba Stan’s Place y era un edificio de la­drillo visto con tejado de chapa, ventanas enrejadas y una puerta metálica abollada.

Dentro estaban sentados Lou Theriot, Jay Meires y un par de tipos a los que no conocía, gente mayor. El barman se llamaba George. Tenía la oreja izquierda ven­dada con gasa. Le pregunté dónde estaba Stan y él me indicó con un movimiento de cabeza la escalera que lleva­ba a la oficina. Como la puerta estaba cerrada, me senté en un taburete y pedí una cerveza. Pero entonces recordé que estaba muriéndome y opté por un Johnnie Walker etiqueta azul. Lou y Jay hablaban sobre un problema que tenían con uno de los corredores de apuestas. Lo supe porque había hecho ese trabajo durante unos cuantos años, cuando tenía veintipocos, y conozco la jerga. Cuan­do se dieron cuenta de que estaba escuchando, se callaron y me miraron. No quise ni sonreírles siquiera, y retoma­ron su conversación, pero bajando mucho la voz y man­teniendo la cabeza gacha, para que no pudiese oír nada. Nunca les caí muy bien. Conocían a Carmen como ca­marera del local, ya antes de que empezase a salir con Stan, y creo que me tenían ojeriza por culpa de ella.

Además, tampoco les caía bien porque nunca acabé de encajar con el grupo. Stan me heredó de su antiguo jefe, Sam Gino, que a su vez me había heredado de Har­per Robicheaux, y si estos tipos nunca me aceptaron del todo es más bien por mi culpa. Tenían un concepto de la moda propio de latinos cutres: chándales o camisas con doble puño y pelo engominado, mientras que yo llevo tejanos y camisetas con cazadora y botas de va­quero, como siempre he hecho, y me dejo melena y no me afeito la barba. Me llamo Roy Cady, pero Gino fue el causante de que todo el mundo empezase a llamarme Big Country, y siguen haciéndolo sin ningún cariño. Soy del este de Texas, del Triángulo de Oro, y estos chavales siempre me han considerado escoria, lo cual me parece bien, porque así me temen.

Tampoco es que tuviera demasiadas ganas de ascen­der en la organización.

En cambio, con Angelo siempre me había llevado bien. Antes del asunto de Carmen.

Se abrió la puerta de la oficina y salió Carmen, ali­sándose la falda y retocándose un poco el pelo, y al verme se quedó casi petrificada. Pero, como Stan salía tras ella, tuvo que echar a andar escaleras abajo y él la siguió, remetiéndose la parte trasera de la camisa en el pantalón. Sus pasos hicieron crujir los peldaños y Carmen encendió un cigarrillo antes de llegar al pie de la escalera. Se dirigió fumando hasta la otra punta del bar y pidió un zumo de pomelo con vodka.

Se me ocurrió un comentario de listillo, pero tuve que guardármelo.

Lo que más rabia me daba era que hubiera arruina­do mi soledad. Yo había estado mucho tiempo a mi aire. O sea, echaba un polvo cuando lo necesitaba, pero vivía solo.

Ahora, en cambio, ya no me contentaba con la so­ledad.

Stan saludó a Lou y Jay con una inclinación de ca­beza, se acercó a mí y me dijo que Angelo y yo íbamos a tener trabajo esa noche. Tuve que esforzarme para pa­recer satisfecho con esa asignación de compañero. Stan tenía una de aquellas frentes polacas cuya parte inferior sobresalía como un peñasco y proyectaba su sombra so­bre los ojos diminutos.

Me pasó un papelito y dijo:

—Jefferson Heights. Vais a hacerle una visita a Frank Sienkiewicz.

El nombre me sonaba, era el presidente o el antiguo presidente o el abogado de los trabajadores portuarios de la ciudad.

Los estibadores estaban supuestamente bajo escruti­nio federal y se rumoreaba que iban a ser objeto de una investigación. Trajinaban contenedores para los socios de Stan y los sobornos mantenían vivo el sindicato, pero la verdad es que yo no sabía más que eso.

—Nadie debería acabar malherido —me advirtió Stan—. Ahora no quiero líos. —Se situó detrás de mi taburete y me puso una mano en el hombro. Yo siempre fui incapaz de descifrar esos ojillos aplastados bajo el saledizo de su frente, pero uno de los secretos de su éxito era, sin duda, la total ausencia de piedad de su rostro, con esos anchos pómulos eslavos sobre la boca prieta y sin apenas labios de saqueador cosaco. Si los soviéticos contaban de verdad con gente capaz de meterte el alam­bre de una percha al rojo vivo por el agujero de la polla, debían de ser tipos como Stanislaw Ptitko—. Necesito que ese tío entienda qué es lo correcto —añadió Stan—. Que ha de jugar para el equipo. Eso es todo.

—¿Y para eso necesito a Angelo?

—Llévatelo de todos modos. Prefiero ser precavido. —También me dijo que debía ocuparme de un cobro en la pequeña ciudad de Gretna antes de encontrarme con Angelo—. Así que procura no retrasarte —añadió, seña­lando con una inclinación de cabeza el Johnnie Walker que yo sostenía en la mano.

Stan se bebió un chupito de Stoli y deslizó el vaso hacia el barman. La venda de la oreja de George tenía una mancha amarillenta en el centro. Stan ni me miró mientras se arreglaba la corbata y me decía:

—Nada de pipas.

—¿Qué?

—¿Recuerdas aquel camionero del año pasado? No quiero que nadie acabe recibiendo un disparo porque alguien pierde los jodidos nervios. Así que te lo digo a ti y se lo digo a Angelo: dejad las pistolas. Que no me en­tere de que vais armados.

—¿El tipo estará allí?

—Sí, estará. Le he dicho que le mando un paquetito con unos regalos.

Stan se alejó y se detuvo junto a Carmen, la besó con ímpetu y le sobó una teta, y a mí me cruzó por la cabeza un impulso asesino. Después se marchó por la puerta trasera y Carmen se quedó allí fumando con aire aburri­do. Pensé en lo que acababa de decirme Stan sobre no llevar armas.

De pronto me pareció una petición muy rara.

Carmen me miró con mala cara desde la otra punta de la barra y Lou y Jay se percataron y se pusieron a hablar con ella, comentándole lo relajado que parecía Stan cuan­do estaban juntos. Me di cuenta de que tenían razón y empecé a sentir como un pellizco, algo que provocaba en lo más profundo de mi corazón una punzada de desaso­siego. Me acabé de un trago el Johnnie Walker y pedí otro.

Carmen tenía el cabello castaño claro, largo y reco­gido detrás, y la piel de su preciosa cara ahora se veía algo áspera, y se le acumulaba el maquillaje en las arrugas y líneas pequeñas, perceptibles sólo al mirarla de cerca. Me hizo pensar en la copa de un cóctel que alguien se ha bebido y en cuyo interior queda sólo una piel de lima aplastada entre restos de hielo.

Creo que el motivo por el que gustaba a los hombres era el alto nivel de carnalidad que desprendía. Sólo había que mirarla para saberlo: ésta está dispuesta a todo. Es sexy y no hay quien lo aguante.

Yo sabía que Carmen había hecho ciertas cosas de las que Angelo no tenía ni idea. Cosas tipo sexo en gru­po. Y una vez me había propuesto traerse a otra chica, para añadir morbo.

A mí esos rollos no me iban. Yo tenía entonces una idea romántica que ahora encuentro fuera de lugar.

Creo que el engaño la motivaba más que el sexo. Como si tuviese alguna cuenta pendiente.

Aseguraba que yo le había pegado en una ocasión, pero nunca me lo he creído. Era bastante teatrera y le importaba más la interpretación que la verdad.

Aunque admito que mis recuerdos de la noche en cuestión no son muy claros.

Desde la barra, Lou le dijo a Carmen algo como:

—Está claro que sabes cómo hacer feliz a un hombre.

—Nadie podrá decir que no lo intento —le respon­dió ella.

Todos se rieron y el 38 que yo llevaba en los riñones pareció ponerse al rojo vivo. De nada me habría servido. Pero estaba cabreado y no quería morir tal como había insinuado el médico.

Dejé unos billetes en la barra y salí. Un par de noches atrás, puesto hasta las cejas de tequila, me había dejado la camioneta por ahí cerca, y ahí seguía, intacta, una enorme F­150 del 84. Estábamos en 1987 y en esa época me gustaban más esos modelos: cuadrados y robustos, máquinas recias, nada de juguetitos. Circulé por la auto­pista de Pontchartrain con la radio apagada y mis pen­samientos zumbando como alas de abeja.

Gretna. Mientras recorría la calle Franklin me pre­gunté a partir de qué momento empezaría a hacer las cosas por última vez. Cada rayo de sol que golpeaba el parabrisas tras colarse entre los árboles que iba de­jando atrás pedía a gritos que disfrutase de él, pero no puedo decir que lo hiciese. Intenté concebir la idea de dejar de existir, pero no tenía suficiente imaginación para lograrlo.

Tuve la misma sensación de asfixia y desamparo que cuando a los doce o trece años contemplaba los inaca­bables campos de algodón. Las mañanas de agosto con el saco de arpillera al hombro y el señor Beidle a caba­llo con su silbato, dirigiendo a los chicos de la casa de acogida. La desoladora sensación de que el trabajo era interminable. De que no vas a ganar. Después de una se­mana recogiendo algodón me percaté de las callosidades que se me habían formado en las manos el día en que, al caérseme un tenedor, descubrí que había perdido la sensibilidad en la yema de los dedos. Ahora me miré las durezas de los dedos, asidos al volante, y un hormigueo de rabia me hizo apretarlos. Tenía la sensación de ser víctima de un engaño. Y entonces pensé en Mary­Anne, mi madre. Era débil, una mujer inteligente empeñada en considerarse tonta. Pero no había ninguna necesidad de pensar en ella en ese momento.

Localicé la dirección que me había dado Stan, un decrépito edificio de apartamentos junto a una hilera de almacenes: ladrillo claro recubierto de grafitis, y malas hierbas ya muy crecidas que se mezclaban con las del solar contiguo. Chatarra con ruedas en el aparcamiento y ese aire impregnado de olor a gasolina y basura en descomposición que recorre Nueva Orleans.

El número 12. Segundo piso. Ned Skinner.

Pasé junto a su ventana y eché un vistazo al interior. Estaba oscuro y no percibí ningún movimiento. Deslicé la mano en el bolsillo en el que guardaba el puño de hierro y seguí avanzando por la galería. Bajé unas esca­leras, fui hasta la parte trasera del edificio y comprobé las ventanas. La brisa agitaba las malas hierbas.

Volví a subir y llamé a su puerta. Todo el edificio parecía desierto: las persianas bajadas, ningún sonido de televisores o radios. Así que esperé un poco, eché un vistazo alrededor y al fin usé mi navaja para romper el marco en torno a la cerradura. La puerta era de madera barata y se astilló con facilidad.

Me colé y cerré la puerta. Un apartamento pequeño, con un par de muebles y porquería por todas partes: periódicos y una tonelada de viejos boletos de apuestas hípicas, envoltorios de comida rápida, un televisor con dial y la pantalla rota. La encimera estaba llena de bote­llas vacías de vodka barato. Siempre he detestado a los guarros.

Olía mal, una mezcla de mal aliento y sudor rancio. El moho y la suciedad se habían adueñado del cuarto de baño y había ropa tiesa por el suelo embaldosado. En el dormitorio tan sólo había un colchón en el suelo, con una maraña de sábanas ralas y amarillentas. Esparcidos por la moqueta, boletos de apuestas rotos en pedazos como flores cortadas.

En el suelo, junto a la cama, había una fotografía enmarcada boca abajo. La recogí: una mujer de cabello castaño con un niño pequeño, los dos bastante guapos, sonriendo y con la mirada resplandeciente. Parecía tener ya unos cuantos años. Se podía deducir por el peinado y la ropa de la mujer, y además el papel fotográfico era más grueso que el que se usaba habitualmente, con una textura similar al cuero, y daba la sensación de que el tiempo había descolorido las caras. Me la llevé a la sala de estar, quité de un manotazo una caja de pizza que ha­bía en una silla y me senté. Miré la fotografía y después el apartamento. Yo había vivido en sitios como ése.

Observé con atención las sonrisas de la foto.

Y entonces algo me rondó por la cabeza: una impre­sión o un fragmento de información, pero no conseguí asirlo del todo. La difusa sensación de algo que en algún momento había sentido o sabido, un recuerdo que no acababa de emerger. Seguí dándole vueltas, pero no logré rescatar nada concreto.

Aunque parecía a punto.

Los haces de luz que se filtraban a través de las per­sianas dibujaban sobre mi cuerpo las rayas de un anti­cuado uniforme de presidiario. Permanecí un buen rato en aquella silla, pero el tipo no apareció. Y visto lo que sucedió después, he llegado a considerar ese rato que pasé esperándolo como una línea de demarcación en las vidas de ambos, en la suya y en la mía.

Un momento en que las cosas hubiesen podido decantarse hacia un lado antes de torcerse hacia el con­trario.

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Galveston
Nic Pizzolatto. Traducción de Mauricio Bach Juncadella
Salamandra, 2014
288 p. — Ref. $14.000

Adelanto: "Galveston", de Nic Pizzolatto

Sobre el autor:

PANIKO.cl (@paniko)

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