Bisama le sube el volumen a Ruido
Villa Alemana era un pueblo tranquilo, quebrado por una línea férrea y neopreno. ¿Qué tenía de especial para que la Virgen apareciera allí quinientas veces? «Quizás pasó», dice en su contratapa Ruido (2012), la nueva novela de Álvaro Bisama.
El 12 de junio de 1983, cuatro adolescentes escaparon de un centro de rehabilitación y subieron hasta el cerro El Membrillar para aspirar neoprén. En ese lugar, en algún momento, a uno de ellos se le apareció la Virgen María. Ahí mismo, entre las malezas y espinos, en el cerro, lo proclamó su profeta.
El relato se propagó como un virus por todo el país y las apariciones marianas hicieron noticia hasta 1988. Todo ese tiempo, Miguel Ángel Poblete, el joven del milagro, hablaba en «lengua antigua» y caía en trances. Tanta gente llegó a observar, que el vidente tuvo su propia congregación religiosa: Los apóstoles de los últimos tiempos.
Hasta que un día Miguel Ángel desapareció del mapa. En 2002 se cambió de sexo y de nombre, y murió seis años después de cirrosis, como Karole Romanoff.
Enrique Lihn fue uno de los primeros en hacer de estos hechos aparentemente reales un teatro triste. En La aparición de la Virgen y otros poemas políticos (1987) escribió:
Virgen del Neoprén
Señora del simulacro
Bajas del cielo de tus utilerías
Años más tarde, donde todos vieron un suceso inexplicable, Pedro Lemebel entendió la trampa comunicacional de una dictadura que desviaba la atención de los fosos abiertos con cadáveres y de las críticas que recibía el gobierno desde la propia iglesia católica:
«Por todas partes, sin previo aviso, la madre de Cristo reitera su performance iluminando al primero que la ve, dejándolo con los ojos blancos, titulado de curador, por ser el elegido que prendió la tele de la santidad» (Loco afán: crónicas de sidario, 1996).
En medio del hervor de la fe, en 1988, el vidente dejó de comunicarse con la Virgen. El escritor Álvaro Bisama tenía 12 años y el fin del mundo se anunciaba de modo intermitente:
«Crecimos con el sonido de la radio de fondo: de cómo las canciones de amor se intercalaban con las noticias de las bombas, el relato de los fosos abiertos y llenos de cal donde los pelos se habían pegado a los huesos y la piel se había retirado de los labios».
Un murmullo inunda la provincia.
La cruza la línea del tren que une Valparaíso con Limache, lejos de la brisa marina, rodeada de cerros con espinos y el murmullo de Pinochet. Es la Villa Alemana donde creció Bisama en los 80 y la misma que describe en esta novela:
«El pueblo nos asfixiaba, pero era lo único que teníamos, la geografía del valle como un mapa de nuestros afectos, como las coordenadas de nuestro corazón».
Fue ese mismo lugar y este caso el que inspiró su crónica “La película del fin del mundo. Apariciones y desapariciones de la Virgen de Villa Alemana”, publicada en Dios es chileno (2007), donde Bisama investiga con rigor periodístico el caso del vidente y desata un par de nudos con escepticismo.
Pero Ruido no sigue ese camino. Si en Estrellas muertas (2010) Bisama salda cuentas con los 90, sus 90, acá aborda a la generación que creció oyendo el murmullo de un milagro artificial, a los que despertaban viendo los programas evangélicos que hablaban del fin del mundo —los domingos por la mañana— mientras esperaban los dibujos animados:
«A veces, soñábamos con el vidente. A veces, soñábamos con Satán. Caminábamos por la casa y nos convertíamos en las sombras de nuestras propias habitaciones. Entonces, recordábamos».
En Ruido, Bisama no sigue el camino obvio de la historia del vidente: muy en su estilo narra desde un ángulo imposible, como un Kubrick recostado de espalda al suelo y cámara en mano, se pasea por los menos visibles espacios de la intimidad de una vida privada plural, como el narrador de esta novela donde Pinochet es el único personaje con nombre y una especie de realismo mágico advierte sobre lo bueno que es crecer en un pueblo chico, pero también sobre lo importante que es saber escapar a tiempo.
«Crecimos; casi siempre quisimos que las bombas estallaran acá, en el centro del pueblo, y el estruendo, de ser posible, nos dejara sordos para siempre».
El ruido adopta la forma del aburrimiento.
En la primera presentación de esta novela, Bisama dirá que Ruido apareció luego de espetar las capas y la cáscara de la crónica. Es en ese momento donde aparece la ficción de algo que era real y concreto: «la memoria de un lugar donde crecía, Villa Alemana. Espero nunca más escribir de Villa Alemana».
¿Cuándo fue la primera vez que oíste del vidente?
—No lo sé con exactitud. Creo que fue la mujer que manejaba el furgón escolar. O algún compañero de la básica que me lo comentó. Mis padres no creían en el milagro, tenían una actitud de sana sospecha, cosa que agradezco. Nos inmunizaron contra cualquier clase de fe ciega. Eso estaba ahí cuando supongo que vi fotos que alguien llevaba escondido en el bolso escolar. Pero no recuerdo un momento puntual. No hay un hito preciso, sino más bien una progresión de voces que terminaron dándole sentido al murmullo.
¿Qué pensabas en ese tiempo de todo lo que pasaba alrededor?
—Nada. No piensas nada. Te acostumbras no más, se vuelve parte del paisaje. Te acostumbras y luego te das cuenta de que todo es más o menos desquiciado.
¿Subiste al cerro El Membrillar alguna vez?
—Subí varias veces a mirar. Era apestoso. No era una subida sencilla y el calor y la lentitud la volvían compleja. Después supe que los fieles habían comprado el lugar y le habían cambiado de nombre. Eso me llamó la atención: esa pertenencia, esa manera de hacerse parte del relato edificando sobre el lugar, escribiendo sobre la geografía del paisaje.
¿Te tocó conocer a Miguel Ángel Poblete o a Karole Romanoff?
—No. Lo vi una vez en la plaza del pueblo. Estaba vestido de mujer. Todo ya había terminado. Estaba afuera del cine. Supongo que yo venía de ahí o de los flippers. Parecía una muchacha, de hecho, era una muchacha más. Me llamó la atención esa normalidad, como si no hubiera pasado nada, como si hubiera sido un mundo paralelo.
Hay dos estados que se multiplican en Ruido: nostalgia y repulsión, ¿cuál predominó en tu proceso de escritura?
—No sé si haya un solo estado: se mezclaban aunque yo pienso más bien en una especie de frenesí en el acto mismo de la escritura: una especie de estado casi zen, donde vives dentro del libro. Pero en realidad no sé. La repulsión es una forma de nostalgia. La rabia es una forma de melancolía.
¿Cuál fue la idea de escribir Ruido como una novela y no continuar el camino de la crónica que apareció en Dios es chileno?
—No sé por qué en realidad. Son cosas que tú intuyes respecto a la escritura. A mí, me parecía que la crónica estaba terminada. No me interesaba resolver el enigma sino que entrar en los otros lugares, más brumosos, que eran los de las voces de los testigos. La novela sirve para meterse en esos lugares, para dar vueltas en esas sombras, en esos silencios. Quizás por eso me interesaba escribir desde ahí. Además, piensa en que venía de Estrellas muertas (2010) que era algo cuya nitidez —respecto al habla desde la que se construía la novela— era más concreta, más avasalladora. Acá me interesaba la ambigüedad, cierta condición espectral. El “nosotros” del hablante corresponde a eso, en realidad, a ese gesto brumoso, al hecho de pensar la escritura y el acto de memoria como una especia de neblina, donde podía navegar en las versiones, jugar con las hilachas de la historia.
En algún momento de los 80 Villa Alemana fue cuna de un montón de bandas ruidosas que perseguían el sueño del rockstar: Corpse Grinder, Malasangre, Noise Core, Condoro, Belial, Villalemana Rok! o La Floripondio (hoy Chico Trujillo), compartían el mismo paisaje que el padre ufólogo de las gemelas Campos.
¿Este caso del vidente podría ser el detonante de toda esta mística de Villa Alemana?
—Puede ser. Aunque creo que son cosas más bien yuxtapuestas, un paisaje del que había que terminar colándose en el cuadro. No un elemento causal. Lo raro es que recuerdo esa idea de comunidad, esa pregunta por los lazos de una especie de tribu. Hay en esos lazos, un misterio más profundo que el religioso, que inventa un relato ahí donde no hay nada o quizás solo cerros secos, casas pobres, espinos y una línea del tren. Respecto a lo político yo creo que está la ferocidad de ver una dictadura en sordina, a lo lejos, como algo que crees que sucede en otra parte y que está ahí y que define todo. Respecto a la música, es algo que estuvo ahí y a lo que te acostumbraste. Algo que te salvó alguna vez pero que también te hizo mierda porque había ahí, en esas canciones —pienso en La Floripondio, Villalemana Rok! o Malasangre, que son de esa época— pulsiones, detalles de formas de sociabilidad, notas sobre la vida en otro planeta.
Hace algún tiempo te mudaste a Santiago. ¿Por qué dejar la provincia?
—Porque yo hacía clases en una universidad y me dejaron sin horas sin darme razones y tenía que trabajar. Las clases que tenía eran en Santiago, lo que significaba viajar cuatro veces a la semana. Era un sinsentido vivir arriba de los buses. Yo había tratado de quedarme en Valparaíso, había escrito para los medios de allá, me interesaba tomar notas sobre ciertos problemas de la literatura porteña pero todo eso se fue diluyendo entre el chauvinismo patrimonial y la sensación de habitar un espacio que se vuelve un parque temático. Me interesaba ese paisaje. Está en Postales Urbanas (2006), por ejemplo. Pero lo importante era lo otro, que no tiene que ver con nada simbólico: el asunto laboral.