¿Literatura, música, teatro y quiebre de la línea divisoria entre quienes escuchan y quienes crean ritmos? De todo un poco y mucho más, sobre todo mucho más de Berlín, hoy por hoy la única ciudad donde pueden suceder estas cosas.
Mi amiga Julia Millaray Resnik, quien reside hace varios lustros en la capital alemana y ostenta doctorados surtidos, lleva una vida que, para decirlo en forma suave, es poco convencional. Cada vez que la veo, suele llevarme a antros bastante peligrosos y/o depravados, a fiestas que terminan cuando llega la policía, a cenas con resentidos ex jerarcas comunistas. Ella es, en lo esencial, una lechuza, un ave nocturna y ni por nada del mundo se le ocurriría acompañarme a un museo, ver conmigo una ópera, asistir a una exposición, en fin, todo lo que huela a turístico a mi compinche le huele a azufre. Sin embargo, este año me sorprendió con una noticia y una insólita invitación: suspendió su horario completo en la universidad, dedicando ese tiempo a trabajar en una organización de ayuda a los refugiados sirios y había sacado dos entradas para una función de noche en el grandioso edificio diseñado por Hans Schauron para la Orquesta Filarmónica de Berlín, sin duda la mejor orquesta de música clásica del mundo. Por supuesto, tratándose de Julia, tenía que ser algo extravagante, algo fuera de lo común, algo inolvidable. Y vaya que lo fue.
El concierto, bajo la batuta de Sir Simon Rattle, comprendía dos obras ya tradicionales de Darius Milhaud e Igor Stravinsky. El plato fuerte, no obstante, era el estreno de una pieza del compositor Richard Ayres, presente en la platea, que, aparte de dejar boquiabierto y mayoritariamente extasiado al público berlinés, acostumbrado a eventos escandalosos y rupturistas, plantea una creciente y quizá insoluble disyuntiva: hasta dónde puede participar la gente en una representación en vivo, cuáles son los límites, si es que los hay, entre intérpretes y auditores, por qué se debe experimentar para mantener la vigencia, o sea, la vitalidad y otra serie de interrogantes para las que no tengo ninguna respuesta.
La obra de Ayres se llama “NONcerto para corno y gran conjunto”. El astro indiscutible de la velada fue el brillante Stefan Dohr, un teutón común y corriente, de entre 30 y 40 años, tirado para gordinflón, vestido con ropa deportiva —zapatillas, polera, jeans—, en contraste con la severa formalidad de sus colegas y quien, aparte de mostrar un virtuosismo increíble, a ratos sobrehumano, debía exhibir características de buen actor a lo largo de la extenuante jornada. La disposición de los instrumentos era muy inhabitual y la cantidad y rareza de ellos llamaban enseguida la atención: un contrabajo, dos chelos, dos violas, tres violines, dos arpas, algunos vientos; el resto estaba conformado por percusiones, no solo las frecuentes —timbales, tambor, gong, platillos, celesta, campanas, pandereta— sino una serie de cajas, fierros, rodillos, tubos, palos, cerámicas, placas, bolsas y otra cantidad indescriptible de objetos ignotos. Stefan no se paró enfrente del proscenio, como se usa; en el fondo del escenario había dos tarimas elevadas, comunicadas entre sí por un pasillo ad hoc, de modo que el cornista comenzaba a armonizar en la plataforma izquierda y luego corría como poseso hacia la opuesta, donde reiniciaba sus melodías sin descanso. Asimismo, a mitad del trayecto entre Sir Simon y la parte trasera del auditorio, se levantó una puerta, que Stefan cruzaba de vez en cuando para hacer amorosos o provocativos gestos a la audiencia, que no paraba de reír a carcajadas, en ocasiones produciendo silbidos, pitidos, chiflidos, lo cual, lejos de molestar al solista, lo enardecía aún más, por lo que emitía gloriosas melodías o, si algo le caía mal, desafinaba hasta causar horrísonas cacofonías con el bronce. El corno es extremadamente difícil de tocar y fuera de la pericia, la capacidad pulmonar y el buen estado físico que exige, resulta normal que desentone. Esto se perdona en Beethoven, Wagner, Brahms y otros colosos, aunque, por lo menos hasta Ayres, era inadmisible en las escasísimas partituras en las que es el rey de la fiesta. De nuevo, a Stefan esto le daba lo mismo, porque si se enojaba, se plantaba frente a un chelista lanzándole una andanada de ruidos discordantes o, por el contrario, si se alegraba, generaba sonidos sublimes. Me es imposible determinar la duración de este tour de force y el programa gratuito, que tengo en estos momentos a mi lado, no entrega ese dato. Así que bien pudo haber transcurrido media hora —me parece inconcebible que haya sido más— que, desde luego, se fue volando. Jamás lo había pasado mejor en un espectáculo de este tipo —¡que además costaba 10 euros!— y ni en mis fantasías más descabelladas habría imaginado que uno podía desternillarse hasta llorar o emocionarse hasta brincar de entusiasmo.
Con todo, lo genuinamente novedoso de esta estrambótica y genial performance fue la parte literaria. A poco de empezar las piruetas de Stefan, el director señaló con sus manos dos pantallas situadas en las partes superiores del enorme hall: por lo general, se usan para traducir composiciones vocales y ahí, en esos sobretítulos, residiría la médula de todo este guirigay. Gracias a Julia, pude saber que la inspiración para el “NONcerto” nace de un capítulo muy secundario y oscuro de Almas muertas (1842), de Nikolái Gógol, una de las grandes novelas rusas de todos los tiempos. Pavel Ivánovich Chíchikov, el protagonista, un macabro y sobresaliente estafador, se dedica a recorrer su inmenso país para comprar certificados de defunción de siervos, a quienes hace pasar por vivos, lo que le permite amasar una fortuna monumental e incluso aspirar a un cargo nobiliario. En una de sus correrías, se topa con Ana Filipovna, de quien se enamora durante un momento, mientras ella le cuenta sus terribles desventuras que, después de las gracias de Chíchikov, semejan una nadería.
Así, el corazón del “NONcerto” está en las andanzas de Ana y en la exclamación inicial: ¡Ana Filipovna ha desaparecido! En ese momento, Stefan emite armonías desgarradoras, bellas, nostálgicas y es acompañado por leves pizzicatos en las cuerdas, dulces trémolos de arpas y cadencias de celesta, más timbales en sordina, que se unen al lamento de Dohr quien, de veras, se ve sufriendo por el fúnebre destino de Ana. La bruma, la niebla, la lluvia, el granizo, la nieve, las tormentas, hacen cada vez más difícil la travesía de la joven, lo que genera la indignación de Stefan, la furia de flautistas o marimberos y hasta una pataleta de Sir Simon Rattle, quien da señales de que no puede con tanto dolor, por lo que va a detener la ejecución; entonces, buena parte de los asistentes se pone de pie para demandarle a gritos y amenazas que continúe. Y así acontece cuando los hechos se vuelven más tranquilizadores: devastada por las terribles fuerzas de la naturaleza, Ana Filipovna se sume en un profundo sueño. Stefan da cuenta de la situación durmiente de la muchacha improvisando una especie de antiguo bolero cubano, mezclado con cierto toque postromántico que, tanto en su rostro, en su actitud corporal y en los temas que emite, reflejan un estado de ánimo reposado.
Lamentablemente, se trata de una historia rusa, por lo que la calma y la beatitud están lejos de predominar. Para ser honesto, leí Almas muertas hace varias décadas y no logro evocar absolutamente nada del pasaje sobre Ana Filipovna. En todo caso, Dohr debe conocer el libro —que es mucho más divertido que trágico— de memoria, por lo que nos transporta a las estepas y a las pequeñas aldeas donde se desarrolla la trama con brío, con fuerza, con disonancias y hermosos acordes que se suceden sin pausa. De este modo, mientras Stefan prorrumpe en estallidos sonoros cada vez más desenfrenados, nos enteramos de que, mal que mal, también los relatos eslavos pueden tener un final feliz. Y es lo que ocurre mientras Ana despierta de su profunda catalepsia y contempla ante sí la hermosura indescriptible de la taiga, un camino bordeado de abedules y un pequeño sendero repleto de flores, al cabo del cual se encuentra una dasha. Allí, en esa antigua construcción policromada de madera, la aguarda su abuela, a quien no ha podido ver en años. El encuentro entre ambas mujeres es saludado por un Stefan jubilante, por un tutti orquestal y por un Sir Simon Rattle que recupera el papel de conductor orquestal con toda la arrogancia, el autoritarismo, el desplante que corresponden y, claro, siendo inglés, también el humor que suele atribuirse a los habitantes de las islas británicas.
¿Literatura, música, teatro, show, quiebre de la línea divisoria entre quienes escuchan y quienes crean ritmos? De todo un poco y mucho más, sobre todo mucho más de Berlín, hoy por hoy la única ciudad del globo donde pueden suceder estas cosas.