Cachureos en Lollapalooza.
Los 90 fueron una década rara y los que nacimos en sus primeros coletazos crecimos en un país que todavía no sabía qué hacer con el desastre de la dictadura. La televisión, por supuesto, ofrecía una parrilla variopinta que a la lejanía nos parece freak e incómoda: El Club de los Tigritos, que iría desapareciendo paulatinamente hasta dejar una franja de animación japonesa; las teleseries de un TVN en donde el Estado parecía tener una injerencia fuerte, con Vicente Sabatini como punta de lanza y teleseries que ahora, en su decadencia, vuelven a pasar una y otra vez como si en los refritos estuviera la clave para salvarse del diluvio. Y estaba Cachureos, cuyo espectáculo sobrepasaba los aleteos débiles del tío Nicolini o las aventuras de ese duende deforme llamado Hugo. El show de Marcelo Hernández, alias Cabezón, alias Marcelo Cachureos, era un verdadero circo itinerante que además del programa dominical, realizaba espectáculos en gimnasios a lo largo y ancho de todo el país. Cualquier persona que haya nacido a fines entre el 88 y el 94 asistió o conoció a alguien que, o bien fue llevado al programa, o bien lo vio en algún maltrecho recinto de provincia. Un amigo, por ejemplo, me contó alguna vez que a los 4 años lo llevaron al set de televisión donde se realizaba el programa y tuvieron que sacarlo porque el Tiburón le provocó un miedo incontrolable.
Llegué al escenario del Kidzapalooza diez minutos antes del show para tantear el ambiente. El lugar era por lejos el más cómodo para estar: árboles de frondosa copa, pasto y, por supuesto, sombra, mucha sombra. Mientras preparaban el escenario el setlist era ad hoc a la ocasión: “Síndrome Camboya” de Los peores de Chile, “Calibraciones” de Aparato Raro, “El rapulento” de Panteras Negras. Volvimos, de súbito, 20 años atrás. «Yo cuando chica veía Cachureos», escucho que le dice una madre a su hijo. Algo similar a lo que pasa con 31 Minutos: canciones en formato infantil que irremediablemente despiertan en los grises adultos en que nos transformamos alguna risa o complicidad con esa dizque edad de oro.
Pasado un rato entra Gato Juanito al escenario. Lo acompañan Horacio Saavedra —otro ícono de la televisión de los 90—, más un bajista y un baterista que en algún momento del show presentan pero olvidé anotar. Suenan los primeros acordes de “Enter Sandman” y la pareja inseparable de esa rareza llamada Epidemia emula tocar guitarra. Aquella canción, sabemos, trata de la infancia y sus fantasmas. «Sleep with one eye open», dice Hetfield, haciendo alusión a esos monstruos que la noche urde entre sus sombras. Un comienzo raro e hilarante al mismo tiempo. ¿Sabrá Marcelo Cachureos de qué va la letra de la canción de Metallica? ¿es que acaso quiere decirnos que él es el padre redentor, la ampolleta en medio de la bruma? ¿quién es, al fin y al cabo, Marcelo Cachureos y estos personajes que, pienso mientras veo el comienzo del show, podrían ser las proyecciones de sus terrores infantiles?
Luego de esa extraña intervención suena el clásico opening, abre bien los ojos, para las antenas. Contra cualquier previsión, el lugar se llena rápidamente y no precisamente de niños. Tipos que cuando llegué dormían están ahora con el rostro lleno de alegría. Y todos cantan. Y todos gritan. Y Marcelo Cachureos dice «el grito, el grito, el grito» y son estos adultos y adolescentes tardíos los que gritan. Son estos adultos y adolescentes tardíos los que corean y corearán durante los 45 minutos cada una de las canciones que los distintos personajes interpretan. Martín Cerda decía en una de sus crónicas: conviene no confundir la nostalgia con la melancolía, porque esta última es, a diferencia de la primera, un lugar vivo al que volvemos para desde allí mirar el presente. Y, mientras se van sucediendo clásicos “A mover el pollo”, “El médico brujo”, “El zancudo draculón” o ese bizarro track que era “La mosca” —el video es como una pesadilla en pasta base—, los niños son una excusa para saciar esa sed retromaníaca que de pronto nos invade. Tanto así que, en un momento del show, los padres que estaban sentados con sus niños empezaron a pifiar a la barrera de fascinados fans del espectáculo que, de pie, tapaban todo lo que estaba ocurriendo en el escenario. Mientras eso pasaba, suena “Que se mueran los feos” y la conjunción de situaciones es francamente hilarante. El show continúa y parece que Cachureos no se hubiese acabado nunca. En algún momento, Marcelo hace un recuento de su trayectoria: 35 años de trayectoria, 27 en televisión y 13 sobreviviendo de espectáculos como este. Yo recuerdo, además del programa, los casettes, que mis padres me regalaban en unas versiones piratas: éxito total en cualquier cumpleaños de la época.
La sorpresa de la tarde fue el estreno de una nueva canción, titulada “Si yo fuera presidente”. La anécdota —vaya a saber uno si es verdad— cuenta que, en uno de sus tantos shows, Marcelo Cachureos se encontró con un niño que vio en él algo así como una especie de redentor o figura sagrada. La canción, ad hoc para una época de desencanto absoluto con la política y lo político, se dedica a colocar a sus distintos personajes como ministros y a decir que las guerras son «con challa y serpentina», para rematar con un «no cuentes conmigo para hablar de política, prefiero ser igual que la gente común». Pospolítica pura y dura para las nuevas generaciones.
Cuando el show acaba la gente aplaude eufórica. Pienso: deberían hacer un «Kitschzapalooza» con toda la memorabilia de los noventa. Pienso: este show no fue para los niños. Pienso: cuánto nos habla sobre la televisión actual el hecho de que un programa como Cachureos haya desaparecido. Pienso: con qué facilidad nos entregamos a la remembranza del pasado, a buscar en cualquier lugar un locus amoenus que nos saque un rato de las pequeñas desgracias cotidianas. Pienso: este show no era para niños, sino para sus padres o primos mayores. Pienso: ¿a qué recuerdos ajenos someterán los hijos de estos niños que asisten a este tipo de shows? Habrá que esperar un cambio de siglo.