Es muy reciente esta especie de obsesión por hacer salir de las sombras a autores de culto, que quizá deberían continuar en las sombras, frente a otros de muy superior calidad.
Del autor maldito al autor de culto hay un salto mortal, una brecha gigantesca y una diferencia fundamental: mientras el primero es casi siempre genial, el segundo, aparte de ser un bicho raro, puede hasta tener mala calidad; así y todo, algo por lo general indefinible lo transforma en alguien seguido por un grupo de fieles, unas pocas personas que, cual miembros de una secta secreta, se pasan el dato, intercambian nombres únicamente en boca de quienes pertenecen a esa cofradía que los venera como artistas sagrados, como guardianes de un tesoro inaccesible, salvo para los iniciados. Así, mientras el escritor maldito por lo general forma parte del canon, por más que deteste ese rol, el escritor de culto puede ser estudiado en universidades, convertirse en objeto de tesis, dar pie para mediocres puestos de enseñanza. A menos que se trate de una nueva biografía con información inédita, a escasísimas personas se les ocurriría hacer un estudio sobre Verlaine, Rimbaud o Baudelaire. En cambio, no hay día en que deje de aparecer un paper sobre Mario Levrero, W. H. Hudson, Juan Emar, Osvaldo Lamborghini, Idea Vilariño, Marosa di Giorgio…
Personalmente, no siento una particular inclinación hacia los autores o autoras de culto: tras encendidas recomendaciones o acaloradísimos consejos de amigos, me dispongo a leerlos y muchas veces termino desilusionado. Sin embargo, reconozco que son necesarios; cada país, cada tradición literaria los posee y es indudable que prestan un servicio importante, puesto que mantienen ese estatus por años de años y a nadie se le ocurriría impugnar dicha condición. Juan Emar (1893-1964) publicó en la década de 1930 Diez, Ayer, Un año y Miltín 1934. Esos libros han sido reeditados en incontables ocasiones y cada vez que aparecen, surgen admiradores que echan a volar las campanas para decir que al fin se ha hecho justicia, que el milagro de su obra ya está a nuestro alcance. No obstante, ninguno de esos títulos agota una impresión, poquísimos los leen y al final van a parar a librerías de viejo o se venden en liquidaciones de temporada. Con respecto a Umbral, que vio la luz en 1996, se trata del fracaso editorial más ruidoso en la historia de Chile: es un mamut de más de 5000 páginas en la práctica intragable y no conozco a ninguna persona que lo haya abordado, salvo, obviamente, su editor. Con el prolífico uruguayo Mario Levrero (1940-2004) pasa otro tanto; sus novelas Diario de un canalla/Burdeos, El lugar, Todo el tiempo, Aguas salobres o Caza de conejos, entre más de una treintena de otras narraciones, llegan a las manos de sus contados admiradores, que, desde luego, se enumeran con los dedos de las manos, para que, en una escala menor, les suceda lo mismo que aconteció con las presuntamente cegadoras creaciones de Emar. ¿Por qué pasa esto? Francamente, no tengo la menor idea, aunque me atrevo a aventurar una hipótesis muy preliminar: hay en juego intereses creados. Y están generalmente representados por devotos cultores del culto a Emar, Levrero, di Giorgio o algunos más, que ocupan cargos importantes en casas editoras o bien se trata de personajes destacados del mundo libresco y pedagógico, que mueven sus manijas para que se impriman los textos de sus ídolos. En cambio, en rarísimas oportunidades vemos nuevas traducciones de Stendhal, Henry James, George Eliot, Alessandro Manzoni, E.T.A. Hofmann o Schiller. Y brillan por su ausencia autores y autoras españoles y latinoamericanos que sí son formidables, como José Cadalso, Fernán Caballero, Leopoldo Alas, —llamado Clarín—, Emilia Pardo-Bazán, Gertrudis de Avellaneda, Arturo Barea (si bien La forja de un rebelde, de este último, fue objeto de una notable serie televisiva) y muchos más.
¿A qué se debe, pues, que poetas y prosistas clásicos, consagrados, consolidados, de valor permanente, pues han resistido el paso del tiempo —150, 100, 50 años— sean hoy inencontrables, en tanto no falte un semestre sin que veamos en las tiendas o leamos en las secciones culturales de los diarios a tantos autores de culto? De nuevo, no tengo la más remota sospecha y aquí sí que no me atrevo a sugerir explicación alguna. Claro que me produce un nivel de irritación que se prefiera sacar a Felisberto Hernández o Armonía Somers, en lugar de Leopoldo Lugones y José Santos Chocano. De ninguna manera estoy reclamando porque los primeros sean dados a conocer: me parece excelente que sea así, aun cuando sí que me molesta que ni siquiera por intermedio de Amazon podamos adquirir La princesa de Cleves, de Madame de Lafayette o La nueva Eloísa, de Jean-Jacques Rousseau.
En muchas oportunidades, las carreras literarias están a la vista desde la masificación de la lectura en el siglo XIX: Dickens, Flaubert, Zola, Balzac, Dumas, Turgueniev, Dostoievski, gozaron de reconocimiento en vida y se siguen leyendo hoy. Las carreras literarias de los autores de culto son más misteriosas que los oscuros y tal vez sublimes significados que podrían encontrarse en su producción. ¿A qué se debe que W. H. Hudson, Levrero y Lamborghini sean buscados con ansiedad por los profetas de su difusión y hace mucho tiempo que en español no dispongamos de una versión decente de La cartuja de Parma, de Stendhal, que inspiró a Tolstoi y Hemingway? Creo que el motivo podría residir en que determinados narradores destacados los mencionan reiteradamente y no hay mejor forma de divulgación que descubrir, en novelas o ensayos que caen en nuestras manos, referencias a eminentes personajes de la literatura de quienes no sabíamos absolutamente nada. Así, Ricardo Piglia nunca se ha cansado de poner por los cuernos de la luna a W. H. Hudson, por lo que nos precipitamos para tener un ejemplar del tal Hudson, para darnos cuenta de que no era para tanto. Edmundo Paz Soldán, el literato boliviano más reconocido del momento, dedica extensas secciones de su volumen Segundas oportunidades para cantar loas a una cincuentena de escritores que a él le parecen excepcionales; hay que decir que, con suerte, son solo ubicados en su casa a la hora del desayuno. Los casos parecidos pueden multiplicarse hasta el infinito; con todo, es muy reciente esta especie de obsesión por hacer salir de las sombras a autores de culto, que quizá deberían continuar en las sombras, frente a otros de muy superior calidad. Tampoco estoy sugiriendo que se mantenga perpetuamente en las tinieblas a ningún escritor o escritora: todos deben ser igualmente leídos. Aun así, ¿no es preferible contar con una edición bilingüe de poemas de Sylvia Plath, Lawrence Ferlinghetti o Elizabeth Bishop, que con un tomo conteniendo las obras completas de Marosa di Giorgio? Una vez más, no estoy descartando en absoluto a la poetisa uruguaya, por más que me parezca que no tiene comparación posible con los tres que antes cité ni muchísimos menos con John Ashbery, Thomas Tranströmer, Chalres Simic o Marianne Moore.
Lo que estoy diciendo podría prestarse para pensar que se trata de un tema secundario, sin mayor relevancia, un asunto para especialistas. No es así. En el presente, muchas personas que se inician en la lectura ya no lo hacen en sus casas, donde nadie o casi nadie lee, sino en los colegios y especialmente en las universidades. Llevo más de 20 años haciendo clases y he tratado por todos los medios de acercar a mis estudiantes a la buena literatura, sea clásica, moderna, popular o más bien minoritaria y pienso que he tenido cierto éxito, a juzgar por los resultados que he visto. Entonces, por poner un par de ejemplos, sin menospreciar a Levrero, no se me ocurriría darlo a leer antes que a Borges, sin mirar en menos a Emar, jamás lo antepondría a Donoso.
Por desgracia, he comprobado que numerosos colegas hacen todo lo contrario, no porque se fijen en autores de culto, sino debido a que comienzan y finalizan con ellos. Me parece, por decirlo con suavidad, un método muy contraproducente. Los jóvenes de hoy están más desorientados que nunca, bien que poseen, gracias a la tecnología digital, una cantidad de información impensable hace apenas una década. Por consiguiente, su confusión aumentará de manera exponencial si se inician en el conocimiento de autores cuyo futuro es discutible. He intentado, por todos los medios a mi alcance, por supuesto ralos, que aborden a escritores que han resistido el paso del tiempo. Sin embargo, frente a la embestida académica y de otros orígenes por santificar a los autores y autoras de culto, parece que son trabajos de amor perdido.