El escritor estaba tan ansioso con la publicación de Cien años de soledad que casi se infarta. En Gabo. Cartas y recuerdos, su amigo Plinio Apuleyo Mendoza recuerda esta y otras confesiones antes de que su obra alcanzara la cumbre.
El escritor estaba tan ansioso con la publicación de Cien años de soledad que casi se infarta. En Gabo. Cartas y recuerdos, su amigo Plinio Apuleyo Mendoza recuerda esta y otras confesiones antes de que su obra alcanzara la cumbre.
Hacía años que trajinaba un primer manuscrito de El otoño del patriarca sin mayor suerte. Algo no cuajaba en aquel libro. El tratamiento realista de un tema tan desmesurado y mitológico como el del dictador latinoamericano lo oprimía oscuramente, castigando su impulso natural hacia la hipérbole, la magnificación de la anécdota y las latentes posibilidades de un estilo que él, temiendo cualquier desenfreno retórico, vivía sujetando por las bridas.
Cuando descubrió que era posible hacer surgir hongos venenosos entre los libros de una biblioteca, que el mar podía ser vendido y su dictador vivir doscientos años, halló la clave de otro libro.
Un libro donde dormían todos los mitos y fantasmas de su infancia, una y otra vez aplazado por no haber encontrado aún la manera de contarlo.
Aquella revelación, como él lo había contado muchas veces, la tuvo viajando a Acapulco en automóvil.
Fue entonces, cuando interrumpiendo la segunda versión de El otoño del patriarca, se sentó delante de su máquina de escribir para redactar Cien años de soledad.
A veces venía a Barranquilla. Llegaba casi siempre por sorpresa; me llamaba a la oficina.
—¿Dónde estás? —gritaba yo, suponiendo que se trataba de una comunicación a larga distancia—. ¿En Panamá?, ¿en México?
—En su casa, pendejo. Tomándome un whisky.
Sentado con Álvaro Cepeda Samudio [otro amigo] y conmigo, en cualquier patio, la cálida noche tropical vibrando en torno nuestro, nos hablaba de aquel libro enigmático que estaba escribiendo en México.
—No se parece a los otros, compadre. Ahí me solté el moño, al fin. O doy un trancazo con él o me rompo la cabeza.
Cuando recibí el manuscrito, con el encargo de pasárselo luego a Álvaro Cepeda, lo leí de un jalón, sin parar, sin ir a la oficina, sin dejarlo a la hora del almuerzo.
—Gabo dio el trancazo que quería dar —le dije a Marvel [esposa de Plinio] después, cuando acabé de leerlo.
Por aquellos días estaba en casa Ligia, la hermana de Gabo. Leyó también el manuscrito.
—¡Niño —dijo después—, ese Gabito sí es chismoso!
A partir de entonces, lo que había sido una convicción íntima, compartida por sus amigos (Gabo es un peso pesado de la literatura), llegó a ser una inminencia objetiva, pero solo una media docena de amigos éramos dueños del secreto. El libro era una bomba, con la mecha encendida, pronta a estallar.
27 de junio de 1966
Compadre:
Vivo de mis reservas hasta terminar la novela. En dos semanas estará terminado el impresionante mamotreto de 800 páginas, y un mes después se van copias para Sudamericana y cinco países de otras lenguas. Ha sido una locura. Escribo desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde; almuerzo, duermo una hora, y corrijo los capítulos del principio, a veces hasta las dos y tres de la madrugada. Nunca me he sentido mejor: todo me sale a torrentes. Así desde que regresé de Colombia. No he salido a ninguna parte. Mercedes aguanta como un hombre, pero dice que si luego la novela no funciona me manda a la mierda.
Quiérannos mucho, como nosotros a ustedes, y reciban un abrazote.
Gabo
17 de marzo de 1967
Compadre:
Esta noche, después de leer tu carta, voy a dormir tranquilo. El problema con Cien años de soledad no era escribirla, sino tener que pasar el trago amargo de que la lean los amigos que a uno le interesan. Ya faltan pocos, afortunadamente, y las reacciones han sido mucho más favorables de lo que yo me esperaba. Creo que el concepto más fácil de resumir es el de la editora Sudamericana: contrataron el libro para una primera edición de diez mil ejemplares, y hace quince días, después de mostrarles a sus expertos las pruebas de imprenta, doblaron el tiro.
No creas que esta tensión no tiene consecuencias. Hace dos días, manejando por el Periférico, solo, se me paró el corazón. Alcancé el carril de baja velocidad, y hasta tuve tiempo de pensar que aquella era una manera bastante pendeja de morirse, pero salí adelante con el corazón dando saltos como sapo loco. Después de dos días de toda clase de manoseos médicos, me han dicho que es solo una arritmia nerviosa. Debe ser cierto, porque esta tarde, cuando leí tu carta, se me normalizó el ritmo cardíaco. Falta ver si Marvel Luz Moreno y Álvaro Cépeda Samudio no me lo vuelven a trastornar.
El libro sale en mayo en español. En francés ya lo tomó Éditions du Seuil y en los Estados Unidos está sucediendo algo con lo cual no pude ni siquiera soñar durante mis hambres parisinas: Harper & Row tiene la opción, pero Coward McCann, (a quienes Vargas Llosa hizo creer en una carta, después de leer mi libro, que era el mejor que se ha escrito en muchos años en lengua castellana), está dispuesto a quedarse con él. Mi agente, que vive en Barcelona, ha citado en Londres a los representantes de las dos editoriales, a ver quién da más. El precio que les lleva me parece escalofriante: 10.000 dólares, como anticipo de derechos. Yo me amarro los pantalones y trato de poner una cara muy natural.
Muy bien, compadre, se acabó el carbón. Un abrazote,
Gabo
Gabo, cartas y recuerdos
Plinio Apuleyo Mendoza
Ediciones B, 2013
251 p. — Ref. $13.000